La cremería

Patricia Severín

Catalino Sureda, según como se levantara, caminaba para un lado o para el otro.

Vivía justo en la curva doble. Allí donde el camino espiralea en ese.

Unos cuantos pollos, una decena de patos, tres o cuatro lecheras y un sulky para ir a comprar la provista, era todo lo que había ahorrado en la vida. "Lo otro se lo llevó el vino", refunfuñaba su mujer.

A la curva de don Sureda, la llaman La Cremería. En los tiempos de Frondizzi, cuando se hicieron los últimos planes de recuperación del campo, Tolosa, el que vive en La Magdalena, se animó a poner una fábrica: sacaban crema y hacían quesos para vender en la ciudad cercana.

Ahora, los vidrios están rotos, las puertas sacadas de cuajo, el techo amenaza levantarse con cada tormenta y ya no hay ningún tambo por la zona.

Allí vivía Catalino Sureda. Y su mujer. Ella llevaba contabilizado en una libreta de almacenero, chiquita y sucia, todos los días que no se hablaban. Cada mañana, lo primero que hacía al levantarse, era abrir la libreta, poner la fecha y luego una cruz. Así día tras día, ya llevaba contados más de veinticinco años. Fue a raíz de la partida del último hijo. Se quedaron solos. Ella tenía las manos cuarteadas de hacer el tambo, mañana y tarde, desde que se juntaron. El hijo no se fue por el tambo. No quiso seguir viendo como volvía maltrecho, de uno u otro lado, don Sureda. Para el este a media legua, le quedaba el boliche. Camoatí, a dos. Allí se dirigía las tardes de verano: esas que son largas y entran en la noche, inacabables.

Cada estación sin importar heladas o el sol de norte, lo encontraba caminando. "El vino le reventó en la cabeza", le comentaba su mujer a los pollos cuando él salía con el bastón.

Andaba con dificultad y con un sombrero se espantaba las moscas.

Iba a buscar su vino todos los días.

A veces, el encargado de Paraje el 11 lo levantaba de la banquina; Catalino Sureda era un bulto oscuro rodeado por el viento.

Tendría unos catorce cuando comenzó a changuear por el pago. Después, de peón en La Cremería. Buscaba las lecheras a la madrugada y sólo paraba al atardecer cuando el camión recogía el sobrante de leche. Lo demás lo elaboraban.

-Quiero adelantar para levantar el rancho- lo escuchaba Tolosa cada vez que iba por la paga- juntarme con mi Negra y tener por lo menos una yunta

Había venido de lejos: algunos pensaban que del norte, pero él aseguraba que de la provincia de Córdoba.

Cuando el vino lo tomaba, contaba una historia deshilachada a la que nadie prestaba atención: Mi padre usaba el látigo para los quince. Mamá se escondía con los más chicos debajo de la mesa. Los demás la tapábamos; hacíamos una rueda alrededor. Cuando el látigo me hizo esto, me fui. Se corría el pelo hacia un costado y mostraba una cicatriz larga y abultada que seguía por el cuello. Qué habrá sido de ellos, balbuceaba. Luego perdía los ojos a través de la ventana y no decía una palabra más aunque se le siguiera la conversación.

Levantó una pieza y trajo a la novia del pueblo. La habitación, el fogón a leña y el excusado, cambiarían pronto. No hay nadie mejor que mi Negra, decía. Los fines de semana le ayudaba con las paredes y pronto el baño ya estuvo adentro. Ella también hacía el tambo, preñada, o con el crío a cuestas. Con el segundo, ya tenían cocina y heladera a kerosene. No quiero más chancletas, cuando tenga el varón, vos en la casa y él me ayudará en el tambo Y hablaba todo el tiempo del que iba a nacer.

Pero el tercero nació muerto.

La culpa es de las heladas y de ésta que porfía maniando las vacas.

La dejó en el hospital y se fue al boliche.

Allí empezó.

Cualquier excusa era buena para llegar al bar.

Ni siquiera el ataque en la mitad de la vida, lo frenó a don Catalino.

Después vino otro varón, pero ya no le importaba y sólo hablaba del muertito.

Hacia los ochenta, Tolosa liquidó el tambo. No se puede trabajar, vendo las vacas, la ordeñadora, el tractor, le dijo, a vos te dejo unas lecheras y el sitio si querés quedarte. Por lo que vale a quién se lo voy a ofrecer. Además no puedo indemnizarte. Te lo cambio por lo que te debo.

Se quedaron en La Cremería. Después de todo ya no había ese olor nauseabundo ni tantas moscas dando vueltas. Siguió ordeñando y se le ocurrió criar pollos, pavos y lechones y cazar algunas nutrias para ir tirando. Vendería en Camoatí y si tenía un poco de suerte también en La Magdalena; pero bromatología le cerró el emprendimiento pues dijo que no reunía las condiciones de higiene. Les dejó una pila de formularios, una multa de quinientos pesos y la citación para el descargo a los tres días, en la capital de la provincia.

Catalino Sureda, miró hacia el este y se caminó la legua

La casa se le fue apocando y los hijos partieron a la ciudad cercana. El varón se hizo remisero y las mujeres se emplearon como doméstica una y de cocinera en la escuela N 64, la otra.

La inundación barrió con lo poco que había en la casa. Ella se empecinaba con los pollos, hacía la quinta y llevaba la leche y huevos a vender al pueblo. Se acostumbró a renegar con los bichos y a hablar con ellos. Cuando aún increpaba a los hijos, lo hacía como si hablara con Sureda; pero a él no lo miraba. Luego ellos partieron y no le dirigió más la palabra.

Don Catalino siguió yendo mañana y tarde hacia uno u otro lado. Por las noches quedaba en la banquina.

Cuando pasaba el encargado de Paraje el 11, lo devolvía a su mujer. La Negra miraba seria, gruñía y salía a insultar a los perros.

No tiene mala bebida, decían los vecinos, sólo chupa y recuerda.

El ataque le dio una madrugada. Ella reparó después de un grito. Parecía muerto, pero abría un ojo y murmuraba bajito unas palabras que no podía entender. Creyó que era el fin. Se equivocó. Los médicos le dijeron que ya no iba más, pero se recuperó pronto. Los hijos le trajeron una silla de ruedas, lo llevaron a La Magdalena para masajes y ejercicios. Le dará otro ataque, ni hay que gastarse, Sureda siempre contraría, chillaba porfiada.

Volvió con su bastón y la promesa de cuidarse. Despacio y erguido, rumbeó al este. Y cuando las fuerzas lo ayudaron, hizo la legua hacia Camoatí.

Tampoco pensaron que moriría en su cama y que una noche cerrada llamaría a su mujer, bien en sus cabales.

El viento golpeaba las celosías con furia y azotaba las tipas en cada ráfaga. Se acomodó a medias en el catre y le pidió que le pasara más cobijas. Ella, de pie, lo miraba desde la puerta. Dijo Hace tanto frío. Y empezó a hablar: de su padre, del látigo, de sus hermanos, de cómo se le achicaba el corazón pensando en su madre y de cuánto había llorado a escondidas la partida de los hijos, que la había querido, a ella, que la había querido siempre y desde el principio y tanto, perdón le pidió, que lo perdonase.

Ella seguía parada y se recostó contra la pared.

Después, que por favor le dijese siquiera una palabra para no irse sin escuchar su voz.

Lo miró.

Por favor, murmuró.

La mujer no se movió de su sitio.


Otro cuento de: Valle y Montaña    Otro cuento de: Cabañas  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Patricia Severín    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03