Dos menos uno: tres... cuento dominicano

Ramón Helena Campos

Uno más Una: Dos...

De acuerdo con lo que mi madre me contó años después, él pasaba frente a su casa todos los días, a la misma hora. Junto con el canto de los gallos y el clarear de la mañana, subía la empinada cuesta del Cerro de Don Vale, siempre silbando la misma melodía.

-Ese joven me parece un conquistador irresponsable. Un coleccionista de muchachas inocentes -había dicho mi abuela. Y pese a que no dejaba de reconocerle algunas cualidades, le endilgaba la fama de trasnochador y mujeriego.

Mi madre oía todo lo que de él se hablaba, pero nunca opinaba. Más bien se hacía la desentendida.

-Hay que tener cuidado con él -insistía en voz alta, como para que mi madre, que rondaba ya los quince años, la oyera.

Mi abuelo pensaba de manera diferente. No había visto en aquel robusto muchacho, ágil, gallardo y varonil, ningún gesto equívoco. Siempre cortés y respetuoso.

-Fíjate que para ayudar a su familia, ha tenido que dejar la escuela.

-Eso es lo malo. ¿Qué porvenir le espera? Además ese silbido insistente me está mandando un mensaje. No lo resisto -agregaba mi abuela.

Pero se impuso la naturaleza. Y en el verdor de aquel paisaje embriagante del tupido cafetal, mi madre no pudo resistir a sus encantos. Y pese a todo el alboroto que aquel hecho provocó, todos terminaron por aceptarlo.

Y fueron dos...

Dos más Una: Tres...

Mi padre asumió su compromiso con dignidad. Se llevó a su joven mujer a la casa de sus padres. Allí, por causa de la estrechez de la vivienda, dos de mis tías tuvieron la necesidad de cambiar de aposento, cargando con sus colchas y almohadas, todas las noches, para disfrutar del sueño reparador en aquel frío y duro piso de la sala.

Pero no fue por mucho tiempo. Él demostró que además de silbar, sabía usar el hacha y el martillo. Limpió un cuadro de terreno más arriba, y poco a poco fue levantando su propio hogar, construido de madera y con cana por tejado.

Para ese tiempo, se operó la metamorfosis: el capullo que mi padre había seducido junto al cafeto, se había convertido, por obra y gracia del amor, en una flor de cuerpo entero. Sus formas, duras como el mármol, parecían flotar bajo sus largos cabellos cuando jugaba o corría con gracia juvenil por aquel bosque. Con dos hileras de blancos dientes, coronadas por sus ojos grandes, claros, desorbitados en cada acontecer, le daban la expresión de un ángel sorprendido.

En cinco meses más comenzó a perder la esbeltez de su hermoso cuerpo. Su busto se agrandó y comenzaron a crecerle las caderas. Justo cuando empezaron las lluvias de noviembre, la llevaron a dar a luz al hospital de Dajabón.

La nota la dio mi padre en la ocasión, pues se negaba a creer que esa criatura tan blanca como la leche, salpicada de lunares por todas partes, fuera el producto de aquel parto. Me bautizaron como Marisabel Díaz del Junco y desde entonces yo adquirí el título poco común de: "la ranita más fea de la frontera".

En lo que se refiere a mi papá, fue tan solo cuestión de la primera impresión. Con los días y los años, me convirtieron los dos, en el tesoro más preciado y mimado del universo.

Y fuimos tres...

Tres Más uno: Dos...

Crecí entre los brazos tiernos de una adolescente bella y amorosa. Más que una hija, era yo un juguete. La diversión, el juego y los retozos marcaron los primeros años de mi vida. Ellos estaban hechizados por el amor y yo completaba la dicha.

