Aclaraciones
Leo Mendoza
Muchas noches después, cuando junto a ella había una respiración acompasada y varonil, Clara aún despertaba de madrugada, nerviosa e intranquila.
Ella se lo contó al hombre que dormía a su lado: No pasó nada. Era una prueba y falló. Tuvo miedo.
Ella, quien se había animado a abandonar a su familia para estudiar teatro en la ciudad de México; quien vivió a salto de mata en la capital, entregada a su vocación para terminar ejerciendo el mismo oficio que su madre, maestra de primaria. Ella, quien se consideraba una mujer moderna, dudó cuando menos se lo esperaba: justo a la hora de la entrega. Para Clara aquel hecho era un lastre del que ni siquiera Paul pudo liberarla.
Tuvo suerte de encontrarlo después de tantos fracasos y amoríos rotos. Tocándolo; viéndolo girar y buscar sus brazos entre la bruma del sueño, creía que su amor era perfecto. Se acurrucaba entonces contra su pecho, respiraba con él, por él, sin imaginar siquiera que Paul también se iría, que noches más negras le esperaban; noches de sufrimiento recordando la piel de aquel hombre, los lunares que bañaban su espalda bautizados por ella como "constelaciones", y aquellos ojos azules; ojos de asombro la primera vez que hicieron el amor y él se enteró que ella era virgen, que lo había sido durante veintiocho años.
Y aun cuando esos recuerdos apenas y afilaban sus garras a la espera, algunas veces Clara se despertaba con el mismo vacío que, andando el tiempo, la asaltaría al mirar la cama solitaria. Entonces se levantaba oscura, sollozante, perdida en la soledad aunque Paul estuviera todavía a su lado. Era como si algo muy en su interior diera por hecho el abandono en un futuro lejano pero cierto; como abrir una puerta y atisbar, bajo la luz del relámpago, todo lo que aún estaba por venir.
Pero eso -lo entendió tiempo después- sólo lo vivió al lado de Paul y jamás junto a los otros. Ni siquiera con aquellos que después llegarían y menos aún con quienes se reencontró en su camino.
Antes de conocerlo vivía en el centro, muy cerca de la Ciudadela. Salía a las seis de la mañana para llegar a tiempo a una escuela situada arriba de Tacubaya y no regresaba sino hasta bien entrada la noche, cuando las clases en la facultad concluían.
Cuando conoció a Paul era escandalosa, amiguera como pocas y bien "silvestre", a decir de sus compañeros, quienes fueron testigos de su azote una tarde durante las prácticas de actuación, cuando la persiguieron para hurgar en la herida y burlarse de su miedo.
Su maestra les pidió que se movieran con los ojos vendados por el pequeño foro como si fueran los animales de una granja. Les explicó que no quería nada de regresiones o excesos. Se trataba de entrar bajo la piel de las bestias y actuar como si la sintieran. Para hacerlo aún más difícil la maestra apagó las luces, mientras vigilaba que ninguno de sus alumnos rodara del proscenio.
Clara se puso a cuatro patas sin dudarlo, dispuesta a demostrar por qué había sido la figura en varios grupos de aficionados en su ciudad natal. Pero mientras olfateaba, gemía y ladraba amenazante -un perro fue el animal escogido- le vinieron a la mente los años en el rancho y el abandono de su padre, quien se fugó con una mujer veinte años más joven; la soledad de su madre, la maestra; el odio y el dolor de las primeras Navidades sin él. Eran recuerdos que se atropellaban en su memoria: su mamá, refugiada en el amor a las hijas, aleccionándolas todo el tiempo contra las maldades de los hombres y contra su falta de escrúpulos; el padre viéndolas a escondidas, cuando salían de la escuela, para llevarles dulces y chucherías.
El peso de aquella ausencia, la atmósfera densa del pequeño foro convertido en una especie de arca bíblica repleta de fieras -sus amigos clasificaron a sus compañeros como hienas, víboras, chacales y quimeras- que se movían entre los humildes animales domésticos, le recordaron los días en el campo, los viajes a la ciudad, las noches inundadas de estrellas y luciérnagas, los calores violentos del verano y la ordeña de todas las madrugadas en el establo donde descubrió dos cuerpos entrelazados, gimientes; reconoció la espalda labriega, musculosa, de su papá y corrió a contárselo a su madre.
