Heráclito
James Martell
"¿Y crees que durará mucho?" le dijo el estudiante güero a su amigo.
El olor asimbiótico adornaba la estancia; vino, quesos, cabellos y sudor eran lo heterogéneo circundante, penetrante. Aquellos jóvenes llevaban más de dos horas sentados ahí. Alguno que otro clavo le avisaba a la espalda del joven güero, que todavía sentía, y que por lo tanto, habría un momento en el cual tendrían que marcharse. Una jarra más de cerveza fue servida por el cantinero de rostro ajado, y el otro joven, de cabello chino color chapopote, la vertió en los dos tarros. Algunos lugareños observaban a los imberbes, mostrándoles en sus pupilas anaranjadas la hospitalidad de la taberna, del pueblo entero. La conversación de los jóvenes turbaba a algunas de las pocas mujeres que, junto a sus maridos o pretendientes, escuchaban calladitas, pensando en la antigua revolución, aquella narrada cada noche por sus madres y abuelas.
Un estertor vomitivo se escuchó en el lugar, cuando el joven de cabello negro dijo "parece que tenemos que continuar, o ellos actuarán primero". El otro joven levantó el puño arriba de su cráneo, dejándolo caer violentamente sobre la mesa, provocando el despilfarro de varios mililitros de su cerveza y la de su compañero. Entonces contestó: "¡No podemos, ya no!, todavía antes, cuando no había sucedido aquello, podíamos pensar en dejarlo, pero ya no, ¡ya no!" Uno de los meseros se levantó entonces, se acercó a la mesa diciéndole unas palabras a los extranjeros aquellos; éstos se pararon de su silla, dejando unas monedas retintineando en la mesa, y salieron al camino junto a la taberna. La tarde era húmeda, los colores del cielo se reflejaban en las láminas de los esqueletos de automóviles que, esparcidos por la pradera, demarcaban el lugar como un cementerio al Progreso.
Ellos caminaban entre los autos, evitando enfocar el pensamiento en sus pies blancos, poco callosos, que con el huarache apenas sobrevivían al calor del suelo. El mar se escuchaba zumbando, chasqueando con sus súplicas e insultos dirigidos a lo anónimo, a aquellos extraños o a los expatriados de más a lo lejos. Un bote encallaba cerca de algunas piedras, no se veían tripulantes a la distancia que estaban los dos jóvenes; ellos seguían conversando, emitiendo el idioma que los moradores de esas tierras pronunciaban mal, si es que siquiera lo conocían. Un pájaro extraño parecido a una gaviota pasaba en el espectro visual del primer joven, el güero, y éste pensaba "desconozco el final de ésto, pero a veces me parece que sólo es ficticio, fraccionario".
Después de algunos metros, no sé cuántos, cuando la taberna ya había desaparecido del horizonte anterior de los dos caminantes -aquel que ignoraban, aunque los ceñía-, se sentaron sobre un automóvil, un volkswagen 78; observaban el fragmento de mar que les era permitido; su piel absorbía la sal, como neonata acostumbrada sólo al polvo de los libreros. Otro caminante apareció tras ellos, observó aquellas dos cabezas desconocidas, mientras un nuevo bote se presentaba como punto en la línea del horizonte clásico. Este nuevo personaje los saludó en su idioma, los jóvenes no lo escucharon continuando su discusión, y él siguió su deambular, probablemente hacia la misma taberna de la cual ellos emergieron. Para cuando aquel personaje llegó a la taberna, el joven de cabello amarillo grisáceo sacó su reloj de pulsera de su bolsillo y comentó: "es posible que suceda algo, sabes que me parece muy extraño el ambiente que hoy vimos"; "no creo -contestó el otro-, eso mismo pensaste hace unos días, todavía no ha llegado nadie".
Unas horas después la plática había decaído mucho, apenas se veía ya una raja violácea en lo que quedaba de horizonte, los jóvenes se levantaron y continuaron su camino hasta llegar al pueblo, entraron en el hostal y luego en su cuarto. El calor era insoportable, hasta parecía que la visión se distorsionaba como resultado de aquel efecto que presenta encharcamientos imaginarios en las autopistas. Sólo había un ventilador en el techo, girando lento. Las camas eran de piedra, con un colchón roído y una sábana manchada. El joven de cabello negro se bañaba mientras el güero continuaba una lectura hace un año comenzada. Algunos mosquitos revoloteaban en las ventanas, emitiendo los golpecitos que premonizan una larga velada. El joven rubio leía dificultosamente, tratando de acaparar toda la luz que penetraba por la ventanilla en la parte superior de la puerta. Cuando iba alrededor del renglón quince de la página ciento cuarenta preguntó a su compañero: "¿crees que sea igual que en Bernal?" El otro no le contestó, salió del espacio designado como baño y comenzó a vestirse. Algunas luces parpadeantes resplandecieron en la pared tras las camas, provenientes de la misma ventanilla; el joven recién bañado volteó hacia su compañero colocándose el dedo índice en la mitad de los labios, a lo que el otro bajó el libro poniéndose en posición de máxima atención. Pasaron unos minutos e n los cuales los dos hombres apenas emitieron ruido. Entonces unos toquidos en la puerta provocaron un ligero saltito en los corazones de los dos habitantes del cuarto.
