Blava (azulada)

El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
Fernando Pessoa

El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
Fernando Pessoa

Patricia Suárez

Rosa le avisó que el Viejo había muerto; cuando lo encontraron estaba tirado de bruces junto al hornillo, se había roto la crisma quién sabe cuánto tiempo atrás, explicó, una semana o quince días tal vez, ahora había un médico forense encargado de averiguar éso, más por amor a la ciencia que por el Viejo; a ella la habían llamado del pueblo e inmediatamente el bebé de ocho meses en su barriga se revolvió y dio una vuelta completa y ella tuvo que apoyarse contra la pared para oír la noticia por entero y no caerse de espaldas. La casa estaba sellada, le dijeron, nadie había tocado nada del interior, y Rosa se había comprometido a telefonear a sus hermanos, a ella (Llúcia), y al Oso (llamó a Eladi "el Oso" como cuando eran niñas); pero eran ellas dos, la conminó, las mujeres, las que debían marchar a la casa inmediatamente, e inmediatamente significaba, sobre todo, antes de enterar a Eladi (dado que era de una mezquindad proverbial y nada repartiría con ellas), y rebuscar la hucha o la bolsa adonde el Viejo venía metiendo los ahorros más o menos desde que enviudó o bien desde que el mundo era mundo, las pesetas o el oro debían estar entre los enseres y en lo que pudiera haber de hueco en las paredes, porque el Viejo era muy capaz de haberlo tapiado, nada más que para dejarlos a ellos tres rabiando y echando espuma por la boca: nunca los había querido.

Ante su silencio Rosa acabó por preguntarle: ¿Qué? ¿Te condueles?, y luego: ¿Qué, Llúcia? ¿Te alegras?

Cogieron el autocar de las ocho, las campanas del Ayuntamiento estaban sonando cuando subieron: con un poco de suerte para el camino llegarían a Barcelona pasada la medianoche y luego rentarían un coche para llegarse hasta Sant Celoni o directamente hasta Arbúcies. Si mal no recordaba Rosa, había en el pueblo dos hostales: uno muy bonito, y el otro para pasajeros como ellas, de una sola noche y por una sola cosa: podrían dormir allí muy tranquilamente. Rosa prefirió el asiento del lado de la ventanilla, para ver paisaje y distraerse, pero luego se arrepintió y lo cambió a su hermana; el niño, explicó, la tenía a mal traer y había estado enferma todo el embarazo: sólo por acabar con las indisposiciones habría deseado ella parir de una buena vez, lástima que tuviera tanto miedo del parto. Llegada la víspera del parto, daría las nueve vueltas en torno a la Virgen de la Cadira, tal como se estilaba y como, según ella sabía, las había dado la madre. Afuera, el sol se había metido hacía apenas una media hora, y ambas hermanas lamentaron entonces que no podrían ver la transición que hacía el paisaje: la brillantez de Valencia, extendiéndose quizá hasta el Ebro o hasta Peñíscola, y luego el verde, ese verde que ambas denominaban catalán. Entonces vendrían los chopos agrupados como milicianos dirigiéndose a una juerga, o como bandidos enfilados para asaltar el Banco, uno tras otro, uno tras otro, sin pausa ni cuento... Rosa la interrumpió y dijo, sin dejar de masajearse la barriga en redondo en el sentido contrario a las agujas del reloj, para que si el bebé era niño se arrepintiera y naciera niña: estaban las piedras también, ¿recuerdas las piedras, Llúcia? Fuera, habían salido cuatro estrellas, como cuatro velas, y titilaban. El anillo de bodas de nuestra madre y su dije de esmeralda y la cadena...

