La deuda

Ramón Helena Campos

Sixto Encarnación caminaba cabizbajo, sumido en profundos pensamientos. Con la mirada parecía preguntarle a sus descalzos pies, sucios y encallecidos: -¿Porqué soy tan desgraciado? ¿Porqué tiene que ocurrirme estas cosas? ¿A mí que no tengo tierras, ni vacas, ni casa, ni nada? ¿Si solo tengo por fortuna cinco hijos hambrientos y una mujer encinta, mal cobijados en un miserable rancho, de una sola habitación, que apenas se mantiene parado?

Iba pensando, pero no iba solo con sus pensamientos. Lo acompañaba, a unos pasos detrás, "carabina al hombro y bayoneta calada", un guardia que lo conducía a la prisión de la Fortaleza, que distaba cerca de un kilómetro del Juzgado.

Recordaba también con claridad, que el día anterior había recibido la citación del Juzgado de Paz de Dajabón para comparecer a la audiencia que tendría efecto al día siguiente, a las 9:00 de la mañana.

El campo donde vivía distaba a unos seis kilómetros de la ciudad. Y él, que no tenía siquiera un burro que lo condujera sobre el lomo, había realizado todo ese trayecto caminando. Desafiando las espinas del oscuro camino, con el estómago vacío y la esperanza de una prórroga.

A pie, hambriento, pero ya sin ninguna esperanza, seguía camino a la prisión.

Sinencio - como le llamaban los amigos- recordaba todo eso.

Y mientras que en su mente se mezclaban tantos pensamientos, su rostro se iba contrayendo. Ya sus ojos no reflejaban la bondad natural que reflejan los ojos de los campesinos.

Su cara daba la impresión de que en su corazón se había albergado, no el odio, sino el asco. La repugnancia de tanta "legalidad", de tanta formalidad y de tan poca justicia.

Recordaba también que su mujer le había aconsejado no ir al tribunal ese día. -Vamono a otro sitio- le había dicho. -Aquí no se puede vivir. No' tamo cayendo mueito y encima de'eto la deuda dei Banco... Tenemo que asei como mi compadre Damián. Ese se laigó bien lejo. Lo citaron y se cansaron de citailo y ya no lo moletan má'.

Pero Sinencio se negó rotundamente. Su compadre era un hombre y él era otro. Él pensaba que la ley debe cumplirse, más, cuando se ha contraído una deuda y no se ha podido pagar.

Ahora, cuando no había remedio, se culpaba de no haberle hecho caso a su mujer. De haber tenido un alto concepto del deber y haber confiado en la justicia.

Estaba consciente además de que Don Fulano y Don Zutano adeudaban cientos de miles de pesos, tenían tierras buenas, ganado y grandes casas en la ciudad. Sin embargo, nunca eran molestados. Y si eran citados alguna vez, ya sabrían ellos arreglar la cosa para el Banco le prorrogara el plazo y se reenviara la causa.

Y no es que él no hubiese pedido eso. Había rogado. Casi implorado de rodillas, en nombre de la miseria y de su mala suerte que le aplazaran su causa, que le prorrogaran el plazo, que le dieran una oportunidad, otros créditos. Que la sequía y los bajos precios le hicieron fracasar la cosecha, que...

Pero el delegado del Banco había dicho que no tenía autorización para eso. Que tampoco tenían ellos la culpa de que la mayor parte de la cosecha se perdiera; de que no lloviera ese año. De que el precio del tabaco bajara tanto, que lo poco que se recolectó se perdiera, esperando un comprador a mejor precio, etcétera, etcétera...

Que al igual que él - Sinencio- le había sucedido a cientos de campesinos. Unos estaban presos y otros habían huido, abandonando el lugar.

Cada vez más los pensamientos lo iban atormentando. Le dolían los pies de caminar. Y le dolían más, cuando tropezaba con alguna piedra o le hincaba una espina de las muchas que se había clavado esa mañana, camino a la ciudad.