-Mi ranita linda. Mi bella pecosita -me decía mi padre sosteniéndome cuando estaba acostado en la cama, boca arriba, meciéndome como si fuera potranca, cabalgando sobre su cuerpo. Solo se ausentaba para ir al conuco o al corral. Y recuerdo que cuando cumplí los tres años, se apareció de sorpresa a la casa con un ruidoso aparato que me hizo meter, corriendo despavorida, debajo de la cama. Pude saber más tarde que se trataba de una motocicleta. Después nos hicimos amigas y le tomé mucho cariño a aquel artefacto mecánico, tanto, que me resistía a quedarme en la casa cuando él salía. Me entraba un verdadero estado de desesperación. Aferrada fuertemente a la falda de mi madre, lloraba con tal fuerza, que en algunas ocasiones alarmaba a todos los vecinos del lugar.

Yo estaba creciendo y me sentía atraída por todos los animales: las lechuzas, el guaraguao, los ruiseñores y los escarabajos. Escarbaba la tierra buscando arañas y cacatas y deambulaba por los montes en busca de huevos dejados al azar en los nidos campestres del bosque montaraz. Me asustaban los lagartos y las culebras.

Estos reconocimientos míos tenían muy preocupados a mis padres. Tan solo se descuidaban un momento y ya andaba yo camino de los cerros baldíos y silvestres o entre el cafetal. Conocía una por una, las casas del entorno.

Siempre oía comentar a papa que era necesario tener un varón, porque si yo seguía creciendo sola, entre motores, vacas, pollos y juegos de dominó, mi iba a volver marimacho.

Y no pasó mucho tiempo. Una noche, después de irme a la cama, escuché cuando mi mamá le daba la noticia.

-¿Estás completamente segura?

-Yo creo que si -y se enfrascaron en una alegre algarabía de la cual, antes de quedarme dormida solo retuve la frase: "tiene que ser varón"

A los nueve meses, nació mi hermanito. Fue un varón, como ellos lo querían. Y desde que trajeron a la casa aquel chiquillo de ojos negros, grandes y profundos, tan diferentes a los míos, supe que mi felicidad estaba seriamente amenazada.

Todos los ojos de la familia se posaban sobre él. Expresaban su admiración por la belleza de aquel niño... y lo hacían delante de mí. Como si yo no existiera, como si no les importara. Todo lo que había sido la entrega absoluta, la atención esmerada, de súbito se trocaba en abandono. Yo me sentía marginada, relegada, olvidada. Y a mi tierna edad de cuatro años, asomaron los primeros vestigios de unos celos espantosos de aquella criatura indefensa que había llegado para robarme el cariño. Oía pacientemente lo que le decían. Veía cuando le acariciaban. Sentía una atmosfera asfixiante que me desarmaba. Incluso llegué a pensar en la forma de deshacerme de él. No sabía cómo, pero sentía por dentro una voz, que me impulsaba.

Una noche, que no olvidaré jamás, después de irnos a la cama y que todos menos yo dormían, me levanté sin hacer el menor ruido, tomé mi almohada y comencé a caminar en dirección a mi rival. Desde que nació, como medida de precaución, dejaban en las noches, encendido un farol de keroseno. Cuando llegué junto a la cuna, Sandro, que así le habían bautizado, tenía los ojos completamente abiertos y me sonreía. Fue como un deslumbramiento y no pude resistir la emoción. Yo tenía otras intenciones, Pero tan solo atiné a pegar un grito descomunal que terminó despertando a todos en la casa, que llegaron al lugar, sobresaltados.

Aquel acontecimiento cambió para siempre mi actitud hacia el pequeño. Comencé a descubrir la suavidad de su piel. Los pliegues rosados de su cuerpo rollizo y su carita de ángel que siempre sonreía. No recuerdo haberle visto llorar alguna vez. Aun en los momentos cuando sentía hambre, se limitaba a hacer grotescas contorsiones como un payaso y movía sus piernitas y sus brazos al aire, como pidiendo auxilio, pero nunca lloraba. Entonces yo me hice cargo. Lo tomaba en mis brazos y lo llevaba a mi madre para amamantarlo. Después me lo llevaba en mis viajes de exploraciones. Lo colocaba boca abajo en el suelo e iniciaba mi tarea de identificar insectos. Varias veces recibí la reprimenda de mi madre.