El Viejo adornó a la madre con la esmeralda el día de la boda; la madre tenía un cuello muy largo y blanco, de garza, y la piedra colgaba en el inicio entre los dos pechos y se balanceaba allí, le hacía tomar a la madre un poco el aire de un reloj de péndulo que bate la hora, balanceándose siempre entre dos causas: la soledad o la compañía y el Viejo o los hijos. El anillo se lo colocó el Viejo en el servicio religioso: los dedos de la madre eran delicados y muy finos: se le habían estrechado así, decía ella, de tanto bordar con bolillo. Dentro del anillo había una inscripción con sus nombres ligados: Ambrós y Socors, la letra ese del final del nombre del Viejo era la misma que daba inicio al nombre de la madre; a ella, a Llúcia, este escrito le pareció casi una aberración. Rosa, en cambio, chupó y mordió el anillo, que le supo a oro y dijo por lo bajo que no era capaz de creer que ese Viejo ridículo y mezquino fuera a regalar algo costoso y bueno. Los hijos mayores no le perdonaban a la madre su deseo de volver a casarse: aun estaba caliente el padre en su tumba, tanto que parecía que lo habían enterrado vivo, decía Rosa no sin cierta afición por lo macabro. No soportaban tampoco la mudanza, pasar de Mataró a la casa en las lindes de Arbúcies era para ellos como beber un vino hecho con alacranes exprimidos. El Viejo había regalado para la boda también a la madre unos zapatos de ante (aunque ella clamaba feliz que era como calzar pétalos de rosa), con hebillas doradas, cuyos tacones crujían al andar y daban la sensación de que ella caminaba de un lado a otro aplastando serpientes y demás alimañas. Las mataba, por así decir, y luego se las servía en un caldo a los hijos. El Viejo explicaba que si no fuera por la clase de besos insensatos que la madre le daba, no hubiera sido necesario hacer el viaje de novios en los vagones-dormitorio y gastar tanto dinero, y Eladi para sus adentros deseaba que le tocara al Viejo la litera superior, así, al revolverse en el sueño caía y se partía el pescuezo: no sospechaba el inocente Eladi que la madre y el Viejo podrían dormirse abrazados toda la noche, esta clase de cosas sólo comenzó a pasar por su mente cuando los compañeros del colegio pintaban dibujos obscenos en las paredes, de mujeres con las piernas muy abiertas y un cartel encima de mayúsculas mal entrazadas: "la viuda Parrufat mil veces casada", "la viuda alegre" o bien "la madre de Eladi Parrufat". Cuando regresaron del viaje de novios, la madre trajo en recuerdo unos cuantos presentes para todos, presentes que fueron inmediatamente a parar a la letrina, como signo de desprecio. El Viejo llamó aparte a Llúcia esa vez, era de noche y le entregó un regalo que había comprado, así dijo, especialmente pensando en ella: un abanico de encaje negro para uso de niñas como ella, de siete años. Estaban bajo los chopos, y ella miraba hacia el lado donde el día anterior había visto andar a unas perdices y de las que esperaba hacerse amiga, mientras el Viejo la miraba clavando en ella sus ojos de duende, un poco verdes y un poco amarillentos. Ella agradeció en silencio -ella un poco lo temía- y él mostró cómo en la varilla de ébano había hecho grabar su nombre y el del Viejo unidos ambos por la letra a; luego el Viejo le pidió que se abanicara, como haría una muchacha grande, muy maja, de esas