Entonces, sollozando, Clara comenzó a llamar a gritos a sus padres por todo el escenario sin otra respuesta que el coro salvaje de sus condiscípulos, quienes imitaron el acento norteño y la voz aguda y chillante.
Saltó del foro, sorteó en la oscuridad las butacas y salió al patio de la facultad. Ahí, recargada contra uno de los pilares, la encontró Paul, quien había participado en una mesa redonda en torno a los derechos humanos.
El gringo no era su ideal de hombre. Era güero lechoso, transparente. Durante las primeras vacaciones que pasaron juntos en el Sureste usaba camisetas de manga larga y los más potentes bloqueadores para protegerse del sol. Eso a Clara no le importaba. Paseaba con sus bikinis ajustados, bronceándose a placer y chapoteando entre las olas, mientras Paul la veía desde lejos, impulsándola a seguir con la mano en alto. Sólo muy de mañana el gringo se atrevía a dar unas cuantas brazadas en las aguas traslúcidas de la bahía.
Era cierto, no era su tipo, pero la convenció su amabilidad, aquel café compartido en el "aeropuerto" de la escuela. Esas citas sin insinuaciones, ni dobleces. Era, se lo dijo a su madre cuando le anunció que se mudaba a su departamento, un caballero. Clara ignoraba entonces la firmeza de su carácter; su dureza a la hora de dejarla, de irse, de negarse a llevarla al otro lado. Pero eso aún estaba lejos.
La primera noche ni siquiera se tocaron. Ella se lo contó orgullosa a una de sus amigas: "Dormimos como si fuéramos hermanos", dijo. Y aquella situación le pareció tan lejana a esa otra noche de pesadilla que la consideró como una señal en su vida, una marca. El gringo era el hombre por quien había esperado tantos años.
Fue en la playa, en esas vacaciones, cuando ella decidió amarlo sin recelos, sin el lastre de la duda, como le había ocurrido en los brazos de aquellos novios que jamás doblegaron su voluntad. Aquellos que la tocaron, la acariciaron y besaron una y otra vez sin que su resistencia cediera. Aun contra su voluntad seguía el consejo de su madre: entregarse a un hombre era perder su respeto. Por eso era mejor detener sus embates, hacerles comprender que con ella era todo o nada, pero debían conquistarla, borrarle el temor al fracaso, el miedo a la vida en común.
Con Paul Clara pudo olvidar -mientras lo veía asearse en el baño o cuando se enjabonaban juntos y sentía el contacto de sus dedos en el monte húmedo, o cuando sus manos separaban suavemente los dos hemisferios de sus nalgas para enjuagarlas y depositar sobre éstas un beso furtivo; mientras lo veía rasurarse desnudo el torso o mostrar sin pudor su sexo en reposo para descargar un chorro brillante en la taza- la sentencia que su madre le hizo aprender de memoria: "si quieres odiar al hombre que estás amando, imagínatelo cagando". Era una intimidad jamás sentida, al menos no con aquellos galanes con quienes había salido antes; compañeros de reventón con quienes acababa fajando en un coche, besándose en la oscuridad de una terraza, apretándose contra su cuerpo para luego descargar su negativa hecha rutina: "no, lo siento, pero no. No creo estar preparada".
En esas vacaciones ella durmió a pierna suelta a sabiendas de que a su lado se encontraba aquel hombre a quien le había confesado sus secretos y sus temores, amparada en esa fortaleza de la que mucho tiempo después, al despedirse, haría gala. Le habló de su niñez, de su padre y aquella muchacha -apenas tres años mayor que ella- con quien se había fugado; le habló de los domingos cuando a media mañana saltaba a la cama de su madre y disputaba con sus hermanas un lugar a su lado para sentir la seguridad de aquel abrazo y sumirse lentamente en el sueño.
A él sí le contó aquella historia que corroía sus entrañas de tiempo atrás, una historia de cuando Paul aún no aparecía en su camino.
Recordaba claramente aquel amanecer en el baño del departamento de Francisco, con quien, tan sólo unas horas antes, había decidido hacer el amor por vez primera.
El sí era su tipo: alto, pantalón vaquero ajustado, el bigote afilado sobre el rostro, hablar golpeado, las infaltables botas, el pelo negro lacio, la camisola a cuadros y el paliacate en el cuello. Era de un pueblito de Sonora y había llegado a la ciudad para estudiar ingeniería en el Poli.