También le dolía la cabeza de pensar en su mujer y en sus hijos.

¿Qué comerían hoy, y mañana y pasado mañana y dentro de un mes, si es que aún sobrevivían? ¿Qué iba a ser de ellos, ahora que él no podía ganarse los cincuenta centavos "echando días" de sol a sol, trasplantando arroz en cualquier finca?

¡Si ellos pudieran¼!- pensó. Pero el mayor de los hijos apenas llegaba a los nueve años y su mujer estaba en el octavo mes de embarazo.

Y le dolían a Sinencio tantas cosas, que ya no sabía cuál le dolía más.

-Por aquí- le indicó el sargento de guardia, señalándole la puerta que daba acceso a la Fortaleza, donde se acostumbra a registrar a los reclusos, antes de llevarlos a sus celdas.

¡Quítese la correa y sáquese los bolsillos!- agregó secamente.

La brisa abatió con fuerza el endeble cuerpo de Sinencio. Solo entonces reparó que habían llegado a la Fortaleza militar que se levanta en cerro, en las afueras de la ciudad.

Mecánicamente cumplió lo ordenado. Entregó un raído cinturón que apenas sostenía sus pantalones. Los bolsillos no contenían absolutamente nada. Asentía a todo. Parecía que ya nada le importaba. Lo registraron de pies a cabeza. Guardaron la correa en un viejo armario. Lo hacían siempre como medida de precaución para que no se ahorquen en sus celdas los presos desesperados.

Lo condujeron a la cárcel común, un edificio de mampostería sin pintar, ubicado detrás de la Fortaleza. Allí estaría acompañados de ladrones, asesinos y toda clase de delincuentes. Sobre todo de haitianos que habían cruzado la frontera sin documentos y la mayoría acusado de contrabando de armas y de ron.

Pero él no reparaba en nada. Ya todo le parecía igual. Fue a sentarse a un rincón de aquella estrecha y atestada celda y aún oía su propia voz implorando clemencia al delegado del Banco.

"El Juez decía que esa era una ley de fomento que tenía un carácter especial, en la que el Banco tenía la última palabra. Como funcionario judicial, él no podía hacer otra cosa que aplicar la ley".

"El gerente de la Sucursal diría que son órdenes superiores".

"El Consejo de Administración afirmaría que el Banco tiene mucho dinero en la calle. Que de alguna forma debe recuperarse para poder seguir prestando y colaborando al fomento y desarrollo de la agropecuaria nacional. Por eso habían ordenado esas medidas, igual para todos"

"El Gobierno hubiera dicho que la Ley es La Ley para todos" y nada más.

En todo eso pensaba, y su rostro seguía contrayéndose hasta quedar convertido en una masa amorfa, sin expresión definida, arrugada.

Un fuerte relámpago lo sacó de sus cavilaciones. En realidad eran ahora las cinco de la tarde, habían llamado a cenar y estaba lloviendo a cántaros.

Ahora llovía. El agua que debió caer cuando preparaba sus tierras caía ahora. Y con qué fuerza.

No había comido. Tampoco quiso cenar. Le atormentaba saber que los suyos estarían hambrientos a esa hora... y más tarde.

La celda se había oscurecido. El cielo seguía muy nublado y en medio, aquella lluvia torrencial. Sinencio hablaba a solas en forma extraña y casi imperceptible. Parecía delirar. Los demás reclusos le miraban con curiosidad y asombro, aunque él no lo notaba en absoluto.

Calló de repente. Se recostó en aquel frío piso de concreto y poco a poco se fue quedando dormido.

Sixto Encarnación Belliard había decidido que tenía que dormir. Que necesitaba dormir para descansar. Que tenía que reponer energías, porque las necesitaría mañana, para pensar de nuevo...


Otro cuento de: Cárcel    Otro cuento de: Tribunales  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Ramón Helena Campos    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Ago/00