que se enredan el cabello en una sola trenza larga, muy larga y muy negra. Los días en la casa se trasuntaban en cuidar de las ovejas, de la cerda y en vigilar unos modestos viñedos que al cabo de un tiempo se empestaron de mildiu y hubo que ponerles fuego. El Viejo había tratado por todos los medios que los niños no se encariñaran con los animales, pero el Eladi le había tomado afecto a los cochinillos y cuando llegó el veraz momento de venderlos o degollarlos la casa se volvió una guerra constante. El niño enflaquecía a ojos vista, y se deshacía en sollozos durante la noche; la madre envuelta en una bata de falsa seda acudía al cuarto para consolarlo y para preguntarle por qué se obstinaba en malograrle el matrimonio y le quitaba a sus noches el sueño; a lo que Eladi -ya entonces tan crecido a pesar de sus diez años que habían comenzado a llamarlo el Oso- le respondió que era ella la que le quitaba el sueño al hijo, con todos los ruidos y las indecencias que ocurrían durante la noche en el cuarto con el Viejo, que parecía que la estuvieran matando. La madre, con pesadumbre o sin ella, con vergüenza o sin ella, envió al niño a un internado en Madrid, a un colegio de curas comprensivos que aconsejó y pagó el Viejo, dado que la madre había abandonado toda religión desde la muerte de su primer marido, y quizá por eso se había venido un poco como una diablesa. El Oso volvía entonces a la casa una vez por año, para las Navidades, ceniciento y ahusado, como consumido por un solo pensamiento o alimentado exclusivamente con madroños; renegaba del catalán y ya no hablaba una sola palabra en la lengua materna, igual que si hubiera sufrido una operación en algún lóbulo del cerebro; durante la cena de Nochebuena jamás probaba sidra ni vino, como si hubiera sido un hombre santo, luego se marchaba sin decir adiós (adeu) y ni siquiera para las vacaciones daba señales de su existencia, sino que pasaba los julios en la finca que un señorito rico tenía en el sur, un muchachito sevillano con quien había entrado en amistades. Hubo que obligar al Oso a asistir al entierro de la madre, cuando ella falleció cuatro años después, fregando los retoños de una nueva viña con un fermento y le falló el corazón. Compró el Viejo ropas negras para luto riguroso de las niñas (los vestidos, los zapatos, la chaqueta, las medias, las enaguas y los visos), de modo que en los veranos siguientes las niñas tenían prácticamente la piel entintada de tanto vestir ropa negra. Él mismo usó brazalete de duelo el resto de sus días, a tal punto que parecía formar parte ya de su propio cuerpo, un miembro más o una señal, como la mancha en forma de haba que tenía en la mejilla derecha o la cicatriz que le atravesaba la muñeca izquierda y que era para Llúcia el signo de un misterio, de una oscuridad en el lejano pasado del Viejo. Él enterró a la madre con sus joyas, o al menos eso anunció que haría y así la velaron, la madre engalanada como aquel día de sus segundas nupcias; pero antes de clavar el ataúd pidió él unos segundos para quedarse a solas con la muerta a fin de despedirse y entonces fue, según Rosa, cuando él sustrajo las joyas de la madre para guardarlas en el arcón de su avaricia, un arcón donde toda rendija estaba cubierta con trapo, para que por allí no pudiera jamás colarse una sola gota de misericordia...

