El Castigo

Hugo G. Kolunga

Finalmente regresó. La ciudad estaba a oscuras y hacía demasiado frío. Horacio se levantó el cuello del abrigo que acababa de conseguirse y tiritó sin poder controlarlo.

"Claro", se dijo, "vengo de otro clima. Esto ya no es para mí."

Se detuvo frente a la puerta de su casa, antes de llamar recordó todos los momentos felices vividos junto a la mujer que venía a ver. Golpeó un par de veces y la puerta se abrió desde el interior dejando ver la silueta de su esposa.

Cuando ya se le hacía imposible evitar el llanto, se levantó y corrió a su cuarto. No podía seguir tolerando esa forma de vivir. Ella lo había amado, lo seguía amando, pero perdonar nunca había sido su costumbre. Sin embargo, a él lo había perdonado demasiadas veces. Al fin tomó una decisión.

El seguía a la mesa cuando escuchó los decididos pasos de la mujer que se le acercaba ciega de rencor. Levantó la vista y tuvo tiempo de verla apuntándole con la vieja escopeta que él había adquirido con la intención, nunca llevada a cabo, de iniciarse en la caza deportiva. Vio un fogonazo, oyó el estrépito del arma, y descendió a los infiernos.

Horacio nunca le había prestado mucha atención a la religión, es más, jamás había sospechado que sus acciones hubiesen sido tan reprobables como para que fueran consideradas pecados mortales que lo llevarían sin escalas al infierno, sin detenerse siquiera un tiempito en el purgatorio. De todos modos, no la pasó nada mal allá. Apenas arribó se dio cuenta de que "el horno" y "las tinieblas" sólo son expresiones climáticas del tipo "lo que mata es la humedad". La primera se refiere a la temperatura imperante en el infierno. Hace calor, sí; pero no se trata de ese fuego que arde eternamente como Joyce describe tan magistralmente en Un retrato del artista... Y las tinieblas no son tales, simplemente el infierno es un lugar mal iluminado.

Conoció gente muy interesante ahí. En varias ocasiones compartió la mesa con Hendrix y Lennon, quienes intentaron sin éxito impartirle algunas lecciones de guitarra. También asistió a algunos seminarios de estrategia militar dictados conjuntamente por Napoleón y Wellington, que se habían vuelto grandes amigos a pesar de Waterloo. Otras veces jugaba al fútbol para Labruna y otros jugadores de la gloriosa Máquina, contra un equipo de brasileros, entre los que se encontraban algunos de los que habían perdido la final del '50 ante Uruguay. Horacio jugaba de puntero derecho, pero era tan malo que sus compañeros, y a veces el mismísimo Angelito, imploraban a gritos por la muerte del Loco Houseman. Y así mataba el tiempo, alternando constantemente con todo tipo de gente, pues en el infierno no está permitido dormir (prohibición ridícula por otro lado, ya que a nadie le da sueño ahí).

Cierta vez, mientras tomaba unos tragos con Bonavena y Jim Morrison, por los altoparlantes del infierno anunciaron la muerte de Cortázar. Esto le provocó una gran alegría, estaba seguro de que el autor de Rayuela, como casi todos los artistas, iría a parar por esos lados. Horacio se disculpó y se marchó apresurado, la perspectiva de conocer personalmente a Cortázar lo había entusiasmado. Fue a lo de Charlie Parker y le dio la buena nueva. Bird había oído por ahí que este escritor argentino amaba profundamente el Jazz y que incluso había hecho un cuento que homenajeaba a su persona. Sin pensarlo dos veces, el negro saxofonista tomó su instrumento y siguió a Horacio hasta la oficina de ingresos. Ambos querían brindarle al celebrado cronopio una calurosa bienvenida, pero cuando llegaron ya era tarde.

De todas formas, Charlie ejecutó un inolvidable solo de saxo y al rato se despidieron y quedaron en encontrarse en cualquier momento para fumar marihuana. Cuando Horacio regresaba cabizbajo a la morada que tenía asignada se cruzó con un joven de rasgos aindiados.

Más tarde, cuando se reencontró con Bonavena le reprochó que no le hubiera confiado la jerarquía que ocupaba.

Bonavena lo miró frunciendo el ceño.

Horacio agachó la cabeza y sintió la pesada pero amigable mano de Bonavena sobre su hombro.

Finalmente regresó. La ciudad estaba a oscuras y hacía demasiado frío. Horacio se levantó el cuello del abrigo que acababa de conseguirse y tiritó sin poder controlarlo.

"Claro", se dijo, "vengo de otro clima. Esto ya no es para mí."


Otro cuento de: Cementerio    Otro cuento de: Rituales  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Hugo G. Kolunga    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00