Una melodía que creía no recordar
Raúl Brasca
Cuando oyó cantar a la mujer, un trazo torpe le arruinó la caligrafía. Alzó bruscamente la cabeza y, temiendo lo peor, apagó la lámpara del escritorio. Y él que creía que ese era un lugar seguro. Se dio vuelta con aprensión y vio la luz amarilla que entraba desde afuera. Era inconcebible: el ventanal de enfrente, gemelo del suyo en el otro cuerpo del edificio, estaba abierto e iluminado. ¿Quién que no fuera él querría vivir en un lugar así, último piso por escalera, sobre una calle casi siempre inundada y muy lejos de cualquier medio de transporte? En puntas de pie, fue a investigar. Apenas había asomado un ojo cuando se apartó: la vecina, una rubia joven, cantaba en bombacha y corpiño. Hundió la cara entre las manos: él también estaba en calzoncillos. Era verano y en el último piso, bajo la losa recalentada por el sol, parecía respirarse el propio aliento. Si cerraba el ventanal el calor lo mataría. Se sentó a analizar la situación. La vecina no parecía agobiada por la temperatura, la canción insistía en "la felicidad" y ella cantaba muy fuerte recomenzando con mayor entusiasmo cada vez que prometía terminar. Estaba contenta. Qué hacer. Miró el ventanal, que nunca le había parecido tan grande, y sólo atinó a pensar que el pozo de aire que lo separaba del de ella era ridículamente angosto: apenas dos metros y medio.
La solución se le reveló de golpe con tanta violencia que se puso de pie. La iba a enmudecer; cuando ella lo viera en calzoncillos se le iba a atragantar "la felicidad". Caminó resuelto hasta la puerta de entrada y, de espaldas al ventanal, encendió la luz. Esperó oír el estrépito de las persianas de enfrente al cerrarse, pero los segundos pasaban y ella seguía cantando. Se sintió vulnerable, cada vez más desnudo. Estuvo por apagar la luz pero, a último momento, desvió el brazo e inició un bostezo fingiendo desperezarse. El gemido largo y penoso que le salió no perturbó a la vecina. Ni una vacilación en la voz. Miró de reojo y la vio como abstraída en la ropa que extendía sobre la cama. Desconfió, se acercó con sigilo al ventanal y lo recorrió de punta a punta con estudiada soltura. Dos veces. Luego carraspeó. Se sonó la nariz. Era inútil: ella no lo miraba. En cambio él la miraba a cada momento. Le miraba la bombacha: muy de su gusto, blanca, puro algodón, a la cintura y con puntillas. Era la bombacha que lo atraía. Tomó el texto que había estado traduciendo y, simulando leer, comenzó a caminar en círculos en el centro de la habitación, debajo de la lamparita. Una última mirada fugaz y la vio agachada metiendo la sábana debajo del colchón. La bombacha le quedaba chica. Muy chica. Balanceó la cabeza ruborizado y empezó realmente a leer.
-Buenas noches.
La miró incrédulo, incapaz de devolverle el saludo. Sentada en la cama (de bronce, de dos plazas) la vecina, semidesnuda, le sonreía amablemente.
-Perdone, ¿lo molesto?- dijo ella como si temiera ser inoportuna.
-No, es que...- pensaba que él nunca hubiera elegido una cama tan ostentosa ni la hubiese ubicado así, justo en la boca del escenario-. Es que... usted canta.
-¿Qué otra cosa puede hacer una mujer implume a estas alturas? - dijo ella y ensayó un tremolo breve y agudo.
-Es que usted debe comprender- dijo entrecortadamente- para mí la tranquilidad es fundamental. Soy traductor de arameo, es un trabajo que exige mucha concentración.
-Y yo si no canto me muero -contestó la vecina con naturalidad, y remarcando cada sílaba, repitió: - Me-mue-ro.
Él vaciló, no encontraba un argumento de mayor peso para oponerle.
-Pero... el canto le gusta ¿no?- siguió ella como alarmada de encontrarse ante un probable monstruo.
Él advirtió el peligro, pero no quiso mentir.
-Sólo el gregoriano, un poco- respondió sin convicción.
La vecina pareció tranquilizarse, parecía buscar en su memoria.
