La Mañana
Hugo G. Kolunga
El que habló, Mario, era bastante alto, fornido y no tendría más de veinticinco años. Vestía una campera de cuero, jeans y borceguíes. Todo haciendo juego con el color de sus ojos y de su larga melena de cabellos lacios y negros como el betún. El otro, más o menos de la misma edad, apenas si le llegaba al hombro y, de acuerdo a la opinión de alguna persona de clase media aburguesada, tenía más pinta de viyero. Tal vez por su apariencia sucia, o por su tez oscura, o porque le faltaba el ojo izquierdo, o porque tenía en compota el derecho o, seguramente, por la suma de todo esto.
Del otro lado del mostrador, Don Iván, que estaba haciendo cuantas y renegaba con la parva de impuestos que debía pagar, lo escudriñó por sobre el marco de sus lentes con un dejo de desconfianza.
Mientras los dos amigos disfrutaban la Quilmes, que estaba bien helada (lo que la hacía mucho más sabrosa), y fumaban 'carioca' el último Derby del Tuerto, vieron aparecer raudamente un patrullero.
Tal cual. Luego de haber insultado y echado de su negocio al Tuerto acusándolo de ladrón, que sólo había entrado a pedir algo para comer, "si le sobra, don", el carnicero llamó a la policía. Este era un facho para quien todos los negros eran chorros y todos los pelilargos, drogadictos (aunque él nunca se dormía sin antes haber tomado un Lexotanil). Así que no dudó un instante en discar el número de la comisaría.
Los dos policías que venían en el patrullero, tras una brusca frenada, descendieron del mismo a lo SWAT y obligaron a los jóvenes a tirarse boca abajo como si se tratase de dos criminales peligrosísimos. Mario se había olvidado los documentos y el Tuerto los tenía, pero en un estado peor que deteriorado. En realidad, le habría convenido decir que no los tenía para evitarse la bolaceada por parte de los canas. Seguidamente los esposaron y uno de los vigilantes rompió el envase de cerveza (que aún estaba por la mitad) de una certera patada. Don Iván salió presuroso de su almacén e increpó duramente a los policías diciendo a los gritos pelados que todos los canas eran una mierda y que mejor le pagasen el envase que acababan de romper porque tarde o temprano (y esto lo dijo con asombrosa seguridad) los iba a cagar, que ya encontraría alguna forma. Estos, sabedores de que el viejo ucraniano, a diferencia del carnicero, jamás colaboraba con la cooperadora policial, no le hicieron caso, subieron a los jóvenes al patrullero dándoles, además de un culatazo atrás de la oreja al Tuerto que había amagado a resistirse, sendos puntapiés y se marcharon.
Dentro de un par de horas aclaro todo, había dicho Kati Ludueña. Sin embargo, en aquella soleada mañana, dos días después de lo narrado anteriormente, se encontraba en un estudio de televisión contando en vivo y para todo el país que el veinticuatro de diciembre a las doce menos cuarto del mediodía había visto a su hijo, arriba de un patrullero, por última vez, que aún no había aparecido y que en la comisaría nadie le dio una explicación. La policía negaba todo, estaban seguros de que sus argumentos prevalecerían por sobre los de esa mujer con antecedentes de prostitución.
Lo que todos ignoraban era que durante la tarde, en ese mismo estudio, se presentaría don Iván con un video filmado desde la terraza de su negocio por su nieto Hernán de tan sólo diez años. En la película podía verse claramente cómo Mario y el Tuerto eran violentamente subidos a un patrullero.
Hernán vería al fin cumplirse su sueño de convertirse en un auténtico cazador de noticias, y el conductor del programa se regocijaría morbosamente al conocer las cifras de rating alcanzadas con esa historia.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00