Radiografía

Miriam Mabel Martínez

De niña me gustaba dibujar. Mi padre estaba convencido que yo sería una pintora de prestigio, por eso me inscribió en un taller infantil de artes plásticas. Se equivocó. Soy médico y no soy famosa. Quería que su hijita construyera universos donde las tonalidades y las figuras abstractas se encontraran. Era un fanático del arte abstracto, mientras que yo prefiero lo figurativo; soy conservadora en mis gustos. O no, simplemente, quizá influenciada por mi profesión, lo representativo me es evocador. En cambio a él le seducía la mancha y sus posibilidades... A veces me narraba juegos abstractos entre colores y tonos. Para mí, la línea sigue siendo un elemento visual. Lo siento. Papá creía que conocería el mundo a través de mis pláticas y de mis cartas enviadas desde distintas ciudades del mundo. Otra equivocación. Sólo conozco Madrid porque gané una rifa de un viaje en la universidad; además, sufro acrofobia. Soy una mujer sedentaria, no viajo mucho. También suponía que las revistas internacionales de mayores tirajes hablarían de mi obra, que mis cuadros pertenecerían a colecciones particulares y a museos pomposos. Me conocen de vista mis vecinos y mi nombre únicamente circula entre la comunidad médica nacional, soy cirujano especialista en caderas.

Papá creía demasiadas cosas, aunque no en Dios. Olvidó la fe, quizá si la hubiera tenido el destino se habría aliado a nosotros. Tal vez no se trate de fe ni de destino sino de tragedia.

En noches silenciosas como ésta, salgo al balcón y la oscuridad me recuerda el miedo que sentí en el velorio de papá. Busco alguna luz que me sostenga, enciendo un cigarrillo y me avergüenzo de mi debilidad y de la soberbia.

No hay vuelta atrás: estoy aquí mirando las estrellas sin entender qué hice mal, cuándo surgió la angustia y por qué. Soy culpable, tan culpable como papá y pagaré las consecuencias. No importa lo que haga, la suerte está echada: estoy condenada al insomnio.

A mi abuela le espantaban las ilusiones de su hijo, le causaba horror imaginar a su nieta menor soltera, vagando por el mundo y pintando. Lo que temía más era que no tuviera hijos ("una descendiente mía jamás negará su maternidad") y que me dedicara a la mala vida ("eso de tener muchos hombres no está bien"). Tenía razón: no tengo hijos ni una pareja estable. Mi abuela y mi madre rezaban (y aún lo hacen) diariamente para que yo consiga un marido que me haga me regale la "felicidad", aunque claro, están convencidas de que no lo merezco. Todavía se preguntan a quién salí, si su genealogía es tan pura (a mí también me gustaría saber "a quién salí, y no es mera curiosidad. No me parezco a mi madre ni a mi padre.)

Estoy cansada y como siempre que el agotamiento me aprieta, el presente parece tambalearse por las ráfagas del pasado que centellean mi memoria. Mañana muy temprano opero, es más de media noche (o eso parece), y no puedo concentrarme en el expediente. Sobre la mesa mis utensilios de trabajo (lápices, radiografías y papel) parecen reclamarme mi indiferencia.

Prendo otro cigarro con la esperanza de retardar el futuro inmediato. Hace frío, la ansiedad crece para beneplácito de mis aflicciones. No quiero pensar, no quiero temer y no dejo de temer ni de pensar, por qué no me casé con Luis, por qué niego la maternidad y todas esas tonterías que pensamos las mujeres una vez pasados los treinta; aunque sé bien que me ocupo de estas nimiedades para no responder por qué deje la pintura y por otras razones más primitivas y funcionales: mañana opero, tengo miedo y síntomas premenstruales.

