Los bostezantes

Para Víctor M. Navarro

Ignacio Trejo Fuentes

Nunca pensé que matar fuera tan fácil, y que hacerlo no implicaría remordimientos, dudas. Es tan gratificante y sencillo como ir a una fiesta.

Al principio me dio miedo saber que pertenecía a una casta: los que no bostezamos.

La nuestra no es una familia evidente y maldita, como la de los vampiros. No es una genealogía específica, y nos reconocemos unos y otros, unas y otras, por simple azar: nos detectamos, sabemos quiénes somos porque algo como un tintinear de cascabeles se desata cuando nos encontramos. No tenemos códigos, bastan nuestras miradas. O mejor dicho: no teníamos proyectos. Ya empezamos a actuar, y me correspondió cometer, por principio, dos crímenes.

Me han dicho que nuestra (¿podré llamarle cofradía?) existe desde siempre, y que nuestros antecesores eran perversos y malvados casi por norma. Quienes no bostezan somos peculiares, nadie, ni nuestros padres o hermanos y amigos tienen que ver con esto. No bostezamos y ya. Pero quiero contar los efectos de nuestra condición.

A los vampiros -dicen- los hiere la luz del sol, los aniquila. A nosotros nos lastiman profundamente los bostezos, ver bostezar a alguien es como recibir puñaladas, nos enfurece y nos ciega. Me han dicho cosas horripilantes: la quema de brujas, por ejemplo, no se dio por sus hechicerías no por sus maleficios, sino sencillamente porque eran bostezantes. En las Inquisiciones se delataba no a los endemoniados, sino a quienes bostezaban. Se ha dicho -aunque yo no lo creo del todo- que atrocidades como los genocidios de Awschwitz, o el episodio de Salem, o las frecuentes inmolaciones de que nos dan noticia los periódicos y la televisión y el radio, se perpetraron contra los bostezantes.

Me tocó ser uno que no bosteza citadino, habitante de una de las ciudades más grandes del mundo. ¡Cómo se sufre! Es suficiente meterse en el Metro para saber de esas puñaladas de que hablé: por eso evitamos viajar por las mañanas, o en la noche: cada bostezo es como un estrangulamiento, como una carretada de agresiones. Tampoco vamos a las fiestas, ni a lugares donde conviven los normales, los que bostezan.

Pero es de los asesinatos de lo que quiero hablar.

Sin saber cómo, exactamente como por un conjuro, me vi una noche en medio de un salón como de fiestas. Cientos y cientos de invitados a quienes no conocía, a los que ni siquiera había visto y que no obstante hacían sentir en el ambiente una hálito festivo, como reunión de amigos o de hermanos, aguardábamos la presencia de algo.

Aparecieron en el foro dispuesto para el efecto, cinco señores de edad avanzada, vestidos formalmente, y tras saludar fueron de lleno al asunto que propició la reunión.

Éramos no bostezantes, y así como éramos capaces de reconocernos unos a otros entre la muchedumbres, fuimos convocados a esa reunión: vínculos familiares que -recordó alguno en el presidium- han existido desde siempre. Dirigiéndose a los más jóvenes (aunque yo, que tengo dieciocho años, sentí que me hablaba única y exclusivamente a mí) hizo un repaso a trazos agigantados, recordó sucesos como los que mencioné al principio y aseguró que nuestra familia se extiende por el mundo.

Otro de los ancianos dijo que por años habíamos permanecido en silencio, conformes con salvaguardarnos por cuenta propia de las asechanzas de nuestros enemigos naturales: los bostezantes. Pero ahora la situación era ya insostenible, no podríamos permanecer inmóviles, silentes, sobre todo en ciudades como ésta, donde la aglomeración, el estrés, el hastío, la pobreza ponen histéricos a sus habitantes. Muchos de ellos trabajan como bestias, a veces doblan sus horarios en fábricas y en oficinas, y eso explica su irritabilidad, redobla sus bostezos. Es necesario protegernos, actuar en grupo, en forma concertada.

