Payaso

 

Cualquier parecido con “El vendedor de pararrayos”,

de Herman Melville, no es una simple coincidencia.

 

 

Marcelino Ruiz

Provengo de una familia en la que la altura ha superado pocas veces un metro con sesenta. Cuenta mi padre que mi abuelo —aguerrido combatiente de la División del Norte y sobreviviente a las batallas de Juárez, Zacatecas y Celaya— fue de muy corta estatura; por su parte, mi madre afirma que en su árbol genealógico —coronado por la gloria de algún guerrero apache— es improbable encontrarse con alguien que pueda ser catalogado como alto, menos aún en estas tierras norteñas que tienen fama de ser el criadero de los hombres y las mujeres más estirados del país.

Con tales antecedentes, mis hermanos y yo estábamos predestinados a no romper con ese distintivo genético. Sin embargo, para mi calvario, aun comparado con mis propios familiares, fui yo quien más apegado resultó al suelo.

El paso por la escuela primaria tuvo los previsibles reveses. La ciudad donde vivía se encontraba influenciada por el vecino país del norte incluso en sus preferencias deportivas, siendo el básquetbol la disciplina más común; deporte que me causaba una fascinación extraordinaria, pero en el que, por razones obvias, aun poniendo mis mayores empeños, nunca pude destacar y, en cambio, me llenó de apelativos relacionados con mi baja estatura.

En la secundaria la situación se agravó. Tenía la esperanza de que una vez en plena pubertad diera ese estirón tan común en los jóvenes, pero poco a poco me tuve que conformar al ver que la diferencia con mis compañeros se hacía más patente; de nuevo brotaron los motes de chaparro, tapón de alberca, zotaco y otros que, de tan denigrantes, prefiero callar por el caso de que alguien con características físicas similares pudiera sentirse agredido.

Mi padre, que seguramente había pasado por semejantes sinsabores, recordando el carácter bélico de nuestros ancestros, tomó dos decisiones que habrían de influir en el resto de mi vida: me arengó con una famosa frase de Napoleón Bonaparte que tenía que ver con la grandeza de los hombres y su altura física, cosa que para ser sinceros me reconfortó muy poco. Esta primera parte de su estrategia para incluirme en el mundo de la “normalidad” no tuvo tanto peso como lo que seguiría después: me convenció de que mandara al diablo mis sueños por el básquetbol y me inscribió en una escuela de artes marciales donde, según él, podría sacar toda esa fuerza que llevaba dentro y tal vez hasta estimular mi desarrollo físico.

Desde entonces he conservado una afición singular hacia esos milenarios métodos de combate y desfilé por varias escuelas que, si bien no me permitieron crecer como en un principio esperaba, por lo menos me sirvieron para hacer frente a aquellos que poco a poco fueron disminuyendo sus burlas ante el sólido argumento de las narices sangrantes y los ojos amoratados.

Lo anterior no tendría importancia a no ser por lo ocurrido hace unos días, cuando por la tarde, mientras acompañado de mi esposa y mi pequeña hija, veía el televisor y llamaron a la puerta.

Al abrir, apareció un hombre de talla descomunal, vestido a la usanza de los vendedores de enciclopedias; luego de saludar, penetró a la casa con una agilidad y desparpajo propios de su oficio, acomodando sin previo aviso un maletín sobre la mesa y presentándose ante todos.

—Sus vecinos me han hablado de usted y déjeme decirle que vendo el mejor tónico para crecer que existe en el mundo.

Mi esposa y yo nos miramos desconcertados, hacía mucho tiempo que ese tema dejó de tratarse en casa por intrascendente, formábamos una familia feliz en la que no existía una relación entre el tamaño del cuerpo con la capacidad para llevar una vida plena de satisfacciones, ante todo, con la bendición de nuestra preciosa hija, que lo que pudiera faltarle de estatura le sobra de ternura y simpatía.

