Lavandería Rebeca

Francisco Serrano

-Esta semana no ha enviado nada- pensó Marisa. -Debe haber salido de viaje, porque la semana pasada tampoco envió y nunca falla. Todos los jueves aparece Camerino con las cargas; ya no debe tardar-. Mientras meneaba las prendas y las seleccionaba una a una, para ponerlas en las canastillas que formaban una fila de historias de clientes hacia las lavadoras industriales, pensaba en qué cosas vería en esta ocasión. No lo conocía, pero la historia que se había hecho con respecto a él a partir de su ropa, le permitía saber qué tipo de persona podría ser.

A Marisa le gustaban las camisas que mandaba a lavar; se le hacía que tenía buen gusto, y había solicitado -vía Camerino- que los puños de aquellas con las que usaba mancuernillas tuvieran un planchado liso completo, y no doblado. "Es especial, mi muchacho".

Tenía ya dos años como cliente de la lavandería y lo primero que Marisa dedujo es que vivía solo; toda la ropa que llevaba era de hombre. Posteriormente comenzó a jugar tenis

-pantalones cortos blancos, playeras blancas y calcetas blancas-; solamente tenía dos juegos de sábanas: uno de azules y otro amarillo para una cama tamaño queen; le gustaba cocinar -el mandil siempre venía sucio- y los fines de semana solamente utilizaba mezclilla; los boxers eran largos y de colores con figuras y eso le hizo pensar que su muchacho era un hombre con mucha vida. Las tallas de la ropa eran las de un hombre alto y delgado, y a Marisa le gustaba oler las reminiscencias de la loción en la ropa mientras la seleccionaba y ponía especial cuidado en el planchado de las camisas.

Niña Marisa, aquí le traigo la ropa del patrón.

Ya lo esperaba, Camerino. No vino la semana pasada.

Es que salió de viaje y llego hasta ayer. ¿Paso por ella mañana?

Porfavorcito, don Came.

Pesó la ropa, hizo la nota y dejó que Camerino se fuera por la misma calle de siempre. Tomó las camisas que ya conocía y las apartó, para lavarlas por fuera, tallando puños y cuellos con especial cuidado y a mano. -Me lo debería agradecer, porque no me lo paga- dijo en voz alta con una sonrisa, hasta que reparó en una de ellas, perfectamente blanca y con un cuello italiano que ostentaba una mancha de lápiz labial; el inconfundible beso. Desenfrenada, olisqueó la prenda y encontró un aroma diferente al usual, mezcla de perfume y sexo de mujer, y a punto enloquecer removió toda la carga para buscar la repetición del aroma entre las sábanas. Lo encontró junto a las manchas que suelen dejar los amantes, y dos toallas sucias en lugar de una sola, como era su costumbre. No había duda: se fue de viaje, y con esa puta. Rasgó la camisa con los dientes y con su propio bilé hizo un círculo alrededor del beso pintado y apartó la camisa para devolverla así al día siguiente a su dueño, mezclada entre toda la ropa limpia. Era un mensaje que le estaba enviando a la mujer por la que la habían cambiado.

Esperó toda la semana la reclamación que no llegó. En su lugar, apareció Camerino de nuevo, como si nada. En la carga, dos camisas nuevas que Marisa no había visto antes, y que le irritó ver manchadas una vez más.

-Se divierte, mi muchacho- y devolvió las prendas de igual forma que en la ocasión anterior: rasgadas y con los besos encerrados en círulos de lápiz labial. Con el empaque en la bolsa de plástico, Camerino no se daría cuenta del ultraje del que habían sido objeto. Esperó nuevamente y de nuevo camisas y boxers y calcetines venían cada vez más marcados, y camisas y boxers y calcetines -todos nuevos- regresaban rasgados a su propietario. El colmo fueron los shorts de tenis: unos labios carmín intenso se habían posado ostensiblemente sobre la zona franca, blanca e inconfundible donde reposa el pene. "Esto ya es una provocación de la puta esa. ¿Quién se crée?"

Decidió romper el protocolo establecido y buscarlo, para dar con ella. La dirección en la nota que Camerino siempre dejaba era Fátima 36-6. Era curioso. Le llamó la atención no haber reparado antes en ese detalle.

Al cerrar el negocio, Marisa se dirigió hacia la dirección a dos cuadras de allí. Encontró una casa sola en el lugar donde esperaba ver el edificio donde tocaría en el departamento marcado con el No. 6. Ante el fracaso se rindió y se fue a casa.

A la semana siguiente, apareció Camerino con la carga y en esta ocasión el hayazgo fue devastador: un liguero morado con vivos blancos de seda, un baby-doll negro con dorado y un par de medias igualmente negras y cuyas rasgaduras denotaban la virulencia del juego erótico de su amado.

Miró de nuevo la nota y la dirección era la misma. No se había equivocado, y al llegar a la puerta de la casa y preguntar por el susodicho departamento -no quería dudar más- pensaron que se trataba de una broma y no abrieron siquiera el zaguán.

Poco a poco la ropa de mujer comenzó a aparecer cada vez más entre las cargas que jueves con jueves Marisa se empeñaba en deshacer y que reaparececían con nuevas cosas, mejores y más caras, y con manchas hechas cada vez con menos pudor. Y el control de la vida de su amante, que tan meticulosamente llevaba a través de sus prendas, se le escurría por entre las manos sin que pudiera hacer nada. La ilusión con que esperaba los jueves se convirtió en desasosiego, en angustia incontrolable y que se transformaba en una rabia inaudita a la que le daba salida en la deshechura de la ropa.

Decidida a encontrarle sin preguntarle a Camerino, que sería lo más sencillo, pero no quería despertar sospecha alguna, revisó las notas anteriores. Las direcciones cambiaban cada dos meses: Filántropos 3-3, Florencia 14-4, Filadelfia 235-5, Fátima 36-6, y en todos los casos eran casas relativamente nuevas donde antes había habido edificios, y donde los vecinos de las propiedades de junto recordaban haber visto a un individuo como lo describiera su febril imaginación, a través de las pocas señales que le había dado un montón de ropa, pero las casas tenían años de haber sido construídas.

Ese jueves de frío intenso, Marisa abrió la bolsa de Camerino como de costumbre y también como de costumbre encontró lo que ya sabía: las camisas nuevas de siempre, ahora totalmente ensangrentadas y rasgadas, y la ropa de mujer con ese olor eterno a mezcla de sexo, loción y tabaco venían desde su amante secreto, pero con una variante: reconoció el menaje. Era su propia ropa interior que había utilizado el día anterior.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Feb/02