Las hormonas han influido definitivamente en mi vida. Las decisiones trascendentales las he hecho en el periodo menstrual. No creo en el horóscopo ni en Dios, desgraciadamente. Así que considero a las hormonas responsables de mi destino (si acaso existe), crédito que comparten con la manía estrafalaria de leer mi futuro a través de líneas. Sí, cada vez que me enfrento a una situación difícil (como la operación de mañana) dibujo, es como si jugara al Tarot, ahí encuentro la respuesta. Pero hoy tengo miedo de trazar cualquier línea, tanto como el día que murió papá.

Nadie sabe que pinto. Mis colegas son demasiado racionales para comprender el universo onírico que gira entre un punto y una curva; demasiado solemnes para observar historias a colores, ni siquiera son capaces de imaginar otras modalidades del esqueleto, para ellos el fémur es un hueso, para mí es un puente. A veces, mientras opero, fantaseo que el bisturí es un pincel y el paciente un soporte para mi obra.

Papá quería para mí una existencia diferente a la suya, a la de los demás (mi vida es como la de los demás). "Tú tienes que ser importante, una mujer cosmopolita". Hasta ahora ignoro que entendía por cosmopolita. De joven quería ser pintor, pero a la abuela no le parecía correcto que su niño se dedicara a la "vagancia", tenía que ser médico como el abuelo. Y lo fue aunque, al igual que yo ahora, dibujaba a escondidas. Quizá me equivoqué al continuar la tradición familiar. Con él enterré mis ansias de artista y la única posibilidad, entonces presente, de sobrevivencia era atarme a una herencia añeja. La última posibilidad, menos abstracta, de aferrarme a la vida fue asumir su penitencia. Ya no sé quién de los dos se equivocó más.

Para él, el dibujo era mi pase de abordar a un ambiente distinguido, a una existencia placentera, el boleto al mundo que sólo conoció en libros. Para mí era (y es) el refugio apropiado para desbordar mis instintos, un sitio lejos de la mirada de mamá y el medio idóneo para comprender lo que sucede. El tiempo, la ciudad, el consultorio, las avenidas, los diagnósticos... existen porque son reproducibles en el dibujo, existen deconstruidos por la mirada, reinventados, imaginados, firmes en líneas. Únicamente posibles al paso del lápiz. Únicamente vivos desprendidos de su realidad, insertos en la mía.

Durante quince años asistí a talleres de artes plásticas. Estudié la historia de la pintura sentada en las piernas de mi padre. Se me ancharon las caderas, me salió vello púbico y me brotaron los senos mientras lo atendía las lecciones paternas. Conocí mi cuerpo pensando en él y en la historia de las artes. Me miré a través de sus ojos y de la concepción de una infinidad de autores, al carbón, al óleo, en acuarela, en acrílico, me observé rígida, transparente, tenue, iluminada, opaca...

Aprendí a pintar al óleo, a usar el acrílico, la acuarela y sobre todo ejercité las manos. Todavía soy una buena dibujante, probablemente mejor que cirujano.

Tengo 36 años, un departamento con tres recámaras, un auto que circula todos los días, una colección de discos presumible, un consultorio propio y muchos pacientes que me pagan una vida decorosa. También tengo un pequeño estudio donde pinto.

Cuando murió papá opté por la medicina, aunque desde entonces mis manos se soltaron más y empecé de verdad a entender las artes plásticas. Antes cumplía los deseos de papá, dibujaba lo que él deseaba mirar; ahora, lo que observan mis sentidos (aunque esta noche, mis sentidos están confundidos).

Tardé en descifrar lo que mis sentidos contemplaban, sobre todo porque no sabía si veían lo que mi padre hubiera visto o si mi mirada ya había declarado su independencia. Esta confusión abarcó la periferia total de mi existencia desde la oscultación médica hasta la amorosa. Cada detalle de mi vida, cada paso y gesto estaban supervisados por él. Renuncié a ser una profesional del arte, soy una amateur vigilada por su entrenador y el dibujo me ha servido para aclarar lo que mi vista percibe fuera de foco.

