El latido perfecto

"Era un resonar apagado y presuroso..., un
sonido como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón"

José Álvaro Hernández Flores

El asunto era siempre Delia; y la espera, esta vez, ganaba terreno a las sombras mientras las horas pasaban. Para el hombre sentado en las escaleras exteriores de la finca, los minutos transcurrían lentos, resbalándose en cada uno de los matorrales que rodeaban la casona y el silencio total le hacía pensar que ya era tarde y que Delia debía estar llegando a casa después de la película en el cine Latino y que aún no escuchaba las voces de sus latidos interrumpiendo la claridad de la noche.

En verano era siempre así, acudir a la finca a supervisar la cosecha y sentarse a extrañar a Delia mientras se fuma un cigarro y se ve como el humo hace figuras que van cambiando de forma hasta volverse un hilillo blanco, muy frágil y delgado, perfecto para romper una noche quieta. Después, esperar ese sonido rítmico que siempre lo asediaba y pensar que debía ser Delia, que debía estar llorando y pensando en él, o tal vez a mitad de una pesadilla sin poder salir y que al despertar seguramente los sonidos serían más pausados porque ella entendería que era sólo un sueño y que al terminar la temporada él estaría de vuelta y no volvería a dormir sola otra vez, pero siempre asomando Delia en la finca, Delia lejana y sola, porque el asunto era siempre Delia.

Las jornadas son extenuantes los días de cosecha, sólo dos meses al año que parecen tan largos como el paraje extenso que se domina desde la colina. Al atardecer se paga la raya y se acude a descansar con prontitud pues la noche acecha tras las mesetas y se debe dormir arropado, junto al fuego, acompañado de esos latidos que comienzan lentos y que poco a poco se van haciendo más profundos, hasta que a cierta hora se desbocan para galopar veloces a través de la noche, y entonces pensar que ella debe estar soñando, que algo la agita precipitadamente y que sería bueno que despertara para poder respirar tranquilo y concebir el sueño cobijado entre los latidos que siguen, ahora más tibios y conocidos, satisfechos y serenos como hasta hoy lo ha sido Delia.

De ahí, que la afrenta haya sido tan grave. De ahí que ninguna disculpa haya bastado para calmar la furia del hombre al saberse burlado por ella. La temporada pasada cayó el hielo en el campo y fue necesario regresar una semana antes a la ciudad. Hubo que salir de prisa para alcanzar el tren de las seis treinta y recorrer esos parajes cubiertos de llanura y polvo vestido aun con la ropa de la hacienda, protegido únicamente por la daga que llevaba al cinto y absorto en la amplitud del paisaje, a veces interminable que lo acercaba cada vez más a Delia.

Durante el trayecto imaginó la alegría de verlo en casa tan de sorpresa, y de pronto se veía abrazado a ella y luego sentado en la mesa cuidadosamente puesta y disfrutando de esa sensación cálida de sentirse servido. Al anochecer el tren arribó a su destino. Dos cuadras antes de llegar a casa, recordó que aun tenía algunos cigarrillos guardados y que si no los consumía antes de entrar, Delia se molestaría; pues era ya bien sabido que ella odiaba todos aquellos detalles que lo relacionaban con el campo, la hacienda y toda esa vida holgada que siempre se negó por considerar aburrida y simple, poco sofisticada para alguien de su posición. Al llegar había ya oscurecido, y sin meditarlo se plantó en la acera de enfrente, dejo su equipaje en el suelo y encendió el cigarrillo pensando en la proximidad del hogar e intentando prolongar el placer de aspirar el humo y soltarlo con delicadeza , tal como lo hacía en la finca, sólo que ahora, saber que al deshacerse la última colilla, aguardaba Delia en casa, y entonces otra vez los latidos pausados rebotando en sus oídos y una ligera sospecha al mirar a Delia cada dos o tres minutos asomando impaciente a la ventana, como esperando a alguien, pero eso no, porque él debía llegar hasta la semana próxima, y luego los pasos de un joven por la calle, la reja de la casa abierta, y los latidos resonando más fuertes cuando la puerta abre paso y Delia lo abraza.

El golpeteo le estalló en la cara instantáneamente, e instantáneo fue el movimiento con que se resbaló el mango del cuchillo de su cintura a sus rugosas manos, para después avanzar decidido hasta la entrada. Después todo se hace confuso y mecánico: una llave que entra y da vuelta al picaporte y luego las escaleras que lo llevan a la habitación, la puerta entreabierta que se cruza en silencio mientras la negritud del cuarto disfraza su presencia, los latidos desbocados y el cuchillo apretado se deslizan entre las sombras mientras las sábanas dan vida a dos siluetas que se juntan y se van entrelazando hasta parecer sólo una, formando figuras tan parecidas al humo de los cigarros, esos que se consumen en la soledad de la finca mientras se extraña a Delia, y después esas puñaladas en forma de latido aumentando de ritmo, volcándose una tras otra, cada vez más fuertes, como para explicar que Delia no esta soñando, que nunca ha estado sola a mitad de una pesadilla, y que luego vendrá la calma, una completa y satisfecha calma.


Otro cuento de: Hotel    Otro cuento de: El Cuarto de Junto  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre José Álvaro Hernández Flores    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ago/01