Lectores anónimos
Daniel Medina de la Serna
El salón de sesiones de LECTORES ANÓNIMOS era de regular tamaño: al fondo, sobre una tarima, estaba la mesa del director que, por turnos, presidía la velada; enfrente a ella estaba dispuesta una veintena de sillas. Cuando llegué una noche en busca de ayuda, sólo recibí sonrisas amables de bienvenida y efusivos apretones de manos de mis nuevos compañeros de tribulaciones, algunos de los cuales ya estaban en vías de superar sus conflictos. Se me ofreció alguna copita de licor, que fue indudablemente de gran apoyo para desinhibir los primeros recelos y para amenizar mi estancia en ese lugar; opté por un brandicito y con él, calentándolo en la mano, después de un par de tragos, pasé a la silla de enfrente y, dando la espalda al auditorio y de cara al presidente, comencé a relatar mi triste historia:
"Yo, amigos, caí en el absorbente y solitario vicio de la lectura como a la edad de ocho o nueve años; puede decirse que mis tíos y tías, inoculados del mismo mal, quizá fueron los culpables, pues comenzaron a regalarme en los días de santo, cumpleaños, Navidad y hasta como premio de mediocres calificaciones, libros de cuentos con hermosas ilustraciones y después novelitas con historias más hermosas aún; mi propia madre, que Dios tenga en su santa gloria, que también padecía de lo mismo, con frecuencia llegaba con algún tomito de regalo.
"Recuerdo que la casa de mis abuelos, y donde yo pasaba la mayor parte de mi vida, era de cuartos seguidos que daban a un patio central con su fuente de agua cantarina y fresca. En uno de esos cuartos, una tía mía había colocado un ropero sesgado para dejar atrás un ábside triangular que usaba para guardar todo tipo de trebejos: cajas de todos los tamaños y formas, velices de viaje, zapatos ya resecos y duros, las clásicas cajas cilíndricas de sombreros, paraguas, varillas de cortinas, plumeros y otras mil cosas más.
Pues ahí, dispuse una butaca formada por cajas y maletas para entregarme, sin peligro de ser molestado, a mi mal hábito. Ahí fui cautivado, primero por cuentos sencillos, después fueron cosas más complicadas y desde luego más emocionantes, de esas que lo agarran uno y no lo sueltan, como las deducciones pasmosas del detective de Baker Street, Sherlock Holmes; las demasías de feroces piratas con arracada en la oreja y parche en el ojo, a la busca de tesoros por mares que sabe Dios por dónde quedan; las tribulaciones de Alegre, un negrito bonaerense al que la vida trataba sin la más mínima contemplación, que me hacían llorar a moco y baba. Me conmovía, también, hasta la médula de los huesos con las peripecias de un repulsivo jorobeta, que en el momento crucial y decisivo tiraba con ademán vigoroso su raída capa y se estiraba hasta quedar convertido en el apuesto caballero Enrique de Lagardere, que era capaz de batirse a espada con quien se le pusiera por delante para que pagara sus fechorías e insolencias, y dentro de esa misma cuerda de los espadazos, no faltaron a mi cita los tres mosqueteros, que en realidad eran cuatro; y en su turno la escuela de los robinsones, y los largos viajes, en globo, alrededor del mundo, a la luna o al centro de la tierra; aquel rincón caótico fue el escenario mágico de los más disímbolos, exóticos y fascinantes lugares y peripecias.
A veces, cuando oía que me buscaban, salía yo presuroso de mi guarida y aparecía contestando al otro extremo de la casa, para no exponer la seguridad de mi escondite. Así fue como comenzó esto que ahora me trae aquí para pedir su ayuda".
El jefe del grupo, un atildado y flaco señor, de corbata de moñito y gruesos anteojos de miope, asintió con un ademán de comprensión y entendimiento, llenó de nuevo mi copa y alzó la suya para un nuevo brindis. Y proseguí:
"Luego vinieron los años escolares que acrecentaron en mí este vicio, a tal grado, que en lugar de escuchar las clases me ausentaba yo a veintemil leguas de ahí metido en un submarino como huésped del doctor Nemo, o esperaba yo el ansiado momento de la seductora venganza al lado de Edmundo Dantés, o me jugaba la vida, como un miembro más del grupo heterogéneo que comandaba el hombre de bronce, Doc Savage. Una vez, lo recuerdo bien, en plena clase y sirviéndome de parapeto el libro de Química, andaba yo por las calles de París atisbando los más mínimos movimientos y admirando la sangre fría del ladrón de levita, cuando una mano cayó desde arriba de mi hombro para arrebatarme el libro y devolverme súbitamente a la prosaica y vulgar realidad; había sido la del director del colegio, que entrando por la puerta posterior del salón me había sorprendido en plena comisión del delito lectoril.