No sé si agradecerle la educación visual o reclamarle la intromisión. Papá me enseñó a ver, a leer lo indecible en las caras, a reconocer cartografías en los ojos y en los cuerpos de la gente. Mis ojos funcionan como rayos equis. Contemplo lo que no debo.

Nunca me ha gustado el retrato pese a que tengo talento para captar la personalidad del otro. Sé traducir en líneas el carácter, también introducir la memoria que refleja la mirada en sombras y gestos. Dibujando descubrí la ira de mamá, la melancolía de mi padre, la posesividad de la abuela, los defectos de mis amigos... Descubrí que papá no mintió: el rostro y el cuerpo son mapas.

"El cuerpo es un mapa, cada miembro y articulación son un circuito, una montaña, un lago, una avenida. Cada uno de nosotros habita la propia ciudad; en ocasiones somos extranjeros; en las menos, ciudadanos; en otras más, residentes exiliados. El cuerpo es memoria. Somos historia y estamos negados a olvidar. Recuerda, debes aprender a observar, a intuir. Aún lo indecible está ahí, en la piel, en el cabello o en la estructura ósea".

Como médico, esta enseñanza ha sido imprescindible. Como mujer un deleite, pero en la soledad sólo ha sido dolor. Soy testigo de las migraciones y cambios que ha sufrido mi cuerpo, mi ciudad. El ejercicio más difícil aún es la confrontación en el espejo: el autorretrato.

La tarea de verme al espejo, reconocerme fuera de mí, me condujo a entender lo que me rodeaba. El reflejo mudo de mi silueta era demasiado tramposo, a veces parecía que contemplaba a una persona extraña; en otras que era mi padre el que me veía. Primero practiqué copiando la cara en la diversidad posible del gesto. Después, dibujaba el cuerpo sin cabeza, de frente, de espalda, de perfil, encuclillas, sentada... El siguiente paso fue la fragmentación.

A veces, frente al espejo, descubro nuevas rutas y también observo edificios destruidos. Mi ciudad está llena de emigrantes, nadie aún a nacido en ella, tampoco nadie se ha quedado demasiado tiempo. Soy una ciudad de paso.

Tengo miedo y mucho trabajo: terminar el retrato del paciente en turno, revisar algunos expedientes; sin embargo, afuera la noche se diluye, supongo que existe placer en algún rincón, yo lo único que deseo es quedarme aquí en el balcón y sentir el viento romperse entre las piernas.

Papá decía que el dibujo alejaba al espanto, "trazas las frecuencias del pulso o lo que la mano indique, es infalible. Simplemente se va". Pero mi experiencia sabe que no es suficiente, el miedo permanece ahí. De pequeña no me sucedía, él me protegía; sin embargo, desde su muerte soy vulnerable. Desde entonces, mis dibujos y trazos no se conforma con quedarse en el papel, se extienden en mis días, se revelan en golpes de estado y gobiernan mi ciudad, mis sentidos.

Me he convertido en una maniática, no puedo salir de casa sin antes hacer aunque sea un rayón en cualquier hoja, como las personas que dependen del horóscopo, del psicólogo o de dios.

Complemento los historiales clínicos de mis pacientes con un retrato y un dibujo de cuerpo entero. Las radiografías me han servido para conocer subterráneamente las ciudades que habitan los enfermos. Este método ha funcionado bastante bien. Los bocetos que realizo son una especie de planos. Antes de operar reviso el mapa y juego plásticamente con las radiografías; así, he descubierto otras variantes.

Repito, las radiografías me resultan soportes atrevidos; a veces les saco copias fotostáticas y experimento con carbón o pastel. Mis ciudades son austeras, la mayoría está en obra negra; las reedifico con los mismos huesos rotos. Estas ciudades son sitios devastados con historias interrumpidas, mi deber es la reconstrucción. De mí depende su rehabilitación, su belleza o su olvido.