Sus compañeros de departamento -dos condiscípulas de la escuela y un bailarín con quienes compartía el espacio-, sabedores de sus andanzas y en la euforia que sucede al desvelo, celebraron verla llegar al otro día ojerosa, pálida, con pasos vacilantes. Pero Clara no quiso hablar de lo ocurrido. Se tendió en su cama -un colchón sostenido por unas jabas- y se quedó ahí todo el domingo. Sus amigos no la molestaron: en el departamento cada cual se rascaba con sus propias uñas. La sala era el punto de encuentro, el lugar para el apapacho y el chisme, para compartir ilusiones, sueños, abandonos y hasta el dolor de las madrizas que Sergio buscaba los fines de semana en bares de mala muerte donde sólo asistían machines y mariposas. Ella había consolado muchas veces a sus amigas, había escuchado la letanía de sus penas y alguna vez, tímidamente, confesó algo de lo mucho que llevaba escondido. Pero jamás se atrevió a contar lo que pasó en casa de Francisco. Jamás habló de aquel terror. Prefirió guardar silencio hasta la noche cuando se lo contó al gringo.
Clara se encontraba en la cocina preparando algunos refrigerios y Francisco, con quien había bailado dos o tres piezas bien pegaditos, así como se baila en el norte, entró y la tomó por la espalda en un abrazo en el que ella se dejó resbalar. Sintió como aquellas manos firmes, grandes, de hombre de campo, se posaban en sus pechos buscando alguna rendija en el vestido para llegar a los pezones endurecidos y dispuestos para el amor. Cuando una de aquellas manos tanteó entre sus piernas, le dijo que no, que, por favor, ahí no, que los podían ver, que en otro lado. Y él propuso su casa que, en esa temporada de vacaciones, estaba vacía.
Clara pensó que en su depto tampoco habría problema: Alma, Dolores y el mismo Sergio habían llegado más de una vez con sus conquistas ocasionales. La misma dueña de la casa, Dolores, había compartido su recámara con un teatrero salvadoreño que, en cuanto vio la ocasión de emigrar, se marchó a España sin despedirse siquiera. Pero tenía el prurito de la vida en común, ese pudor nacido de la convivencia, de quienes se conocen bien a bien y aun sin ropa tanto por los ejercicios matinales -que Sergio y Alma practicaban totalmente desnudos- y la confianza que les permitía entrar sin temores en el baño mientras el otro se duchaba.
Pero lo que más le atemorizaba era la voz dominical de su madre; esa voz preguntándole por las peripecias de la semana, por sus clases, por su trabajo. Era una voz de alerta, que le recordaba todos y cada uno de los consejos dictados en su pueblo, que le pedía prudencia. Aquella imagen, la del teléfono repicando mientras Francisco dormía a su lado, la llevó a desechar la idea.
Tiempo habría para otras llamadas. Fue así como Clara le informó a su madre que se iba a vivir con Paul. Ella, por toda respuesta, le colgó el teléfono y no le habló sino hasta que conoció al "Güero", quien la conquistó con su simpatía y su buena mano en la cocina. También por teléfono su madre le habló de la enfermedad de su papá y del nacimiento de su medio hermano. Escuchó la noticia y reconoció el eco de venganza que se desenredaba a través de la línea: "nació casi huérfano", le dijo con una ferocidad jamás imaginada. Pero esos sobresaltos aún estaban por venir.
Por eso optó por la casa de Francisco. Así que sin más ni más, sin despedirse siquiera, tomaron el elevador y a poco, ya en la calle, los envolvió el frío de diciembre.
Años más tarde, Clara regresó al edificio. O, mejor dicho, pasó enfrente de éste. Fue uno de esos días que precedieron a la marcha de Paul, cuando ella no sabía aún si sobreviviría al abandono. Había vagado en el metro desde muy temprano, descendiendo al azar en estaciones que para ella sólo eran un nombre. Tras caminar cuatro, cinco cuadras volvía a su punto de partida para continuar sus andanzas. Fue así como se encontró frente al edificio desportillado, mordido por la humedad y el descuido. Los vidrios sucios y rotos, impenetrables detrás de aquella costra y de las imágenes y los recortes que hacían las veces de cortinas le trajeron a la memoria la travesía por aquel pasillo oscuro, apenas alumbrado por una bombilla; la puerta principal sin cerrojo y los olores rancios del abandono. Y sin embargo ahí estaba ella, abrazando a Francisco, pegándose a su piel, dejando que sus manos se hundieran en el sexo que de niña había visto poblarse de vello con sorpresa, y a veces, con terror.