...el anillo y el dije con la esmeralda y la cadena...

De a ratos, acercándose a Castellón, veían retazos de mar; era un mar cuyas aguas se veían la mayoría de las veces, verde; al refrescar, azuladas, y de cuando en cuando, violáceas. Ahora, sin embargo, estaban negras. Una luna llena como el rostro de un niño o mejor aún, como el rostro de un muerto esperando a reencarnar en un niño, daba de lleno sobre el campo, iluminando el vellón de algunas ovejas solitarias que vaya uno a saber por qué andaban a esas horas pastando como unas huérfanas. Rosa le preguntó: ¿Dormirás?, y ella negó; entonces aprovechó la ocasión para consultarle qué creía Llúcia que iría a parir ella dado que en las pruebas que le habían hecho el bebé aparecía con el cordón umbilical entre las piernas, de manera que no podía verse el sexo, si era niño o niña, y esta era una duda que de verdad la preocupaba. Le habían dicho que para hacer una niña debía hacer el amor repetidas veces cada noche, entonces los espermatozoides se debilitaban y únicamente podían fecundar niñas y no varones; también, que no probara alubias rojas si quería parir hembras: se trataban ambas, a todas luces, de unas supercherías cualesquiera. Llúcia se sintió tentada de repetirle aquellas palabras -para ella misteriosas- que una vez le escuchara al Viejo: Tú, Rosa, parirás potrillos, pero calló. Me gustaría, continuó Rosa, que fuera niña y que tuviera tus ojos, pero que fuera más habladora que tú, (¿había hecho Rosa este viaje con ella con la esperanza de hablarle sobre algo? ¿o es que era ella demasiado silenciosa? A veces, pasaba por trances en que no podía pronunciar una palabra, la lengua se le pegaba al paladar, y otras veces, en cambio, estos silencios la tomaban de súbito, como si un rayo la atravesara, y ella dejaba caer en ese instante lo que tenía en las manos, tal como le había sucedido cuando la Rosa le avisó de la muerte del Viejo, que las pelucas que en aquel momento estaba peinando se le cayeron de las manos y quedaron en los suelos, esparcidas como medusas que un mar rabioso arrojara a la playa; a pesar de su silencio, ella también había deseado viajar en autocar junto a la hermana mayor; eran dos cosas las que así se saboreaban: la cercanía de Rosa y la de la tierra). Llúcia tuvo ganas de decirle: Venga, Rosa: te sostendré la mano sobre el vientre hasta que empiece a dar patadas; pero tal intimidad con su hermana la incomodaba, de manera que sólo por el placer de provocarla murmuró: Yo apuesto a que será niño, ¿por qué no quieres un niño, Rosa? Darías gusto a tu marido. Tal vez los bebés cuando nacen no saben nada, pero traen tres señales inconfundibles, solía decir el Viejo: nacen llorando, porque saben que vienen a una vivienda adonde siempre han de vivir con pesar y dolor; nacen temblando, puesto que saben que vienen a morada adonde han de vivir siempre entre temores y espantos; y nacen con las manos cerradas, queriendo significar que vienen a sitio adonde han de vivir siempre codiciando más de lo que se pueda tener, y que nunca se podrá tener allí ningún abasto acabado. ¡Un niño, un niño!, gimió la otra, qué desgracia. El marido estaba más celoso de ella desde que estaba en estado que si hubiera tenido uno o media docena de amantes zumbándole atrás. ¿Además conocía Llúcia un solo bebé varón que fuera agradable y no estuviera marcado por la locura? Si hasta el Niño Jesús era un bebé loco, ¿o qué se creía ella? ¿que era un niño cuerdo? Si hubiera sido Jesús un bebé normal, Siméon y Ana nunca hubieran sabido que era el Salvador de Jerusalén, sino que como Jesús tenía encima la marca y los bríos de la locura, sacó de quicio de tal forma a Simeón y a la anciana Ana que acabaron diciendo que ese bebé extrañísimo sería la absoluta salvación o bien la perdición de Israel. Llúcia preguntó: ¿Eso lo has leído en el Evangelio?; a lo que su hermana contestó, masajeándose con más denuedo la barriga: No sé; no estoy muy segura. El autocar se detuvo al cruzar el Ebro; ellas pensaron que había sucedido algún accidente o que la policía los había parado... A los pocos minutos volvió a arrancar, y entonces, tanto Rosa como Llúcia supusieron que el chófer había parado nada más que para admirar la apostura del río, tan semejante a una sirena tendida de espaldas y de quien uno sabe que está viva porque ve sus omóplatos subir y bajar en una respiración tranquila.

De pronto Rosa preguntó: ¿Tú le llamabas "padre"?

