El Monte
Marcos Enrique Mirande
Entró al monte como lo había hecho desde chico, oliendo sus perfumes, escuchando sus sonidos; familiares algunos, otros nuevos, pero siempre cautivantes. Amaba el monte. En ese momento recordó las historias que había escuchado contar desde su más tierna infancia: aparecidos, animales fantásticos, la salamanca; e íntimamente, con una mezcla de emoción y temor lamentó no haberse encontrado nunca con alguno de esos fenómenos salvo en aquellas cálidas noches en que de repente despertaba bañado en transpiración y el soncko, como un potro al galope retumbándole en el pecho, y descubría con una nostálgica alegría que lo que había visto y sentido y vivido era solo un sueño y que se encontraba en el seguro refugio de su cama.
Pero hoy en el monte había algo distinto.
Primero sintió un sonido como de succión, acompasado, casi imperceptible pero real, cercano, intranquilizador. No tuvo miedo, por lo menos eso pensó; sin embargo experimentó como un impulso eléctrico que le recorrió la espalda haciéndole erizar los pelos de los brazos y la cabeza. Algo nuevo, extraño, peligroso, había detrás de él. Se dio vuelta rápidamente echando mano al cuchillo que siempre llevaba en la cintura.
Casi rompe en carcajadas cuando vio lo que había. Un conejo. Pero no lo hizo, y no solo por respeto a todo lo que representaba para él ese lugar y su fauna: le había llamado la atención la quietud del animal que no se inmutaba ante su presencia. No lo habría visto ni olfateado, pensó. Pero no, el conejo tenía la mirada clavada en otro lado, en otra cosa. Una lampalagua, enorme como no había visto jamás, de escamas lustrosas que refulgían con los rayos de sol que se filtraban por entre los árboles. Estaba inmóvil, salvo su lengua que entraba y salía de su boca enorme. Con cada succión el conejo se acercaba más a ella. Despacio. Inexorablemente. Parecía no tener apuro. Observó sus ojos, terribles, amenazadores. De repente la víbora lo miró. El conejo escapó rápidamente saliendo de su sopor. La mirada penetrante y a la vez relajante de la lampalagua ahora estaba fija en él. De nuevo sintió el escalofrío en la espalda y luego una sensación de quietud y abandono. Los sonidos del monte se callaron. Los coyuyos abandonaron su triste melodía, las charatas silenciaron su estridente graznido; solo escuchaba ese sonido como de succión, cada vez más cerca, más cadencioso, más acompasado, más dulce, y cada vez más cerca. Una serie de imágenes infantiles y luego de su adolescencia pasaron ante sus ojos. La búsqueda de pichones primero, la cacería de iguanas y zorros para vender sus cueros y pieles más adelante. Siempre en ese monte que le había satisfecho todas sus necesidades de aventuras y sensaciones pero que sin embargo le había ocultado algo. Esto. Los ojos de la lampalagua, dos brasas ardientes clavadas en los suyos, y el sonido de succión que ahora parecía confundirse con su propia respiración. En un rapto de lucidez quiso moverse, escapar. Ordenó a sus músculos contraerse, a sus tendones tensarse. Fue inútil. Lo último que vio fue una boca negra, inmensa, y sintió que caía por un túnel oscuro y viscoso que lo succionaba, y luego, muy brevemente, el dolor intenso de huesos quebrándose.
Repentinamente el monte se pobló nuevamente de estridentes sonidos que ahogaron un último grito.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04