Las sillas
Edmée Pardo
Marcela regresa con periódico en mano, lo abre ansiosa. Busca. Respira aliviada cuando halla el recuadro que rastrea y se sienta en el sillón de lana. Enciende la lámpara recién adquirida para comprobar que el anuncio sigue ahí. Tarda un poco en hacerlo pues mira con enamoramiento la luz tenue que emana por el vidrio translúcido.
Marcela sonríe al ver que la Señora Forouw no ha podido deshacerse -colocar, diría la mujer- de sus sillas, pues todavía conserva la esperanza de que sean para ella. Madera de cedro claro tallada discretamente en las patas, larga espaldera, sin descansabrazos, asiento ancho tapizado en seda color plúmbago. Ultimos combatientes de un comedor danés que libra la batalla desde hace más de 200 años. Con esa imagen idílica, que Marcela no ha podido quitarse de la mente, vuelve a accionar el plan para conseguir los seis millones de pesos que piden por ellas.
Marcela queda sentada con la mirada fija en el diario sin mirarlo. En esa quietud ella misma es un objeto más de los que pueblan su casa. El departamento es amplio, 300 metros cuadrados divididos en espacios estridentes: tres recámaras, sala, comedor, cocina, un solo baño. Decir que no existe centímetro que no haya sido contemplado para contener algo, una mesa, un florero, un cuadro, una canasta, una lámpara, la simple luz que entra por la ventana, no es una hipérbole. Cada cosa tiene un lugar preciso. Parece como si el andar de éstas por tiendas y otros propietarios fuera sólo parte de la búsqueda de un fin último: la casa de Marcela.
¿De dónde sacar cuatro millones para dar un solo pago? se pregunta, pues la Señora Forouw no ha accedido a ninguna de las negociaciones posibles: la mitad ahora y la mitad en dos meses, cuatro bonos mensuales, un cheque sin fondo de garantía que podría usar para demandarla en caso de que no cumpliera con lo acordado, algo en prenda. No hubo acuerdo. La Señora Forouw ama tanto sus sillas como Marcela la posibilidad de adquirirlas. Bastante era tener que colocarlas en otro sitio como para todavía malbaratarlas. Pero si la Señora Forouw fuera Señor Forouw, Marcela lo sabe, ya las tendría en su casa.
Hace apenas unos días que Marcela dio el último pago de la lámpara cuya luz la protege ahora y se encuentra sin dinero. Su compañera de oficina se negó rotundamente a prestarle una cantidad que además de no sobrarle le pareció excesiva para un par de asientos. Tampoco pudo conseguir por adelantado el cobro de un trabajo que hará el próximo mes. Hace poco vendió su carro, con lo que obtuvo liquidó de un golpe el tapete de seda que adorna la colcha de su cama y la última parte de la lámpara. El sobrante lo prestó a su hermana.
Si vende el refrigerador, con lo que obtenga más una parte de la quincena, y lo de la deuda, podría juntar el dinero necesario para las sillas. De este modo, la lavadora vieja de ropa, un par de centenarios que había heredado, la batidora, el pequeño horno de microondas que ganó en una rifa, y por último el carro, habían dejado de ser suyos. Marcela dice que sólo los cambia por otros objetos, objetos mucho más bellos.
Todavía en el sillón de lana Marcela hace memoria de la cantidad de comida que no requiere refrigeración. En caso de necesitar queso, leche o jamón, con una bolsa de hielo y una nevera de unicel será suficiente. Quizá un poco complicado, pero ningún esfuerzo resulta excesivo para conseguir las sillas. Además, si ahorra durante tres meses, podrá comprar un refrigerador pequeño, de los que hay en los cuartos de hoteles de primera. La verdad es que para ella no hace falta más.
Marcela pasea por su casa todavía con periódico en mano. Se detiene frente a la mesa del pasillo y acomoda la carpeta de lino blanco salpicada con minúsculas manchas de aceite justamente en el centro. Sobre ella posa el pequeño tibor color magenta. Lo reacomoda varias veces hasta que, alejándose un poco en perspectiva, ve que ha cobrado de vuelta el sitio que ella cree adecuado aunque sea indefinido. Acaricia después con las yemas de los dedos el color verdoso de la pared. Mientras lo hace oye el eco de voces imaginarias que aclaman "qué lugar tan hermoso, qué pieza tan linda, me encanta tu casa." Y ella alarga la sonrisa estudiada que refleja sencillez y generosidad al compartir su espacio.