...él la llamaba Blava, azulada, porque sus ojos eran azules, la única cosa verdaderamente bonita de su cuerpo, eran del color del lapizlázuli, ése con el que los pintores de antiguo hacían el vestido de la Dolorosa en el momento de descolgar de la cruz al Cristo. Era la única que tenía ojos así en la familia, aparte de su madre; de allí que cuando la Rosa a los diecinueve años, más díscola que nunca, se fue de la casa en un arrebato de ira tras un episodio con el Viejo que ella no pudo descifrar, el Viejo le dijo a Llúcia que él tenía luz mientras ella estuviera en la casa, que ella era su luz, la verdadera: una luz azul, incandescente. Ella quedó sola con el Viejo a la edad de doce años, pero no recordaba haberse aburrido con él en ningún momento; el primer verano que pasaron solos él la enseñó a cazar, usando un viejo rifle belga que tenía, apuntaban a los patos salvajes que cruzaban el Montsenny con aire sombrío y a veces derribaban alguno, luego el perro los iba a buscar, un lebrel hosco y del color de la bruma al que el Viejo había entrenado cuidadosamente para que no mordiera la presa al llevarla al amo: se trataba de un perro harto respetuoso, en eso era semejante a una persona. En el invierno, él inventaba mil juegos misteriosos, y se quedaban hasta muy tarde, obligando a la lámpara a quemar petróleo, ella leyendo una y otra vez los romances del Conde Niño, de la Amiga de Bernal Francés o el de Gerineldo y la Infanta, que era el único libro que había en la casa; el Bernal Francés estampado como el Caballo de Oros de la baraja y su amiga cubierta con un sayo y una mantilla que apenas dejaba ver sus ojos, con una flor en la mano derecha, descansándola sobre un vientre hinchado. Durante esas noches, el Viejo escribía en un cuaderno que ella no podría afirmar si se trataba de un diario íntimo o de un libro de la contabilidad de la casa; se esmeraba, explicaba él, en escribir en una lengua que todos dicen que se muere: luego que pasó aquello de la mula el Viejo quemó el cuaderno y se contentaba durante el apretón del frío del invierno en contemplar la nieve, cuando la había, y en imaginar cómo los copos de nieve iban deslizándose, más allá, en la Fortaleza de Hostalric o en la Torre de Arará: él decía que la nieve no caía sino que se desmayaba. Cuando ella mediaba los quince años, el Viejo sacó del arcón un librillo llamado el Oráculo de los Preguntones, que había pertenecido a un pariente y que les permitió divertirse un tiempo. El juego consistía en hacer alguna de las veinticuatro preguntas que estaban pautadas allí y luego echar un dado de doce puntos: según el número aparecido se calculaba la respuesta. El Viejo solía preguntar: ¿Llegaré yo a ser rico?, y la respuesta siempre caía sobre el mismo punto, como si hubiera realmente algo de cierto en el azar, el siete de Saturno decía: Tu codicia disparata;/ has nacido para pobre,/ y te quedarás en cobre,/ sin llegar jamás a plata. Entonces el Viejo o reía o se lamentaba y ella le hacía coro, porque el Viejo le había dicho que eran muy pobres los dos y que todo el dinero que había en la casa se iba en pagarle al Oso el colegio mayor. Fue entonces que a ella se le ocurrió ayudarlo de alguna manera mejor que privándose de galas y gastos, y comenzó a acudir a los mercadillos vendiendo queso de oveja y conejo enfrascado, montaba ella en una mula azul (blava) que tenía fama de mansa; las mujeres en el mercado la ayudaban luego y la aconsejaban que debía ella buscarse otro sitio adonde vivir que no era de buen ver la casa del Viejo avaro, que la tenía vestida con andrajos negros no se sabía bien si por puro tacaño que era o para entreverle la esplendidez de las carnes; pero ella respondía que se sentía a gusto con él, al fin y al cabo él era su padre (pero ella dentro de la casa lo llamaba Ambrós; él así se lo había pedido), entonces las mujeres la miraban con recelo. No era mucho lo que ganaba con esta tarea pero al tiempo al Viejo dejó de gustarle lo que ella hacía, y le armaba escándalos como los que ella había visto que le hacía a Rosa en su tiempo. De manera que la última vez que ella se dirigió al mercadillo, cuando montó la mula, él la azuzó rabioso con una caña y la mula (la Blava) se paró en dos patas como nunca lo había hecho y como jamás pensaron que pudiera hacerlo y la lanzó de lleno contra unos arbustos. Ella cayó desmayada (como la nieve) y sin sentido, el Viejo sucumbió a la desesperación por unos instantes pero después se puso a reanimarla: la resucitó, decía ella, como Santo Domingo hizo con el joven Napoleón Orsini caído de su caballo. Él la friccionó con alcohol (y con lágrimas), le desabrochó el vestido de medio luto (porque en esto seguía siendo inflexible: luto entero en invierno por la Socors y medio luto en verano) y la llevó a la cama, adonde él mismo se tendió y permaneció junto a ella sin moverse de allí un ápice hasta que ella estuvo repuesta, viva (blava) como él la quería. Le prohibió, alegando el enorme susto que le había dado, que volviera al mercado o a montar, ni siquiera que saliera de la casa o que se asomara a la ventana si él no estaba con ella; ella le gritaba que la había hecho su prisionera y él gemía que ella lo había convertido en su esclavo. ¿Era esta su nueva vida? Acababa de cumplir diecisiete años, ¿era esta la vida que él le daría? El Viejo le había prometido que en cuanto fuera rico o al menos en cuanto tuviera una poca más de pasta, la haría viajar por toda la España: ahora caía ella en la cuenta que él se había referido a que él viajaría junto ella, ¿y en calidad de qué (de blava) lo haría?: ella estaría allí con él más celada que con un moro: se hubiera deshecho en llanto de desespero si en ese instante no la hubiera anulado el silencio. Varias noches después soñó que sus harapos negros eran en realidad vestidos de seda blanca, y que en su cuello destacaba el dije con la esmeralda y la cadena, el anillo en su anular y un hedor como de tierra húmeda alrededor suyo la asediaba... El Viejo, a su lado, se removía dormido: no oyó los pasos de Llúcia cuando se marchó de la casa y ella fue incapaz de despertarlo para decirle adiós (adeu, Ambrós; adeu, pare).