-Marisabel... Por Dios... ¿Vas a dejar que al niño se lo coman las hormigas?

Yo me pasaba mucho tiempo ensimismada, mirando a Sandro, mi hermanito. Él crecía con la misma rapidez con la que crecen los bambúes en el río. En poco tiempo caminaba sin ayuda y su pelo, negro, brillante como las noches de plenilunio, se había ensortijado, formando grandes bucles. Y en los dos creció el amor de forma inconmensurable. Y éramos dos: Marisabel para Sandro, Sandro para Marisabel.

Cuando dejó la cuna y le trajeron una cama como la mía, nunca la usó. Prefería dormir acurrucado a mi cuerpo. Yo le adiestré en el secreto de los insectos y él me enseñó a matar gallinas. Y nos bañábamos desnudos en el río Manatí, hasta el día en que él descubrió que mis pechos se agrandaban y en un lugar muy cerca de mi vientre, mi pubis estaba emplumando. Era núbil, aunque no había cumplido los trece años. El se quedaba mirándolos y alguna vez quiso tocarlos, pero no lo dejé. Salí corriendo por el bosque, perseguida por un curioso fauno, que no me atrapó. Desde ese día, cuando íbamos al río, me vestía con mi traje de baño.

Dos Menos Uno: Tres...

Pasaron catorce años de aquella vida natural y sencilla, placentera y silvestre, viviendo entre juncos y espigas: entre lagartos, abejas y alacranes, hasta que llegó la hora de separarnos.

Mi madre consiguió una beca para niñas campesinas en un colegio de la capital. No hubo forma de eludirla. Era la mejor oportunidad para lograr echar un pie hacia el porvenir con que todos soñamos. De otra manera no podrían pagar mis estudios.

¿Qué decir de aquella despedida? La Madre Superiora tuvo que esforzarse para poder desprenderme de la falda de mi madre; y pasaron más de treinta días de llanto inconsolable que mojaban el vestido de mi uniforme verde, recién estrenado y empapaban la cama por las noches.

-¡Déjala! Serán los primeros días y después se le pasará -había dicho la monja encargada de los dormitorios.

Y efectivamente, a pesar de que no dejaba de pensar en ellos, me fui adaptando a la nueva situación, y dejé de llorar. Me conformaba con la visita que cada tres meses me hacían mi madre y Sandro. El había tratado de quedarse alguna vez, pero la monja lo disuadió:

-Este colegio es solo para niñas, no puedes quedarte -él bajó la cabeza como derrotado, pero lo entendió.

Tres largos años pasaron y yo seguía estudiando, absorbiendo como esponja todos los conocimientos del común saber y de las tareas hogareñas. Era casi bachiller. Y siempre pensando volver a mi lar, a la frontera, a mi casa, a mi Sandro. De verdad, éramos dos.

Esa tarde yo estaba en el taller de costura, cuando llegó la noticia, Nadie se atrevía a decírmelo directamente y me fueron preparando poco a poco. La Madre Superiora me abordó al atardecer.

-Marisabel, tu hermano tuvo un accidente. Se resbaló jugando en el río.

Yo me quedé de tal modo petrificada, que la monja se asustó. Sentí cómo toda la sangre se me agolpó en la cabeza, Después me puse lívida y me desmayé. Me cuentan que casi toda la noche la pasó el médico en la cabecera y yo, balbuceando palabras inconexas.

Al día siguiente, cuando pude recuperarme, ya todo estaba listo para ir a mi casa, acompañada de Sor Catalina.

Fue el viaje más largo de mi vida, Llegamos pasadas las tres de la tarde y ya Sandro estaba en el ataúd, rodeado de velas encendidas, entre lágrimas y rezos. No sé cómo pude yo soportar la tragedia, pero no lloré.

Y de nuevo fuimos tres.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03