Leiojan

Manuel Ramos Montes

La noche es tibia. Desestimando la tersura que le ofrece la intemperie, Leiojan lleva puesta una larga gabardina. La ciudad se encuentra sumida bajo un silencio y oscuridad sepulcrales. Irrumpe la madrugada. El soldado se desplaza trotando aprisa. Teme la traición de su conciencia. Deroga la posibilidad de retractarse.

Debajo de su exigua indumentaria, Leiojan oculta una escopeta que ha cargado con suma precaución y sin remordimiento.

Es el acento de su paso cronométrico lo que apuntala sus oídos. Una confusión estimulante, embalada en adrenalina, adormece su cerebro. Repasa un código, alguna clave secreta y cierto registro de identidad que le pertenecieron hace ya bastante tiempo. Lo sobresalta la inminencia del acto cuya culminación le aterra, precisamente porque su estratagema ha llegado a la última fase, y vencido por un instinto irreprimible, trasuda al respirar el aliento que pareciera manar del abismo al que se precipita.

Ha ganado ya un buen trecho. Perdiéndose entre callejuelas apenas salpicadas por el resplandor mortecino de la luna, descubre la tuerta fisonomía de los muros, en los que no observa sombra alguna, ni siquiera la suya propia.

Pese a los años transcurridos, en su memoria siguen intactas las proporciones de su hogar, la altura de la verja y el tejado al que nadie -está seguro de ello ha subido desde que él se marchó.

Sabe que el hombre estará sentado en el sillón más largo de la sala, los pies sobre el escabel, leyendo alguna publicación nacionalista y jactándose de haberlo enviado a la Academia Militar como castigo por su conducta «en gran medida desfavorable para el país ».

Probablemente el hombre, en alguno de sus infrecuentes momentos de sobriedad, piensa en su hijastro, ve su retrato sobre el angosto librero y se conduele poco por su alma, preguntándose qué tanto daño habrá sufrido luego del choque entre naciones que al fin ha culminado dejando una estela de pérdidas irrecuperables y escasas listas de sobrevivientes.

El hombre ignora que Leiojan está cerca, a unos cuantos metros, y que ha vuelto para vengarse.

Al soldado no le conviene sorprenderlo despierto. A hurtadillas cruza la verja, se instala bajo una de las ventanas y atisba hacia el interior de la vivienda. Reconoce a su padrastro: vuelto de espaldas, echada la cabeza sobre un hombro y la raquítica cabellera emergiendo de entre el ondulante humo de una pipa.

Conjetura que el hombre no tardará en ceder al sueño o que quizá ya se encuentre profundamente dormido. Leiojan entreabre su gabardina, empuña la escopeta y se encamina con sigilo hacia la puerta trasera de la casa, que cede con un leve empujón -como el que solía darle cuando niño y sin provocar ruido alguno que delate su presencia. Aspira la misma niebla etílica que percibía siempre por las noches, desde su recámara; reconoce la ubicación de cada mueble, el aspecto herrumbroso de las paredes y la lámpara de gasolina que el hombre, según nota ahora, sigue utilizando para dar lectura a sus panfletos políticos.

El soldado se aproxima a la sala.

Antes de afrontar el ajado rostro de su padrastro, un detalle llama su atención. Cree imposible que aquel retrato suyo permanezca en el sitio de siempre, por lo que, al verlo, su turbación aumenta. Aquella imagen enmarcada alienta su definitivo juicio de las cosas, concentrando el odio abigarrado dentro de su alma compelida.

Leiojan lo encara. Lo observa con detenimiento -las múltiples escaras, la barba roñosa, el gesto dictatorial y siente cómo un tibio aliento de borracho flota hasta penetrar sus fosas: cómo se filtra a través de la gasa con que está cubierta casi toda su cara, excepto el ojo derecho.

Se permite una sonrisa repulsiva. Apostado al centro de la sala, hace blanco en la frente del padrastro con el doble cañón de la escopeta y descarga el arma una vez...

La detonación provoca que el hombre despierte dando un salto. La pipa rueda por su barba enmarañada hasta dar contra el suelo.

Leiojan atestigua, no sin asombro, que el padrastro sigue vivo e inexplicablemente ileso, por lo que vuelve a la carga con un segundo disparo a quemarropa. Aturdido, el hombre se incorpora con dificultad y revisa cada rincón de la estancia con su mirada de rapiña.

No hay nadie.

Su rotación panóptica se suspende de golpe. Fija sus ojos dilatados en el retrato de Leiojan, justo en el momento en que se escuchan pasos sobre el tejado.

Recuerda que aquel lugar de la casa servía a su retraído hijastro como único refugio para contrarrestar los efectos de las tremendas palizas que le propinaba. Allí permanecía durante horas, sollozando, hasta que el dolor disminuyera.

Sin titubear sube a la azotea, enrojecida su faz por la ira. Se adentra en una densa oscuridad que le impide descifrar el entorno con la vista. Camina procurando no caerse y explora a tientas. Su mano temblorosa, extendida e invisible para él, encuentra un asidero que le parece no estaba allí antes.

Para cuando ha descubierto que aquello en que se sostiene es un hombro al que le falta el brazo, el ululante lloriqueo de un joven fractura el silencio nocturno. El hombre aprieta los puños.

Exclama:

-¡Leiojan!

La mucama se despierta con precipitación. Sabe que aquel grito es el de su amo, Vladimir. Se dirige a la sala para asistirlo, y no encontrando allí más que tabaco y un vaso de vodka regados por el suelo, se persigna tres veces, toma la lámpara de gasolina que descansa sobre la mesa, a un lado del sofá y sube a la azotea guiándose por el entrecortado respiro de aquella flama insuficiente, que rescata de la penumbra el perfil de un hombre de pie con los brazos cruzados sobre el estómago, un puño debajo del mentón. Un hombre que, al hablar, libera una gruesa franja de vapor.

-Se me ha vuelto a escapar ese maldito... ¡Que el diablo se lo lleve de una vez!

La mucama se acerca a él, y hablándole en voz muy baja, repite lo de cada noche.

-Señor Miusov, olvida que Leiojan ha muerto. Perdió la vida en la guerra. Le amputaron un brazo y luego exhaló su último aliento o ¿no fue eso lo que le comunicaron los militares? Entiéndalo de una vez, y por el amor de Dios, baje a acostarse, que la temperatura está descendiendo.

Cuento del libro El inconcluso decaedro y otros relatos de Manuel Ramos Montes, editado por el Instituto Zacatecano de cultura Ramón López Velarde, en el 2003. Publicado con autorización del autor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04