La estrechez de la escalera los obligó a apretarse. En un momento, sostenida tan sólo por los brazos de Francisco y entrelazada en sus piernas, Clara lanzó el cuerpo hacia atrás, hacia el abismo, para sentir un poco más de cerca el vértigo de la oscuridad, la atracción que el vacío le provocaba.
Estaba ahí, frente a la misma casa a la cual habían llegado en un taxi que les costó casi todo su dinero. En el último piso creyó ver aquella fotografía gigantesca del Toro Valenzuela, que por entonces era el orgullo de todos los norteños avecindados en la ciudad de México. A punto estuvo de traspasar la puerta principal para los escalones, tocar en el departamento treinta y esperar que fuera Francisco quien le abriera la puerta. Pero se contuvo, el temor clavó sus garras y se vio otra vez como en aquella noche, las piernas temblorosas como un hilo y la voz de la madre pidiéndole -desde algún oscuro rincón del departamento que olía a podredumbre y al sudor de las muchas generaciones de estudiantes que pasaron por sus cuartos desnudos de adornos y cuyo único lujo era el enorme póster del pítcher de Sonora en la vidriera, a manera de cortina-: "no lo hagas, no te atrevas".
Al lado de Paul era capaz de recordar el resto. En la sala se habían tumbado en un sillón desvencijado y sin brazos. Allí dieron rienda suelta a ese deseo que los atenazó durante la fiesta. Ella dejó que Francisco hiciera todo aquello a lo que antes se negaba. Dejó que abriera su blusa, que liberara sus senos de los rigores del top. Sintió la mano de Francisco hurgando en aquellos rincones donde sólo sus propias manos habían penetrado y cuando parecía estar lista, cuando al conjuro de los besos y las caricias gemía en espera de aquel cuerpo en su cuerpo, fue cuando oyó la voz de su madre, cada vez más fuerte, en su cabeza. Sin más preámbulos él le arrancó la falda y ella descubrió en su rostro la misma ansiedad que vio en la cara de su padre aquella madrugada en el granero.
Entonces dijo "no". Rompió el abrazo y desnuda y a la carrera, se refugió en el baño salitroso. Francisco la siguió hasta la puerta, pero ahí, aun a sabiendas de que la única protección para Clara era un pasador, se detuvo. Empujó dos o tres veces aquel obstáculo y luego buscó envolverla con las palabras. Habló y habló: le dijo que el miedo era natural pero que no iban a hacer nada que ella no quisiera. Le explicó, suavizó el tono norteño para decirle que de cualquier forma no podía pasar la noche en el baño, que se iba a enfermar. Y ella sin hablar, muda, sentada en el retrete, envuelta en dos toallas apestosas, con la mirada fija en los mapas que los hongos formaban en las paredes. Ahí se quedó hasta que la voz de Francisco se extinguió en medio de los bostezos y una claridad esperanzadora se coló por las ventanas.
Para calmar su miedo se repitió una y otra vez que aún no estaba preparada, que quizá le tocaba esperar. Se lo dijo muchas veces hasta convencerse. Sólo entonces abandonó su refugio. No había nadie en la sala. Vio su ropa desperdigada en el sillón. Se visitó, se asomó a la recámara donde Francisco dormía entre ronquidos y bajó la escalera, ajena ya por completo al entusiasmo y a la pasión que la acompañaron en el ascenso.
Se sentía vacía y derrotada. Y sus pasos vacilaban en la calle. No supo cuándo tomó el autobús que la llevó al centro con sus últimas monedas.
Era la misma sensación que la acompañó cuando le tocó despedir a Paul en el aeropuerto, en su viaje de vuelta, cuando ya él le había confesado la verdad: en Nueva Jersey lo esperaba otra mujer, otra familia en cuya vida ella no tenía cabida.
Así que cuando él la movió para despertarla, para decirle que no había pasado nada, que todo había sido tan sólo una de sus muchas pesadillas, ella cerró los ojos y así los mantuvo mientras imaginaba cómo sería su vida sin Paul.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jul/00