Con las disculpas del caso

Gonzalo Hernández Sanjorge

La mirada de Francisco estalló de júbilo entre las letras del periódico. Sorpresivamente el peso de la espera se le esfumó de la saliva y una sensación desconocida, acaso la felicidad, comenzaba a morderle la sangre. Era el 17 de julio de 1942, en tres semanas cumpliría cuarenta y cinco años. Tal vez sería la primera ocasión de festejar.

Desparramados sus pensamientos en una extensión llena de aristas, sus ojos se detuvieron sin mirar sobre la esfera de un reloj cuyo sonido repicaba con acompasada indiferencia. Estuvo así hasta que repentinamente se dio cuenta que la manecilla del minutero había cambiado de posición. Continuó observándola, pero sin poder decir en qué preciso instante ocurría el movimiento.

Recordó cuando era niño. Solía sentarse en el patio a observar la ropa secándose al sol mientras pretendía señalar el momento justo en que las prendas estaban secas. Nunca pudo lograrlo. Tampoco con el moverse de la luna o el de las estrellas o el acumularse de polvo sobre un mueble. Se dijo que hay cosas que solamente se pueden conocer luego de que han ocurrido. Para entonces ya no pensaba en los astros ni en el reloj ni en el tendedero, sino en su odio.

Fue al fallecer su madre -a causa de una salud deteriorada por las penurias de una vida sin dinero y sentimentalmente desgraciada- que aquel resentimiento amargo y desgastante comenzó a regir sordamente los movimientos del telar de su vida. Fue entonces que se prometió que si algún día se encontraba con su padre le haría pagar tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta cosa desagradable opacando la vida.

Francisco Murena -que llevaba el apellido de soltera de su madre- sólo conocía el nombre de su padre, una pequeña y en exceso borrosa fotografía lo que alguna vez fue el rostro de aquel hombre cuando era muy joven y un manojo de datos tan vagos e imprecisos como los límites del humo.

Sólo eso le permitió conocer su madre, y permaneció año tras año esperando que todo ello le fuera de suficiente ayuda. Lo demás eran las causas: un hombre que embaraza a una mujer y la abandona sin importarle su destino o el de la criatura. La mujer lo seguiría amando siempre con un amor incomprensible, como cualquier amor. Del hombre nunca se volvería a saber, como si una sombra se hubiera bebido sus pasos. Eso era todo lo que poseía Francisco y le parecía más que suficiente para justificar su promesa.

Lo que se había jurado a sí mismo en aquella ocasión pareció no ser sino la rabia de un muchacho que no pasaba los veinte años. Con el transcurso del tiempo creyó haber aceptado, incluso creyó que había perdonado. Logró un empleo de vendedor que lo obligaba a viajar continuamente por todo el país. Supuso que sería una buena oportunidad de ganar dinero, así como de conocer. gentes y lugares. Compró un revólver para sentirse protegido. Un día se dio cuenta que el arma que estaba en su portafolio hacía juego con la densa esperanza de que sus continuos recorridos le permitieran encontrar al hombre al cual su madre había amado infructuosamente. Poco a poco dejaron de importarle la paga, las personas por conocer, las geografías por visitar. Su única ilusión culminaba en un chasquido de pólvora.

Francisco miró una vez más el periódico y releyó lo que tanto le había interesado. Grandes titulares anunciaban para esa jornada una fiesta popular en honor al santo patrono de esa ciudad que él visitaba por segunda vez. Se informaba que en la tarde, a la hora de los discursos, el palco oficial se vería engalanado con la presencia de diversas delegaciones. Estarían como visitantes, entre otros, el presidente de la asociación de rematadores de ganado y el nuevo presidente de una asociación de bodegueros.

Las fotos de ambos hombres aparecían publicadas. El rostro del bodeguero había capturado la atención de Francisco, puesto que su nombre era el mismo que una delicada caligrafía femenina había escrito alguna vez en el reverso del retrato de su padre. Comparó la fotografía aparecida en el periódico con la que llevaba en la billetera. Los numerosos tiempos transcurridos y la pésima calidad de la impresión -tanto de la fotografía como del periódico- conspiraron contra la certeza del ojo. Pero a grandes rasgos eran la misma persona; además, los pocos datos biográficos coincidían con los que eran comentados en la prensa.

Los planes que tenía para ese día cambiaron rápidamente. Aunque era improbable que obtuviera nuevos compradores, decidió que no se iría al mediodía en el primer tren. Decidió quedarse para matar a su padre. La certeza de que por fin lo había encontrado lo puso tan contento que, cuando subió a la habitación del hotel, comenzó a cantar a viva voz. Parecía un aria de El Barbero de Sevilla. Un vecino de la pieza contigua le tuvo que pedir que bajara el volumen de la voz. Francisco accedió pronunciando repetidas y sinceras disculpas.

Lo que hizo hasta que cayera la tarde es bastante incierto. Seguramente fue temprano a la oficina de correos. Se sabe que envió un sobre a la casa matriz, dentro había un listado de pedidos y el dinero que, seguramente previó, ya no podría llevar personalmente.

Se dice que en el lugar de la fiesta alabó con piropos a un grupo de muchachas que le sonrieron. Dicen que no había gesto en él que delatara nerviosismo ni, mucho menos, su verdadera intención. Dicen también otras cosas, pero sin mayor fundamento; rumores de quienes ni siquiera estaban allí y pretenden imaginar detalles innecesarios. Las personas tienen la extraña manía de preferir las palabras al silencio y la imaginación a la verdad.

Lo cierto es que antes que dieran comienzo a los discursos, Francisco se encontraba ya frente al palco oficial. Vio a su padre conversar animadamente con quien estaba a su lado. Sí, era su padre, no tenía ninguna duda. No necesitó sacar de su bolsillo el recorte de periódico, para estar seguro que debajo de la imagen de ese rostro estaban los nombres que él tanto había llegado a odiar.

Francisco se acercó lentamente, no tanto para no despertar sospechas como para permitirse disfrutar ese momento. Cuando estuvo a corta distancia extrajo el pesado revólver de entre sus ropas y abrió fuego. Fueron dos disparos, dos furiosas y seguras dentelladas negras sobre la cabeza de su víctima.

Tras la sorpresa y los gritos que se extendieron por doquier, la policía también ejerció el irreversible lenguaje de los gatillos. Francisco Murena cayó muerto sin haber intentado girar el cuerpo para echarse a correr. Dicen que en su rostro había dibujada una sonrisa, pero esto bien pudieran ser sólo habladurías.

A la mañana siguiente, en el mismo periódico que sirvió a Francisco para ejecutar su crimen, se publicaron los detalles de lo ocurrido aquel desgraciado día. Se informaba que quien había sido asesinado era el representante de los rematadores. En un pequeño recuadro de la hoja se señalaba, con las disculpas del caso, un error que involuntariamente se había deslizado en la edición del día anterior: se había colocado el nombre del rematador debajo de la foto del bodeguero y se había hecho corresponder el nombre de bodeguero a la foto del rematador.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02