Sin dejarnos hablar y de una manera que mostraba una sobrada experiencia en la venta del producto, recitó fórmulas químicas y terminología médica que podrían llegar a convencer al más renuente. Para finalizar disertó acerca de las implicaciones psicológicas que en una persona puede tener el hecho de ser más bajo que los demás; luego tomó uno de los frascos con el maravilloso elixir y mientras lo elevaba despacio, simulando el crecimiento que, por supuesto, provocaría en los usuarios, sonriendo, preguntó:

—¿Qué les parece?, y aparte de todo, es una verdadera oferta producida por los mejores laboratorios de Alemania y traída a la puerta de su casa.

Como sucede siempre que aparece algún vendedor, fue mi mujer la que trató de disuadirlo y, como también sucede siempre, el vendedor no se quiso alejar a la primera, arremetiendo de nuevo con argumentos más frescos y mejor refinados, haciendo comentarios acerca de la crisis económica del país, pero manifestando que todo aquello que se gastara en el bienestar propio es en realidad una magnífica inversión. Se acercó a la niña y, acariciándole el cabello, dijo:

—A poco no les gustaría que esta chaparrita se viera más grandota y más preciosa.

De nuevo alegó sobre la necesidad de agregar a la dieta diaria las bondades del jarabe traído de ultramar para beneficio de estas latitudes subdesarrolladas.

Me levanté, y tratando de ser amable, le aclaré que ya mi esposa le había hecho saber que no estábamos interesados en adquirir su mercancía, que el problema tampoco era la falta de dinero y que, por mi parte, no consideraba necesario que mi hija estuviera alta para considerarla hermosa.

Quizá fue al verme de pie cuando fraguó su nueva arremetida, llevando esta vez sus alegatos hacia el punto de asegurar que, de ninguna manera, su producto era en exclusiva para uso en los niños, sino que era capaz de surtir efecto en cualquier ser humano que lo requiriera.

—A usted le podría servir, regálese y regale a los suyos esta oportunidad de crecer.

Molesto, le pedí que por favor se retirara, que ya habíamos escuchado suficiente y que teníamos una forma de ver la vida un tanto diferente a la de él, no sólo por la diferencia de estatura, sino también por una evidente desigualdad cultural.

Se enfureció y me acusó de tacharlo de ignorante, puso el frasco sobre la mesa y, levantando la voz, con una postura amenazante dijo que eso era lo que sacaba por tratar de mejorar la calidad de vida de otros. Me miró con desdén y prepotencia, y pronunció las últimas palabras que le oí:

—Como usted se quedó a ras del suelo ha de querer lo mismo para su pobre hija.

Junto con sus últimas palabras se escaparon los principios filosóficos de no violencia que por años me habían inculcado en las academias de artes marciales. Sentí que en la cara de aquel hombre se conjugaban todos los insultos que yo había recibido con anterioridad y, sin darle tiempo a reaccionar, me convertí en el cliente más tosco con el que hubiera tratado. Lo saqué a golpes a la calle para dejarlo tirado sobre la acera en pésimas condiciones. Regresé a la tranquilidad del hogar y vi que mi hija, en su maravillosa inocencia, aplaudía mi acto reprobable; de cualquier forma mantuve la conciencia tranquila, él se lo había buscado.

Luego de comentar sobre el asunto, nos dimos cuenta de que sobre la mesa se encontraba el maletín con la susodicha panacea; esperé a que regresara el vendedor o alguna otra persona a reclamarla, pregunté por teléfono a un abogado amigo mío sobre la posibilidad de que el tipo me demandara, pero pasaron semanas de calma. Decidí entonces tirar la mercancía en la basura.

Mi esposa advirtió el peligro de que algún niño pudiera encontrar los frascos y beberlos, por lo que después de abrirlos derramamos el líquido sobre el contenedor público.

Desde ese día los vecinos se quejan del descomunal tamaño de las moscas.

 Este cuento pertenece al libro Del Aleph a Guernica publicado por Ficticia Editorial y está disponible en la Librería.

 


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 27/Sep/12