Otro anciano informó a quienes lo ignorábamos de los métodos usados por nuestros antepasados para deshacerse de los bostezantes. Era muy fácil: se les envenenaba o, simplemente, se les acusaba de hechicería, de endemoniados, y los jueces -infiltrados siempre por uno de nosotros- los sentenciaban a muerte sin consideraciones. Mas eran otros tiempos. Ahora, en nuestros días, en estas urbes, parecemos más indefensos -dijo-, pero no lo somos. Hemos diseñado un programa de acción para matar bostezantes sin que quienes los ultime se involucre en líos policiacos, ni siquiera despertarán sospecha alguna.

Según explicó, se trataba de hacernos de un anillo que contenía dosis letales de veneno: cada pieza es capaz de exterminar a mil personas. Nos informó que ahí mismo, al término de la reunión, nos serían entregados los anillos, y que del mismo modo inexplicable en que nos habíamos reunido esa noche, sabríamos a dónde acudir para remplazarlos, para recargar del veneno mortal nuestros anillos.

Por último, los viejos informaron que acciones similares se estaban poniendo en marcha en las principales ciudades del mundo: Nueva York, Los Ángeles, Chicago; Roma, París, Londres; Munich, Viena, Bruselas; Moscú, Nueva Delhi, Hong Kong; Río de Janeiro, Santiago, Buenos Aires...

Los ancianos agradecieron nuestra asistencia y nos desearon la mejor de las suertes. Los asistentes, los cofrades, los que no bostezamos, nos abrazamos estimulados y felices, como si hubiésemos asistido a una fiesta familiar. Al fin y al cabo era exactamente eso: una familia antigua y reputada.

Salí a la calle transformado: algo en mí se había convulsionado. Porque hasta esa noche mi relación con los que no bostezan había sido nula, ignoraba la existencia de la hermandad, de la familia. Como dije, nos reconocíamos unos a otros sin necesidad de palabras, pero nunca sospeché pertenecer a una secta. Mi relación con los bostezantes, mis reacciones ante ellos y sus bostezos, me parecía natura: cuando veía alguien que bostezaba sentía que algo helado corría por mis venas, apenas controlaba el impulso de lanzar alaridos y, en determinadas ocasiones, me daban ganas de apretarle el pescuezo al bostezante. Poco a poco aprendí a controlarme, y sobre todo a eludir los sitios donde los bostezantes se sienten a sus anchas; evitaba viajar en el Metro o en autobuses en horas específicas de la mañana o de la noche; suspendí las fiestas, los velorios, y cada vez que veía que alguien amenazaba con bostezar o de plano lo hacía, cerraba yo los ojos y además me los cubría con las manos y daba la espalda a mi agresor: era como si cerrándome el mundo amenazante, el mundo dejara de existir.

Pero justo cuando esas medidas rudimentarias de protección empezaban a resultar inútiles, asistí a la reunión con mis cofrades.

He sabido -como si hubiese participado de un aprendizaje intensivo- que nuestro rechazó (¿miedo, horror?) a los bostezos y a los bostezantes es progresivo: cuando somos niños eso no nos inquieta, y al parecer la aversión empieza a desarrollarse en la adolescencia y culmina en la ancianidad: no hay nada peor para un viejo de los que no bostezan que un bostezo, es como una puñalada en pleno corazón (como la luz para los vampiros: ahora creo en ellos, sé que existen).

En mi breve experiencia he descubierto que hay gradación en los bostezos: algunos pueden ser tolerables, aunque otros son verdaderas provocaciones al suicidio o al asesinato, por ejemplo los de quienes además de bostezar hacen escandalosos ruidos. Y peor aún resultan aquellos bostezantes que tratan de hablar mientras bostezan. Y los reiterativos, esos que abren sus hocicos una y otra vez sin contemplaciones, esos que se resisten estúpidamente a dormir: son nuestros peores enemigos.