El joven güero preguntó en el idioma de la región quién era. Contestó una voz femenina, abrieron, y una mujer de mediana edad y cuerpo neumático entró. Los tres individuos se sentaron, ellos en sus respectivas camas, y ella en una pequeña silla de madera, donde minutos antes se encontraba nuestro personaje rubio disfrutando su lectura.
Algunos kilómetros a lo lejos la taberna gorgoteaba en el tumulto de dos decenas de hombres bebiendo, entre ellos se encontraba aquel caminante que había saludado a los dos extranjeros. Una campana provocó el silencio en el aposento, y uno de los hombres se paró en una silla, emitiendo un discurso hacia el cual todos los demás asentían. Terminada la perorata, los hombres salieron, dejando las copas llenas de líquido verde resplandeciendo en desvanecimiento con la luz de las bujías que avanzaban en las manos de los hombres en tropel.
El tumulto avanzaba, siendo gritos e improperios impávidos a la serenidad y secreto arenoso que los rodeaba. La silueta de los hombres, asemejando un gusano, recorría la ladera en extraños movimientos, casi musicales, augurando el caos próximo a estallar en el destino de los andantes. Todavía no se veía vida superior sobre el barco encallado, que no pasaba de poseer en su vientre algunas algas y moluscos. Los hombres caminaban y el mar esperaba.
Ella les hablaba de lo próximo a ocurrir; les comentaba lo que había escuchado en el pueblo y la posibilidad de que fuera esa noche. El joven güero mecía su pie en la cama, mientras observaba el escote de la mujer. En eso, el del cabello chino negro preguntó "¿y si intentáramos salir?". La mujer bajó la mirada, respondiendo que podría lograrse, pero que tendría que ser esa misma noche, en ese momento. Unos ruidos suspendieron los pensamientos del güero, sus ojos claros se posaron directamente en la ventanilla sobre la puerta, creyó entrever una sombra furtiva. Unos gritos de mujer se escucharon no muy lejos de ahí; los dos hombres tomaron sus maletas y sacaron las hojas que desde hace tanto venían guardando. Eran amarillas, con tipografía de computadora vieja, tal vez de aquellas setenteras, de monitor negro y letras verdes. Las guardaron bajo su camisa y se pegaron a la puerta. Ella temblaba, sus ojos se enclavaban en la línea amarilla bajo la puerta, esperaba un golpe, un grito imperioso. El hombre de cabello rubio abrió lentamente la puerta, nadie estaba en el pasillo; haciéndoles señas a los otros dos, salieron del cuarto, posteriormente del hostal, hasta que llegaron a la calle. La poca luz en el suelo provenía de algunos farolillos colocados fuera de las casas. A la derecha del hostal había un hombre borracho, dormido. Los tres personajes caminaron junto a él, viraron en la siguiente esquina y continuaron caminando en la oscuridad. Escuchaban unos gritos a lo lejos, la mujer les comentó que eran llamadas bélicas, implorando alguna venganza o la sangre de algún agresor.
El tropel de hombres, cual jauría infesta, descendía bajo la última duna antes de la hondonada que contenía al pueblo. Las llamas de las antorchas asemejaban millares de ojos de aquél gusano profético de la molicie y la destrucción. Era la figura penetrante, que manifestaba la inminente corrupción de aquel poblado. Escena policromática de tinte lívido, igual que el corazón de sus representantes.
Los dos estudiantes y la mujer divisaron el ígneo conjunto serpenteante que avanzaba por la entrada al pueblo. Caminaron paralelos a la figura hacia los pasillos que la mujer conocía como atajos y fugas posibles hacia el salino horizonte. Escuchaban los gritos de los hombres en rítmico coro con los gemidos de las bestias que desde los árboles denunciaban su huida. En algunos momentos sus corazones se detenían ante la sólida presencia de una voz demasiado cercana. La obscuridad se presentaba con escalofriantes bordes de pánico donde el hombre de cabello rubio se repetía incesantemente, "no podrán, no podrán." Faltando pocos metros para la apertura a la playa, el joven de cabello chino levantó el brazo sosteniendo una de las hojas amarillentas, sacó un encendedor de la bolsa superior de su camisa y comenzó a prender aquella página, destruyendo el texto de su parte más baja a su comienzo. Un grito se escuchó tras de ellos, y el fuego que cubría a la hoja se incrementó con la sonoridad de aquella voz. Los tres individuos corrieron hacia el negro absoluto de las aguas, mientras el tropel entero de hombres maldiciendo aceleraba el paso hacia donde el primero en avistar a los fugitivos había señalado.
La imagen se bipartía entre dos figuras negras, el cazador más grande que la víctima, con sus respectivos ojos anaranjados y verdosos avanzando lentamente a la distancia en que podían verse; la misma distancia que había de esta escena al barco encallado, donde todavía la única vida imperante no rebasaba la animalidad primaria del coral y los cangrejos, por lo menos hasta antes de que la primera figura, la más pequeña, se introdujera en el negro absoluto del océano; el barco seguía vacío de vida racional o por lo menos, mamífera; aunque podría resultar que tiempo después contuviera algún animal con funciones vitales más complejas de las que presentaba un molusco.
La mujer gritó "¡Jamás lo detendrán; tal cual debió de ser desde el principio, y como lo será siempre!" Y se sumergió en el agua helada.
Extrañamente el fuego no desapareció al penetrar en el agua.
Con el cielo ámbar de un amanecer tan bello como el despertar después de un mal sueño, los caminantes regresaron, con paso sosegado, a la taberna.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02