-No, no recuerdo- dijo- . A ver, cánteme un poquito. -Se inclinó muy seria hacia adelante, dispuesta a escucharlo. - Dele, empiece.
-No, de ninguna manera- dijo él y tosió-. Lo que quería decirle es...-no lograba ordenar las palabras y ahora ella no lo esperó, afirmó las dos manos sobre el colchón, volcó la cabeza hacia atrás, y arqueando la espalda lo apuntó con sus grandes pechos. Estuvo así más de un minuto.
Luego, parsimoniosa, recuperó la posición inicial y lo miró ausente, parpadeando como si saliera de trance. Parecía no recordar de qué estaban hablando.
-¿Va a cantar o no va a cantar? - dijo por fin.
Sonriendo a duras penas, enrojecido y con un débil reproche en la mirada, él se demoraba en responder.
-Bah - exclamó ella con el tono de quien dice algo definitivo-, usted no me interesa. -Se paró, y dándole la espalda, continuó haciendo la cama.
A él la sonrisa se le fue deshaciendo y quedó con la mandíbula colgando y la boca abierta. Luego, un poco por despecho y otro poco obligado por la indiferencia de la vecina, volvió a la mesa de trabajo. Se sentó y se volvió a parar. No podía estarse quieto, a cada segundo miraba el ventanal. Cuando ella reinició el canto, él, con un largo suspiro, se dejó caer en la silla resignado a escucharla. La canción le seguía pareciendo horrible, pero la vecina era bastante afinada. Y debía reconocer que no tenía fea voz. Claro, alguien tendría que orientarle el gusto y enseñarle a evitar la crispación en los agudos. Estaba pensando en San Francisco Solano, que había rendido a los salvajes con su violín, cuando le brotó una melodía gregoriana que creía no recordar. Lo tomó por sorpresa y la reprimió asustado, igual que a un estornudo.
-Oiga- dijo ella. Él caminó hacia el ventanal como si alguien lo empujara de atrás-. ¿cuándo piensa bajar a la calle?.
-El sábado- contestó muy seco. Ella no se conformó y lo siguió mirando interrogante-. Bajo sólo los sábados para hacer las compras, tengo una mochila- agregó él con desgano.
-Lo envidio, usted sí que es un hombre inteligente. Yo hoy trajiné por las escaleras como mil veces y ahora que me puse cómoda veo que no tengo papel barrilete.
-¿Papel barrilete?- preguntó con curiosidad.
- Claro.
Él quiso disimular su desconcierto.
-No tengo -dijo- pero si quiere puedo bajar a comprar.
- No, por favor, cómo va a bajar en día martes.
- Tiene razón - se apuró a decir, reprochándose tanta complacencia-. Tengo papel manteca, si quiere.
Ella puso cara de preocupación y quedó pensativa un instante.
-No es lo mismo, pero en fin...
-El problema es cómo se lo alcanzo- se entusiasmó él-, si se lo tiro se va a volar.
-Espere, todo tiene solución- dijo ella y se dio vuelta buscando algo en el piso. Luego se agachó y los ojos de él se prendieron a la bombacha. Ella se enderezó con algo en la mano.
-Tome, póngalo adentro y me lo tira- dijo la vecina y disparó. Él agitó los brazos inútilmente, porque el zapato le rebotó en el pecho y casi sale por el ventanal. Lo levantó rápido y fue a la cocina. Era un hermoso zapato. Lo miró bien, haciéndolo girar despacio a la altura de los ojos, y le impresionaron la armonía de sus curvas agudas y la esbeltez del taco, la intensidad del negro y el brillo lujoso que desprendía. Con algún recelo, se lo acercó a la nariz y aspiró profundamente. Un embotamiento tibio le distendió el cuerpo y la melodía gregoriana comenzó a rondarlo de nuevo. Hubiera deseado prolongar ese momento, pero ella esperaba. Plegó el papel y lo acomodó adentro. Luego volvió al ventanal y lo arrojó. La vecina lo abarajó en el aire.
-Gracias, no sabe de qué apuro me ha sacado- dijo ella radiante. Y mimando el papel contra su pecho se fue cantando a su cocina.