Imagino que fue algo irracional, no calculado y sin embargo imperativo: llegué a casa, y contra mi costumbre me puse a ver la televisión con mi familia; evitaba esa forma de entretenimiento porque invariablemente quien ve televisión bosteza. Y mi abuela, la madre de papá, se prodigaba en kilométricos bostezos cada noche antes de pedir que la llevaran a su cama. Esta vez sorprendí a todos al ofrecer hacerme cargo de la abuela. Cuando pidió ser llevada a su recámara la conduje hacia la planta alta de la casa, y al ver que bostezaba, en plenas escaleras le clavé la punta de mi flamante anillo en plena nuca: la anciana se desplomó como por embrujo: muerta. Se hizo el escándalo en casa, llamaron inútilmente al médico y no tuvieron más que aceptar que la abuela había muerto de muerte natural, de vieja. Lo constató la autopsia, y mi familia se encargó del sepelio. Naturalmente no asistí al velorio, ni a los rezos subsecuentes, no fuera a ser que el nuevo diablo que llevaba dentro de desatara innecesariamente.

La muerte de la abuela me produjo un misterioso cosquilleo en el cuerpo, cierta euforia, y por qué no decirlo, me hizo sentir feliz, como si me hubieran arrancado del corazón una esfera de espinas, en tanto papá y mis hermanos padecieron la ausencia de la abuela como una lápida.

La segunda dosis de veneno de mi anillo letal la apliqué a un cincuentón que atendía una accesoria cerca de mi casa donde vendía y cambiaba revistas. Siempre me pareció insoportable: gordo, desaseado, parecía él mismo un bostezo. No creo haber pasado alguna vez frente al establecimiento sin que el gordo abominable no estuviera como embelesado con sus bostezos: parecía disfrutarlos como si se tratara de un orgasmo; en cambio yo me irritaba al grado de que daba rodeos para evitarlo. Matarlo fue muy fácil: bastó acercarme a él mientras estaba embebido en la lectura de una de sus revistas y punzarlo con mi anillo en uno de sus brazos. Se quedó ahí, súbitamente quieto, como si dormitara. Seguí mi camino y no me preocupé por averiguar cómo descubrieron su muerte.

Ha pasado apenas un mes desde que me reuní por vez primera con mis iguales, los que no bostezamos, y sólo actué el par de veces referido. Entre tanto, he visto en los periódicos, en la televisión, que las autoridades y la población han empezado a dar muestras de alarma por la abundancia de muertes súbitas y en apariencia inexplicables. Hombres y mujeres, niños, jóvenes, ancianos... sucumben sin que antes hayan dado muestras de debilidad, sin que acusaran signos de enfermedad. Ocurre otro tanto en Madrid, en El Cairo, en Tokyo..., y los ecologistas atribuyen las muertes a los altos índices de contaminación ambiental. Otros científicos coinciden, y sospechan que la polución contiene elementos hasta ahora desconocidos que provocan la muerte acelerada de tanta gente en tantas partes.

En la medida que me entero de aquellas cifras entiendo que los no bostezantes están actuando a fondo, en serio, decididos a acabar de una vez y para siempre con esa plaga creciente de enemigos, los bostezantes. Y he decidido dejar a un lado mi pasividad, mi inercia; sé que debo agregarme con más empeño a la campaña de mi estirpe. Hoy saldré por la mañana y subiré al Metro, y tengo calculado ir por la noche a una funeraria. Mañana aguardaré en las puertas de las escuelas a que las madres lleven a sus pequeños: será un festín, sin duda, porque los bostezantes son ahí infaltables.

Calculo que las dosis de veneno concentradas en mi anillo podrán durar un mes, si sigo un ritmo moderado. Cuando se agoten acudiré a renovarlas: cada vez que actúo siento que una marejada de hormigas corre por mi sangre y mi piel, excitándome, estimulándome, haciéndome sentir que por fin mi vida está al servicio de una causa en verdad importante.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Dic/99