El primer autorretrato lo hice a los seis años, me intrigaba cómo me percibían los demás, en realidad lo que deseaba era saberme cierta y si yo era objeto de reproducción a lápiz entonces existía. El autorretrato me obsesiona porque es la única manera en la que aún existo. Periódicamente realizo uno, en ellos he descubierto el terrible parecido a mi madre y el monstruo en que mi padre me convirtió. Por una parte es una necesidad; por otra, una contradicción: detesto vivir ensimismada.

Aborrezco depender del dibujo, me enoja pretender que existe una realidad oculta entre líneas; sin embargo, no me ha quedado de otra. El dibujo es un arte de la adivinación. Cuando dibujé a Luis, supe que no lo amaba. Cuando tracé la barba de Manuel me percaté lo que fue evidente la primera vez que nos acostamos. También así intuí la lujuria de Víctor y la ternura de Alejandro.

El dibujo no me ha dado la fama, tampoco me ha funcionado como terapia, pero me ha revelado la oscuridad ajena, me ha abierto la imaginación erótica y aconsejado en el plano profesional. Gracias al dibujo soy una buena amante y una ortopedista confiable.

Crecí compartiendo la ilusión de la pintura con mi padre. Él tenía tantas ganas de que yo fuera una gran artista que me contagió. No sé si el ímpetu con el que me hablaba de pintura y me compraba libros, o la colección de barbies que me regaló por "mis progresos" o la ansiedad ingenua con la que me miraba y apapachaba fueron aliciente u obstáculo en mi desarrollo plástico. Ignoro si estos factores limitaron el progreso plástico, lo cierto es que la ternura y la presencia paterna despertaron tempranamente las fantasías sexuales. Los estudios y bocetos infantiles fueron el preámbulo del placer. La abuela no se equivocó. He aplicado las enseñanzas paternas en la medicina y en la cama.

Aún me reprocho aquella sensación extraña entre complacer a mi padre y a la vez contradecirlo; sobre todo, me recrimino el no haber aceptado que sus deseos eran los míos.

La estúpida vanidad que me guió a traicionar las expectativas paternas y propició mi caída en la trampa de mi abuela. Creo que disfruta mi soledad, como sí así pagara una deuda ajena. Ninguna respuesta me satisface. Ante sus ojos, y los de mi madre, soy una fracasada, según mi punto de vista, la única triunfadora en esta historia soy yo. Las derroté: papá era (y es) mío...

Nunca me perdonarán, yo conocí al doctor Echánove y al pintor Pablo. Viví al hombre. Heredé los objetos personales y la colección de pintura paterna pese a los remilgos de mi madre y los celos de la abuela. Me pertenece su memoria y fantasías. La principal soy yo. Entre él y yo no caben terceros, lo saben y reconozco la ira en sus quijadas y en sus pómulos apretados.

Cuando murió renuncié a mi futuro de artista y opté por la clandestinidad. Desde entonces pinto a escondidas para estar cerca de él. Me enseñó a delinear el tiempo, a enfocar. Conozco el mundo y las ideas a partir de la mirada. Los otros sentidos también han aprendido a ver.

Dibujo diariamente, llevo notas e itinerarios. Trazo los huesos fracturados de mis pacientes, las angustias que están marcadas en las siluetas de mis colegas debajo de las batas y sobre todo dibujo ciudades, cada persona es un lugar diferente. Habitamos una ciudad llena de ciudades autónomas y autosuficientes.

Al entrar a la Universidad pensé que nunca regresaría al dibujo, que la decisión de continuar con la tradición familiar y muerto mi padre, me liberaría. No fue así. Sin darme cuenta, al estudiar medicina me acercaba más a papá. Si había insistido en que yo me dedicara a la pintura no era por mero capricho, sino porque deseaba mantenerme a salvo. En las clases de anatomía comprendí el gesto lívido de papá y supe por qué pasaba las tardes encerrado en su estudio. Le sucedía lo mismo que a mí. Hasta entonces, mientras memorizaba los nombres de huesos y músculos, me percaté que esos esquemas eran ciudades y que ninguna era igual.

