La pérdida
Rocío Tame
Cuando me desvestí para bañarme, no lo podía creer. Algo me faltaba y mis nervios se tensaron en una inquietud intermitente que desde entonces supe no me dejaría en paz hasta descubrir la causa de tan súbita e incomprensible carencia.
En un arranque obsesivo y morboso comencé a recorrer con paciencia las partes de mi cuerpo: cinco dedos en cada mano y en cada pie, dos ojos, una nariz, piernas, brazos. Me miré ante el espejo: senos, pubis, todo en su lugar. Sin embargo, aún la sensación de pérdida me agobiaba. Entonces me fijé con más detalle, repasando meticulosamente cada centímetro de mi piel y... por fin lo descubrí, mi vientre estaba más liso que de costumbre. El hoyito reluciente y coqueto se había borrado sin dejar huella. ¿¡Qué pasaría con mi ombligo!?, exclamé con trabajo, a media voz. ¡Mi ombligo! ¡Mi ombligo! ¡No puede ser! ¿Cómo voy a vivir así?
Perdí el hambre, el sueño huyó de mi almohada. Mi querido ombligo había desaparecido lo cual significaba un insalvable problema pues llevaba dos meses trabajando como bailarina en un centro nocturno y, por supuesto, la danza del vientre era la principal atracción. ¡Qué iba a ser! No quise hablar del asunto con nadie. En el trabajo me reporté enferma de neumonía y conseguí, con escabrosas artimañas, una receta médica que una amiga doctora, a la cual no veía hace tiempo, después de pensarlo mucho se decidió a darme con algo de extrañeza y mucha desconfianza. Era desesperante, pero mi ombligo no debía andar lejos, de seguro en algún rincón de mi propia casa.
Busqué afanosamente en los huequitos más recónditos, en los cajones más inaccesibles, en los resquicios olvidados, hasta que perdí la fe. Sólo faltaban dos días para que se venciera la incapacidad. Pronto debía idear algo y lo mejor que pensé fue pintarme uno, lo más parecido que se pudiera al original. Necesitaba un modelo y ahí empezó el obstáculo. Soslayando las miradas burlonas y llenas de sospechas de la voceadora, las cuales me colocaron por un instante en el centro de una desamparada intemporalidad que le brindaron la satisfacción de instalarse, un par de segundos, por encima de mí, compré varias revistas Play boy, y una Play girl, pero me decepcioné al comprobar que en todas ellas los ombligos eran lo que menos destacaban. No tenía otro remedio que realizar un viaje relámpago a la playa y, sin titubear, me fui a Acapulco en el primer vuelo que pude conseguir. Muchos ombligos pasaban a mi lado, pero tan fugaces que no alcanzaba a captar ninguno con detalle. Hasta que vislumbré a un grupo de muchachas que tomaban el sol con ese abandono hedonista propio de la ficticia despreocupación que otorga el contacto con el mar, donde el tiempo parece suspendido en un suave viento que descansa apaciblemente sobre las olas. Me acerqué con la mayor naturalidad posible y me tendí muy cerca de ellas, aparentando incontenibles deseos de que la mano del sol acariciara sin prisas los contornos de mi piel y, con el mayor disimulo, observé los ombligos mientras mi mano se deslizaba con suavidad sobre un trozo de cartulina. Hice varios bocetos y después escogí el mejor que perfeccioné con esa habilidad innata que desde niña mis padres me habían descubierto para el dibujo y que, por desgracia, por falta de voluntad y disciplina, nunca llegué a desarrollar.
Regresé de inmediato a la ciudad. No me fue difícil trasladar la figura a mi abdomen, pero... Se veía tan artificial. Sin embargo, desde una distancia prudente nadie notaría la farsa, pues en lo que la gente menos se fija es precisamente en el ombligo. Me presenté a trabajar y, en apariencia, todo transcurrió dentro de los parámetros normales, hasta que un día advertí que Gladis, una de mis compañeras más punzantes y destructivas, poseedora de una implacable e insaciable envidia y un velado complejo de inferioridad que sin excepciones inyectaba su ponzoña al menor estímulo, se fijaba en mi vientre con insistencia. Yo me hacía la desentendida y empezaba a moverme con cualquier pretexto, para no darle ocasión de comprobar su sospecha, pero no podía estarme cuidando de ella a cada minuto y, de pronto, se desató el rumor: mi ombligo era postizo. Todas las chicas me empezaron a mirar con mezcla de burla y desconfianza. Perdí mi tranquilidad y lo incómodo de mi situación alentaba síntomas de abatimiento.
No podía estar a gusto y me volví insegura. Sudaba en los momentos preescénicos cuando las bailarinas esperábamos nuestro turno en los pasillos. Me tapaba el ombligo con cualquier excusa y no puedo explicar mi desolación, mi vergüenza, cuando mis compañeras me sujetaron, entre todas, cerca del camerino, y me metieron a empujones para observar de cerca mi vientre que ya me resultó imposible esconder. Gladis blandió una lámpara de mano que traía lista para sus malintencionados propósitos. Me vaciaron aceite de bebé, alcohol, hasta que mi ombligo se borró ante sus ojos primero atónitos y después sarcásticos. Me defendí alegando justificadamente que los senos de Olivia eran de silicón, las nalgas de Patricia y Emma viles y vulgares implantes, y que Gladis estaba reconstruida por completo y junto a tales horrores el pobre dibujo sobre mi cintura resultaba trivial. No se dieron por aludidas, como si sus postizas modificaciones corporales estuviesen dentro de lo normal, y mi carencia de ombligo fuera algo infrahumano.
Me deprimí tanto que otra vez tuve que reportarme enferma. Un llanto convulsivo me apresó por siete días y siete noches, después de los cuales me sentí recuperada y aquella pérdida empezaba a perder importancia. Abandoné ese trabajo, pues ahora me daba cuenta que no me satisfacía, y decidí buscar un empleo más acorde con mi personalidad.
Un día mi hermana me telefoneó; el sábado por la tarde habría reunión familiar y mi asistencia era importante. Fue un descanso reunirme con los que en verdad quiero y olvidarme de aquella mala experiencia que desde entonces ya no quise recordar. Al principio éramos una mezcla confusa que sin distinción intercambiaba impresiones y comentarios. Pero después de un par de horas, los grupos se disociaron conforme a intereses propios de cada sexo y edad. Las mujeres hablábamos de alimentación, cocina, hombres. Ellos chanceaban y bebían cervezas en el jardín, y los niños jugaban a las canicas.
Cuando salí por una cerveza observé a los niños. Echaban las bolitas en un hoyito bien hecho sobre un trozo de tierra despejada de césped. Los contemplé por un rato, tomando mi cerveza, mientras ese hoyito se me iba haciendo cada vez más familiar. Sí, ese agujerito era mi ombligo, ¡mi ombligo! ¿Qué estaba haciendo ahí? Lo reclamé ante el azoro de todos, recriminando a mi sobrino Pepe, con verdadera alteración, que lo hubiera tomado sin mi permiso; pues de pronto recordé que él y su mamá me habían visitado la víspera de su desaparición. Me lo encontré en el baño, tía, me contestó mortificado y resentido, me pareció perfecto para jugar a las canicas. Nunca imaginé que... No le permití concluir. Recogí mi ombligo, lo eché a la bolsa, y me despedí de todos cuya expresión había virado hacia signos inequívocos de incredulidad y sorpresa. Una tía me acompañó a la puerta, celebraba mi sentido del humor. Abordé mi auto y, antes de arrancar, salió mi parentela para desearme buena suerte.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01