Mi corazón

Rocío Tame

A mi primer novio le entregué mi corazón, limpio, deslumbrante como un estero de luz. Él lo aceptó contentísimo, la emoción pintó en su rostro brochazos destellantes de vitalidad. Lo tomó con delicadeza entre sus manos y lo guardó en un estuche de terciopelo.

Yo, aunque ya sin corazón, me sentía muy contenta de que Hildelbrando lo tuviera en su casa, cuidándolo como un tesoro, hasta el punto en que, en ocasiones, me costaba mucho trabajo localizarlo porque siempre estaba embebido en su contemplación.

Después de un mes ya me había arrepentido de habérselo dado. Me puse muy celosa porque le gustaba estar más con mi corazón que conmigo. Y fue tanto su amor por él, que se puso amarillo y flaco pues no comía ni dormía por estar a su lado. Un día la mamá de Hildelbrando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Descubrió el estuche de terciopelo y me habló por teléfono para que fuera por él. Yo fui de inmediato y lo recogí. Y, aunque perdí a Hildelbrando, me sentí mucho mejor de haber recuperado mi corazón.

Un buen tiempo duró en su sitio, desbocándose en sus latidos que mis emociones y sentimientos le provocaban, estremeciéndose ante las penalidades y desencantos de la vida, hasta que conocí a Teadoro y me deslumbró su andar principesco cuando atravesaba las avenidas. Quise dárselo, pero recordé lo perdida que me sentí cuando Hildelbrando lo tuvo. Es mejor conservar los cinco sentidos que da el corazón en su sitio, pensé. Pero ese caminar de Teadoro me cautivaba tanto que por fin se lo entregué.

Teadoro no era amoroso como Hildelbrando y tenía una sensibilidad tan infantil que le gustaba jugar con todo lo que caía en sus manos. No respetaba nada y al poco tiempo mi pobre corazón estaba tan estropeado que no lo reconocí. Teadoro exhibía su destreza malabar con él y, como decía que era muy blandito, varias veces le sirvió de almohada a sus sueños fatuos de fama y posesiones materiales. Está de más decir lo que yo sufría. Temí que cuando todo terminara con Teadoro me quedaría sin corazón. Se lo pedí antes que sucediera esa inminente catástrofe, lloré, supliqué hasta la desesperación que no lo hiriera y maltratase más, que me lo regresara aunque estuviese deteriorado. Pero él se envanecía más ante mis vehementes peticiones. Y en el extremo de su sadismo, casi lo exprime delante de mí. Estuvo a punto de desangrarlo cuando se lo arrebaté y me fui corriendo. Corrí hasta más no poder, llorando con mi corazón casi desecho entre las manos.

Llegué a mi casa, le di una friega de alcohol y con merthiolate y vendajes se fue recuperando. A los seis meses ya había sanado, aunque las cicatrices parecían gusanillos inmóviles. Desde esa vez decidí nunca más entregarlo a nadie, por lo menos no sin saber que lo cuidarían como al suyo propio. Además pensé que era más sano para él repartirse entre varios.

Después de dos años, al terminarse de aliviar, lo puse sobre una tabla y comencé una tarea delicadísima. Con un cuchillo filoso corté varios pedacitos de amor palpitante y los repartí, en tamaños desiguales, entre mi familia, un gato, un perro, y un niño desnutrido y harapiento que pasaba todos los días por mi casa cantando y dando vueltas de carro mientras comía hojas y flores para olvidar la tortura de su hambre. Al principio los recibieron con mucho gusto, pero después de un tiempo mi papá lo descuidó y el trocito de mi corazón se quemó en la parrilla. Mi mamá se confundió y se lo dio al gato después de haberse trincado él el suyo. Mis hermanos lo dejaron expuesto al sol y rápidamente se secó. El perro olvidó donde lo había enterrado, y al niño anémico le sirvió de comida en dos días. Y yo me sentí más infeliz que nunca. Robotizada anduve por las calles terrosas y humeantes de la ciudad. Desolada, deprimida y sin esperanzas hasta que mis pasos se detuvieron con brusquedad al descubrir un letrero en una esquina: Hacemos corazones a su medida y al ritmo de su temperamento y sus necesidades. Entré emocionada a aquella tienda. Hablé cinco minutos con el sicólogo y fueron suficientes para que supiera las medidas exactas de mi nuevo corazón. Me dijeron que pasara por él en dos semanas.

Y ahora, después de traer un corazón postizo, me doy cuenta que me queda chico y es mucho más duro que el original. Pero ya no quiero seguir buscando, más vale uno defectuoso que ninguno. Y además así duro me sirve mejor, no se sale fácilmente de su sitio.


Otro cuento de: Hotel    Otro cuento de: Templo del Amor Virtuoso  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Rocío Tame    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01