Intenté deslindar mi educación visual de los estudios médicos. Fue imposible. Dejé de pintar y me dediqué a la ciencia. Sólo continué el ritual del autorretrato, más por deber que por gusto. Ese deber me ata a la vida. Sin papá, mi figura languidecía.

Poco importan los periodos en los que he dejado de pintar. Nunca he dejado de dibujar, desde que me opté por la medicina me he tomado más en serio esta tarea. La abuela y mi madre creen que vencieron con sus predicciones a papá. Creyeron que nunca sería una pintora, en el sentido estricto no lo soy. Me disfrazo de doctora y en mi consultorio la pintora es la que toma el mando.

Sublimé la presencia de papá con otros hombres, ninguno me satisface (la abuela, gracias a dios, no se equivocó). Busco en el orgasmo el cosquilleo en el cuerpo que me producía sentarme en las piernas de mi padre para dibujar. Ese placer que erizaba los pezones. Ése que regresa y me atrapa mientras el lápiz rechina en el papel.

Soy médico y pintora de clóset; al igual que él transformó esqueletos en ciudades; también adivino los secretos de mis amantes y de los enfermos. Hasta hoy no he fallado ningún diagnóstico; sin embargo, la operación de mañana me aterra, el expediente del señor Pereda está inconcluso, la ciudad que guarda me niega la entrada y no puedo operarlo sin conocer a fondo la planeación.

No logro concentrarme, los bocetos que he realizado no funcionan, son acercamientos a otra ciudad y no sé cómo interpretarlos. Quizá mi carrera ortopedista concluya mañana a las cinco de la tarde; tal vez lo que he empezado a esbozar es la predicción del fracaso.

Esta semana no he podido trazar ni una línea. Tengo pendiente el retrato de Jorge. Probablemente él es el problema, recorre mi cuerpo con tanta familiaridad como si siempre hubiera radicado en él. Conoce rutas que yo sabía que existían pero que cuando me toca las sé ciertas. Desconozco las reacciones de mi cuerpo, abro las piernas sumisa y dejo que deambulé sin preguntar a dónde. Sabe perfectamente a dónde quiere llegar. Tal como mi padre lo sabía.

Heredé el prestigio de mi padre: el doctor Pablo Echánove. La pizca de fama que gozo no es mi mérito, simplemente es efecto de un apellido. Reacción en cadena. Me pregunto cómo habrá sido él como médico, en el medio se dice mucho sus aportaciones a la cardiología. Pocas veces nos comparan; es más, casi nunca me hablan de él, temen herirme. Hasta que llegó el paciente que mañana operaré, tiene 28 años y los ojos café oscuro (mi padre los tenía verdes), es un poco gordo (papá era muy delgado), mide casi 1.90 metros (papi era más bien bajito), solamente tienen en común dos cosas: el nombre y el primer apellido. No es una cuestión extraña, en el mundo hay muchos Pablos y los Echánove ocupan parte considerable de la letra E en los directorios telefónicos. No sé qué es lo sorprendente, pero en el hospital todos me miran raro y murmuran a mi alrededor. Ahora, hablan de mi padre, porque creen que la duplicidad del nombre mantendrá al margen sus charlas de mis oídos. No me gusta que hablen de papá. Desde su muerte he bloqueado ciertas escenas. Yo fui la primera que lo vio, pero he olvidado qué fue lo que miré. Mamá no habla de ello y mucho menos conmigo. Ella dice que se murió de un infarto (¡vaya muerte ridícula para un cardiólogo!); yo bien sé que se suicidó y nuestros colegas también lo saben, por eso no lo nombran, pero ahora mi paciente Pablo Echánove se ha convertido en su cómplice. No me inquietan sus opiniones ni sus fantasías. Nadie sabrá por qué. Yo lo único que añoro son las tardes dibujando junto a él. Extraño sus manos guiando las mías. Cuando dibujo a veces pienso que sus manos aún dirigen los trazos. Sé que son mentiras, pero he aprendido a inventar historias, lazos que me lleven a él... flotadores, les llaman algunos. Papá te extraño, quisiera que estuvieras aquí, que me ayudaras, me contagiaras tu ecuanimidad y me provocaras dibujar. Quiero dibujarte. Trazo un rostro sobre una servilleta, no es mi paciente, es mi padre. Desde hace más de una semana que no dibujo más que a mi padre, o lo que recuerdo de él. Durante años lo he pensado tanto y tanto, que desconozco ya sus rasgos. Mis dibujos son acerca de lo que recuerdo. Ahí están implícitos mis años sobre sus rodillas, sus libros de arte, su vida de médico, nuestros colores, lápices y pasteles. Hasta ahora empiezo a entender lo que tanto se empeñó en enseñarme: la abstracción. Hasta ahora me alejo de mi necedad por representar y este paso lo he dado más por intuición que por aprendizaje. Sé que el tema de mis últimos trabajos es mi padre, aunque no estén ahí sus ojos ni su cabello ni sus brazos, pero en estas manchas hay algo más: está él, está su calor, su voz, su aliento en mis mejillas. Es como si por fin, después de tantos años hubiera entendido que no todo se trata de un cuerpo y de un esqueleto, que existe una corporeidad sin gestos o formas definidas. Como si por fin comprendiera que es posible dibujar el tono de voz. Esta certeza irrumpe repentina y el miedo aumenta, he sido incapaz de dibujar y saber sobre el futuro de la operación de mañana, los pocos intentos me acercan a mi padre y me alejan de mi paciente.