Él la siguió con la mirada, que quedó vacía cuando desapareció. Se tendió en la cama y tomó un libro. Lo dejó. Luego se propuso traducir, pero las palabras precisas no acudían: ahora la melodía gregoriana le ocupaba todo el cerebro. Sin poder evitarlo empezó a entonarla a media voz.
- ¡Venga! -la oyó gritar con urgencia catastrófica. Él calló, y pensando que ella le iba a pedir que cantara, fue corriendo-. ¿Usted duerme con el ventanal abierto?.
La expresión ansiosa y expectante de la mujer lo descolocó.
-Sí- dijo con temor-, estamos en verano.
-Cómo puede ser, qué barbaridad- se indignó ella.
-Con la habitación cerrada me deshidrataría enseguida- dijo él disculpándose -, sería fatal. Yo no pienso molestarla.
-No se trata de eso. Usted no podría molestarme, tengo el sueño pesadísimo- respondió ella todavía alterada.- Es que duermo desnuda ¿sabe?.
La imaginó tendida en la penumbra lunar de un cuadro de Rubens y se estremeció.- Yo no la miraría... es decir, no me permitiría mirarla.
- Puede mirarme, si quiere. -Ella hizo un gesto de fastidio. -Se trata de otra cosa.
Él estaba perplejo.
-Vamos, no se haga el ingenuo.
Se esforzaba por comprender pero la vecina se mostraba muy parca. - Si usted me dijera, yo le juro... quiero decir, le encontraríamos solución- casi le rogó.
Ella se irguió muy derecha, como dispuesta a enfrentarlo.
-Es obvio- dijo-, usted va a aprovechar para tirarme cosas mientras duermo, monedas, migas de pan... y eso tendría consecuencias que bueno...usted sabe.
-Pero no tiene derecho -se exaltó él-, soy un caballero- y se la quedó mirando fijo con aire ofendido. Ella le sostuvo la vista como evaluándolo. Parecía indecisa.
-Está bien, le voy a creer- dijo-, voy a prepararme para dormir. Buenas noches. -Dio media vuelta y entró cantando al cuarto de baño.
Él, con la luz apagada, se tendió en la cama boca arriba. Poco después oyó la puerta del baño que se abría, oyó el canto que se volvía íntimo y disminuía para terminar, y oyó el crujido del colchón cuando ella se acostó. En seguida, por un súbito oscurecimiento del ventanal, supo que había apagado la luz. Permaneció atento unos minutos: el silencio era total. ¿Ya se habría dormido?. Se dio vuelta hacia un costado y luego hacia el otro, pero donde ponía los ojos veía mujeres de Rubens durmiendo desnudas. Era noche de luna llena y el ventanal proyectaba una larga franja de luz. Desvelado, vio cómo la franja se acortaba hasta desparecer. Entonces, la imaginó creciendo en la habitación de enfrente, imaginó que se estiraba hasta la cama, y trepaba, y la cubría. No debía mirar. Pero ella le había dicho que podía mirarla. ¿Qué tenía de malo si miraba un segundo y volvía a acostarse?. Esperó un rato agazapado en la cama, después se levantó y sigilosamente fue hasta el ventanal. Una suave claridad iluminaba a la vecina; dormía boca abajo, con el pelo suelto sobre la sábana y las grandes nalgas libres acaparando la luz. La contempló absorto, como detenido él también en la serenidad del cuadro. Luego, mientras se mordía el labio inferior, sintió que algo oculto, ignorado, pero que reconocía como suyo, se le iba desplegando adentro. Se sintió joven y audaz. Vio la bombacha que languidecía en el respaldar de la cama y sonrió indulgente. Migas de pan, monedas... recordó con la sonrisa más ancha. Fue hasta el placard y vació los bolsillos. No, las amarillas no, tenían que ser plateadas.
Tiró una y contuvo el aliento. La vecina no se inmutó. Tiró otra; y luego otra más. Ella seguía imperturbable. Entonces, con gran deleite, le fue agregando brillos. La miraba y parpadeaba a cada destello. Casi devotamente, despidió la última moneda con un beso. Miró sus manos vacías y la miró a ella. No se resignaba. Se sentía dueño de un vigor formidable y su determinación era absoluta. Se encaramó al ventanal y tomó impulso. ¿Qué son dos metros y medio?, pensó.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02