Una vez le había preguntado por qué se había casado siendo ya un hombre viejo, y él le respondió que había sido porque no se está bien en mesa donde no hay por lo menos cuatro personas; pero ella recordó que en el pueblo se decía que el Viejo había vuelto a casar porque necesitaba carne fresca... Y ella trataba ahora de imaginar qué había hecho él después que ella se fue cuatro años atrás: le parecía verlo aun abriendo el Oráculo de los Preguntones, haciendo la pregunta número veintidós bajo el signo Sur: ¿Hallaré lo que he perdido? y luego echando a rodar los dados para escuchar del Destino la respuesta diez de Escorpión: Hijo mío, tururú/ dá tu pérdida al olvido,/ porque está lo que has perdido/ tan perdido como tú.

Me duele el vientre, protestó Rosa, ¿será la hora? El médico dijo... Esperemos que no, contestó Llúcia utilizando una primera persona que, en el caso que la hora fuera cumplida, atañería solo a su hermana. Mira, dijo Rosa, ¡los árboles! ¿Seguirán estando los mismos chopos a la puerta de la casa? Eran bonitos... Eran como seres que habitaban el humo; gráciles, como señoritas envejecidas esperando a que los mozos las inviten a salir, en un baile. Ella se sentaba bajo esa escuálida sombra, a veces leía, a veces parecía que pensaba. Rosa, comenzó, haciendo visibles esfuerzos para hablar, yo no entraré en la casa. Esperaré fuera mientras tú buscas las cosas... las joyas, las piedras y... Yo me quedaré entre los chopos. Rosa se movió en el asiento, incómoda y como sin aire. Vale, Llúcia, que a este paso yo acabaré con un niño en Barcelona... Suspiró con esfuerzo, jadeó: Llúcia: ¿él te tocaba? La hermana cayó en su silencio (blaus silens), aunque algo aullaba, era como un reloj detenido, de esos que nunca dan la hora y sólo sirven de adorno y de pronto, gime la madera, las agujas se yerguen y suena la campana. Oh, a ti también el Viejo te tocaba, afirmó Rosa, luego llevó la mano al centro de la barriga y dolorida sollozó: Ay, Llúcia. Haz que pronto acabe este camino.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03