El descubrimiento de la abstracción me libera y me reconcilia con mi padre. No importa que no sea esa pintora famosa que soñábamos los dos. No importa que no sea una viajera; de cualquier manera nos parecemos (mamá tiene razón en sentir celos; la abuela, también). Desde su muerte he deconstruido su presencia en cada uno de mis dibujos, he tratado de vincular mi profesión de doctor con mi vida de pintora, he tratado de parecerme tanto a él y más que nada he deseado tenerlo aquí, conmigo.

Por primera vez mi estrategia de médico-dibujante ha fallado. Mañana opero a un tal Pablo Echánove y ojalá conozca su destino, porque al menos yo lo desconozco. El miedo se transforma en fervor, me acaricio la entrepierna, mis manos se tropiezan con mi pubis y el calor sube. Chupo mis dedos, ¡qué rico sabor!

Es casi media noche, Jorge debe estar emputado con el vino listo, la ensalada marchitándose sobre la mesa y el pene erecto. También estoy excitada, me encantaría que este cigarro fuera su pene, me gustaría dibujarlo, hacer un puente entre dos ciudades. Dejar de dibujar lugares extraños. Dejar de ser una reconstructora. No trabajar en cuerpos extraños, dedicarme a él, vivir en él y pintar la historia de su ciudad; aunque este pensamiento signifique que papá no se equivocó. Sin embargo, no puedo contradecirlo aún en el error. No soy ni seré una artista famosa, únicamente dibujo los huesos rotos de mis pacientes, realizo autorretratos respetando su mirada, recurro a mis habilidades manuales en la cama y pinto ciudades a escondidas sólo porque de niña a mi papá le gustaba verme dibujar.

Hoy he aprendido una gran lección. Sé bien que estos primeros intentos abstractos son el inicio de algo. Ojalá Jorge esté incluido en este "algo".

El ruido de un motor irrumpe en mi noche. Apago el cigarro, con la ceniza delineo un garabato. En la mesa, me espera el "expediente" de la operación de mañana, ya no importa. No puedo hacer más. Escucho la oscuridad, su respiración es tan sutil que apenas se siente. No hay viento, el miedo se ha ido y el trazo avecinda el porvenir. Imagino la textura del polvo similar a la del grafito, quizá sea una mentira, pero hoy no tengo más remedio que creer. Esta noche papá está muy lejos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02