La mujer de Mario

Rocío Tame

Dice que me ama y que no ha vuelto a ocuparse de ella desde hace mucho.

Hay momentos en la vida en que te sientes desubicado, solo, sin nadie que te comprenda -me dijo Mario un día- Entonces eres capaz de cualquier locura. Y Elena fue una de mis locuras. Pero ya olvídala, no significa nada para mí.

Pero yo no puedo olvidarla. Es tan hermosa... Y cuando imagino a Mario penetrando en ese cuerpo perfecto, besándolo, sumergido en el placer que le inspira, no puedo evitar estos celos desgarrantes. Por eso le digo que si en verdad no le interesa, que la saque de su casa, que no tiene por qué estar molestando con su cínica presencia. Él ríe y me llama tontita, cómo puedes sentir celos por una chica tan inexpresiva. Sí, inexpresiva y todo, pero... Además no tiene conversación, Sandra -agrega Mario- No puedo intercambiar ideas con ella. Comprende que nunca podría sustituirte.

Salimos, la ciudad está muy contaminada, como si respiráramos trozos de metal amargo. Observo a Mario cuando empuña el volante con decisión. Su semblante es seguro, con la satisfacción del hombre que ha sabido librar obstáculos. Luego veo a través de la ventana: gente y más gente, como un río abrumador de aguas negras. De pronto nos detenemos en un alto que se anima con los payasitos callejeros, niños de ocho años máximo que avientan la pelota con magistral malabarismo. Mario no habla, mira a los chicos y su rostro se ablanda dulcemente. Yo lo observo porque sé que la pobreza le duele hasta el tuétano pues él en un tiempo vivió bajo su gobierno de miseria y privaciones.

Los niños terminan de trabajar y piden su propina, Mario obsequia gustoso una moneda. Lo comparo con las caras desabridas y acartonadas de nuestro lado, que conducen autos último modelo, y que ni siquiera se dignan a mirar a los niños, y mi admiración por Mario crece, me doy cuenta que es muy especial. Entonces olvido su eterna negativa a bailar que me desespera. Sí, porque a mí me encanta el baile y la actividad física, pero él se convierte en un robot cuando de ritmo se trata. También resto importancia a esa tipa, igual que al principio de nuestra relación, cuando no sabía nada de su horrible existencia.

Llegamos a casa y ella está ahí, en el sillón, provocativa, mostrando unos senos compactos, como melocotones en su punto, con ese escote que parece una prolongación aún más llamativa de su piel. Qué bueno que está vestida, dije a Mario, porque me choca verla desnuda. Mario ríe, le divierte la importancia que le doy.

Sólo una pared nos divide. Mario cierra la puerta poco a poco, tras de Elena; como si le costara trabajo dejarla sola y quisiera que completara el triángulo de pasión. Un sudor frío me congela, aunque por dentro mareas calientes se agolpan en mi cerebro. Lo miro, una mirada que se desprende de mí igual que un dardo de fuego. Se clava en Mario y se estremece. Dibuja una sonrisa temerosa. Sabe lo que siento ¡claro que lo sabe! pero no lo menciona y eso es lo peor. Tiene miedo de no poder mentir. Pocas veces la mentira sale de su boca sin sonrojos ni titubeos, en general sus mentiras son como flores de plástico en medio de un jardín. Eso es lo que más me revienta... si al menos la ignorara un poco, si olvidara su presencia por más llamativa que fuera...

De improviso, en soledad, vuelve a ser ese Mario que tanto amo. Cuando Elena y la gente quedan fuera de su vista, una atmósfera cálida se cierra en torno nuestro. Él me besa y de pronto no puedo distinguir donde termina mi piel y comienza la suya. Aprieto con fuerza esos brazos sólidos y elásticos como bíceps de felino, ese torso, sembrado de vellos, que me excita; y sé que nada ni nadie más existe. Nos enlazamos y rodamos vertiginosamente, penetrando en la inmortalidad al poseer y ser poseídos en nuestra desnudez. Pero en el instante en el que él cierra los ojos, sus caricias cambian. Sé que está imaginando otro cuerpo, otra cara. Estoy segura que hace el amor a Elena: imagina que mi cintura se adelgaza con firmeza escultural. Lo sé, lo sé, y me dan ganas de gritar de rabia, porque cuando yo no estoy con Mario ha de amarla, y de seguro advierte con más claridad mi desventaja física ¡Maldita! Está tan segura de sí misma que ni siquiera es capaz de tener celos de mí. Sabe que no puedo competir con ella ¡Y Mario, ese Mario! De una vez tengo que acabar con esto, de una vez tiene que decidirse por cualquiera de las dos. Pero no, lo amo tanto... Enloquecería si me separo de él. Lo mejor será que me deshaga de Elena. Cuando Mario esté trabajando voy a encontrarla sola y...

Mario llega exhausto de trabajar. Ese día redactó más de diez artículos para una revista española. Y después de haberse prácticamente encapsulado, rotando en su interior, casi sofocándose en aquel cubículo que parecía flotar al margen de todo, en un espacio intemporal; llega a su casa con deseos de desdoblarse en un relax que lo convirtiera en dador y receptor del mundo. Piensa en una ducha sibarita donde el placer de no pensar lo abandonara al mar electrizante de los sentidos. Eso había aprendido en las clases de meditación, de yoga, que practicó por años. Hay tanto horror en el mundo, las noticias malas caen como granizos de piedra, que para sobrevivir y no acabar desquiciado, es importante tener momentos de paz, ser ciego y mudo por un rato, llenarse de imágenes bellas y positivas por ideales que fueran. Después de la ducha y una buena cena, quizá el calor de Sandra o de...

No esperaba a Sandra ese día. Por eso, al volverse con brusquedad, y sentir algo extraño que se introduce en la atmósfera, el peso de una mirada profunda y ausente a la vez, se sobresalta como si hubiese descubierto un ladrón. Sandra es una desconocida, no sólo por su aspecto desaliñado que contradice su habitual coquetería; algo enfermizamente maligno emana de ella, un halo burdo, repulsivo y nuevo para Mario. Hola ¿te preparo algo de comer?, dice Sandra, impersonalmente ¿Qué haces aquí, por qué no hablabas? Llevas diez minutos observándome, y si yo no te veo... Quería verte, me dieron ganas de venir ¿te molesta?... Mario no responde. De golpe percibe algo terrible que cuaja en el ambiente. Observa de nuevo a Sandra y vuelve a sentir el impacto de estar con una desconocida. Corre a la sala ¿dónde está Elena? Busca en su cuarto, en el corredor, en la habitación de visitas... Se congela de golpe, como si algo vital de sí también se hubiera roto. Su mirada se desliza diluyéndose con horror y desencanto, por toda la pieza: los hermosos pechos de Elena parecen latir, solitarios, rabiosa y obsesivamente maltratados. Sus piernas, dos guiñapos. Las nalgas desgarradas, quemadas con la colilla de algún sañoso cigarro, son un par de montañas derruidas... El rostro aún conserva aquel rictus dolorosamente sensual.

Los ojos de Sandra, tras él, tienen un brillo de extraño goce. Mario no se vuelve a mirarla. Sus ojos gotean decepción ¡Nunca pensé que fueran verdad tus celos locos por una muñeca inflable!


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01