Marcela va hacia la sala y se detiene en el marco que la divide del comedor. Endereza un pequeño grabado que pende de la pared y vuelve a escuchar las voces desconocidas: "Pero qué rica cena, ¿quién la hizo?, ¿tú?, ¿de verás?, ¿de dónde son estos platos?" Por un momento Marcela se ve a sí misma sirviendo algo. Es la imagen perfecta de la mujer que ella supone perfecta: vive sola, independiente, tiene un trabajo cómodo aunque un salario corto para todo lo que desea, casa propia. Pronto comenzará con clases de cocina, quiere prepararse para cuando las voces ficticias obtengan rostro y ella, en su estampa idónea, viva rodeada de amigos.
Se vuelve e imagina del otro lado en la sala, las sillas. Una frente a otra, hablándose, cortejándose. Marcela sentada en una como la reina en su trono y en la otra su acompañante real. Sostiene una conversación que no alcanza a definir. Entonces apresura el paso rumbo a su alcoba y marca el número de la Señora Forouw.
-Veo que aún no ha podido colocar las sillas -dijo casi burlona. Si me espera un poco, digamos hasta el miércoles, puedo conseguir la mitad y lo demás antes de un mes... Tendría que vender una cosa... todavía no le consigo dueño pero no es fácil... en cuanto me paguen le doy el resto... es que de verdad quiero esas sillas.
La Señora Forouw propone un arreglo: sí para dentro de una semana no las ha vendido serán de Marcela.
Marcela cuelga el teléfono esbozando una pequeña sonrisa. Inserta una cinta en el aparato de sonido y se dispone a arreglar su cuarto. Sostiene entre las manos el tapete de seda y lo goza lentamente, lo lleva a la cara y lo frota con la mejilla, después vuelve a acomodarlo sobre la cama. Toma el cofrecito de cerámica que descansa en su buró y recuerda la historia del objeto, lo que tardó en conseguirlo. Y sólo por jugar le inventa otro posible origen: herencia de alguna tía, de la abuela de su padre, de un amigo que se lo dejó porque salió del país, de alguien a quien había amado mucho.
Marcela pasa una semana agitada, con insomnio, tallándose las manos, incluso una pequeña urticaria asoma por arriba de sus cejas. Son las sillas que la traen inquieta, no la dejan descansar: se han apoderado de ella. Anuncia el refrigerador en el periódico, cobra a su hermana el dinero y puntualmente se presenta en casa de la Señora Forouw con un carro prestado.
Las sillas siguen ahí. Marcela estaba casi segura de que nadie las habría comprado, con todo lo que ha hecho la suerte no podía traicionarla. Sabe entonces que esas sillas son parte de su destino, como cuando alguien cruza solamente una mirada con otra persona y ya nunca más pueden ser ajenos. Confirma que de algún modo la Señora Forouw, los propietarios por quienes transitaron, incluso el ebanista que las creó, intuyeron que algún día serían de otra persona, su verdadero dueño: Marcela.
Las sillas ocupan el lugar donde debían ir desde el primer instante. No hay pruebas ni movimientos de otros muebles para encontrarles sitio. Limpia con una solución especial la madera clara de las patas, sacude cuidadosamente el tapiz y aplica un repelente. Introduce de manera protocolaria a las recién llegadas con el resto del personal de la casa. Las acaricia y las deja como quien deja a una visita a solas para que hurgue discretamente.
Marcela da un recorrido por su palacio de 300 metros cuadrados. Casi se sorprende cuando regresa a la sala y ve que las sillas ya son parte de su vida. Se sienta cómodamente. Es una muñeca de museo que estrena escenografía.
Cuento tomado del libro Rondas de cama/ La madera de las cosas, cal y arena, 1999, con la autorización de la autora.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Dic/99