"Amén de regaño y el descuento de quién sabe cuántos puntos en la calificación de conducta, entre él y el profesor rompieron en diminutísmos pedazos la nefanda novela. Dos semanas tuve que hacer a pie los viajes a mi casa para ahorrar lo de los pasajes y no quedarme sin disfrutar el triunfo espectacular y "charmant" del ladrón elegante.
"Después la Preparatoria me brindó, y con esto vemos que aun las cosas buenas tienen su lado malo cuando de vicio se trata, la oportunidad de fomentar mi debilidad; pues resulta que cada tres meses el profesor de literatura nos pasaba una lista de treinta y tantos títulos y nos asignaba uno a cada uno para que presentáramos al final del trimestre el comentario respectivo. Resulta que yo casi los leía todos y hasta podía vender la tares a algunos de mis compañeros que eran reacios a ese ejercicio; ya para entonces, puede decirse, que el que esto les relata, era un libro-dependiente perdido.
"Así pasaron los años, destripé, no digamos que por mi vicio, sino porque no era yo para los estudios. Y comencé a trabajar. Recuerdo que con mi primer sueldo me compré en la Librería Letrán hasta seis libros. Nadie, nunca, fue más feliz que yo: poder comprar seis libros de un solo golpe era para mí algo fuera de este mundo. Entonces llegaba yo a mi casa, y ya sin el fastidio de las tareas, podía dedicarme a leer hasta altas horas de la noche.
"Pero la bibliomanía, además, trae aparejada otra necesidad: la de comprar libros o anaqueles y buscar el lugar para ponerlos; y una biblioteca que se inicia es algo que crece y crece, podríamos decir que es como un monstruo capaz de devorarlo todo. Hace unos años que estoy casado y en mi departamento ya no hay donde poner más estantes. He tenido la mala idea de recorrer la cunita de mi niño más pequeño hacia el centro de la pieza para aprovechar las paredes contra las que se encuentra ahora, pero ni siquiera me he atrevido a proponérselo a mi señora; de un tiempo a esta fecha he temido que me abandone a causa de este vicio mío y se lleve lejos a los niños. El otro día me pidió dinero para comprarles calzoncitos y le dije que no tenía, que se esperara hasta la otra quincena. Esa noche llegué con dos libros nuevos bajo en brazo, no me reprochó nada pero en la noche noté que estaba llorando.
Por eso estoy aquí, amigos, ya no quiero ser del vicio".
Mi relato provocó muestras de comprensión, consejos sinceros y nuevos brindis, en medio de un ambiente cálido y amable que me hizo, al ir camino a mi casa, abrigar la firme esperanza de llegar a ser, de ahí en adelante, otro hombre. Con tan firmes propósitos estuve cinco meses y veintiún días: no compré un solo libro, no me paraba frente a ninguna librería y hasta les sacaba yo la vuelta; seriamente pensé en ir haciendo una drástica selección de mi pequeña, bueno ni tan pequeña, biblioteca y empezar a regalarla poco a poco. Pero...
Al vigésimo segundo día del quinto mes... todo acabó, o todo comenzó de nuevo, como quiera verse. Ese día fatal, un joven diligente y persuasivo se paró junto a mi escritorio mientras yo revisaba unos papeles de la oficina, colocó su portafolios sobre mi mesa y empezó a extender unos desplegados que anunciaban distintas colecciones de libros: la historia de la humanidad, de las artes, de viajes, paseos por hermosas ciudades; la atractiva vida de los animales, en fin unas preciosidades, todas ellas profusamente ilustradas, con fotografías, dibujos, diagramas y tablas, algunos impresos en diferentes tipos de papeles; con atractivas portadas y lomos bien diseñados para que destacaran entre otros libros. Ahí acabaron para mí las buenas intenciones; sin saber cómo, me vi firmando unas letras de pago y ansioso, acompañé al agente hasta su automóvil para que me entregara mi nueva colección. Camino a mi casa, con aquella pesada carga a cuestas, alcancé a distinguir en la oscuridad el anuncio luminoso, en luz neón azul, de LECTORES ANÓNIMOS; entré, subí las escaleras que conducen al salón, donde estaban en plena junta. Alguno me preguntó solícito si necesitaba ayuda; "No -le contesté con descortesía-, vine a que me den de baja y a decirles que se guarden para otros sus pinches consejos". Y airado di media vuelta con mi pesado bulto; ¡Cómo pesaban los condenados libros!
Legué a mi casa, donde mi mujer me interrogó solamente con la mirada, mientras yo, desafiante y altanero, puse mi caja en la mesa y decidido le dije: "Voy a correr la cunita al centro de la pieza, para poner más anaqueles".
Para no despertar al niño, resignada y con los ojos cargados de llanto, me ayudó a recorrer la cuna; traje unos ladrillos y con unas tablas improvisé unas repisas donde coloqué mis libros recién comprados. Luego me metí en la cama. Mi esposa lloraba en silencio; apagué la luz y pensé: "Bastante me friego en la chamba para no permitirme un pequeño vicio..." y con esta idea dándome vueltas en la cabeza, pronto me quedé dormido.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99