No era trotar

Omar Hebertt

Cada dos o tres días que me daba una vuelta por el parque, me acompañaba mi amigo Jorge. Como nos quedaba camino al mercado, aprovechábamos para ir al puesto de revistas donde, como por obra de magia, estaba metido un señor que parecía montaña de carne. Todos le decían "Luisito". Al pobre no había quien le hiciera caso; como que de pronto sonreía, pero nomás espantaba cucarachas.

No sé si era la morbosidad de Jorge por ver a Luisito o si de verdad iba para comprarle unas estampas medio sacadas de onda. Tenían unos dragonzotes mecos, con unas chavas encueradas encima. Jorge nunca quiso explicarme por qué. Decía que yo no sabía nada de arte. Guevos, pinche Jorge. Total, qué le hacía el cuento, si hasta Luisito le decía:

-¿Ora qué quieres? Pinche chamaco feo...

Después de comprar las estampas, nos sentábamos como mensos en las bancas del parque. Jorge se ponía rojo como camarón cuando veía sus madres esas.

-Órale, ¿qué tal está tu arte? -le dije una vez, nomás por fregar.

Escondió las estampas y me vio medio enojado, medio apenado.

-No estés chingando -luego sonrió.

Y es que siempre nos sentábamos allí porque, como a eso de las tres de la tarde, como relojito, pasaba un ñor que nos daba un montón de risa. Así, como salido de la nada, un viejito, pero deveras viejito, daba vuelta en la esquina y se iba caminando por la banqueta como si se fuera a desarmar. Estaba chiquitito, así, una cosita de nada y viejo. Pero del año del caldo. Nomás lo veíamos y ya nos estábamos riendo.

Tenía el labio de abajo como chango, usaba unos lentes de fondo de botella bien machines. Hasta le hicimos una marcha. Uno-dos, uno-dos, tiki-tiki-tiki-tiki-¡TAK! Daba pasitos, puro pasito. Pero ni un monito de cuerda se hubiera movido tan chistoso, ¡se los juro! Era nuestra diversión. De ida y de regreso.

Ya que se iba, pasaba un ratito para que se nos calmara la risa y Jorge se despedía de mí. Cada quien para su casa. Cuando llegaba a la mía, el sope no se hacía esperar.

-¿Onde estuvo? ¡Pinche chamaco! Lo mandé por tortillas, no a que cortara el máis.

-Oooh, mamá, nomás fue un ratito.

-Un ratito, un ratito, si, cómo no. Mira nomás, ya hasta la comida se enfrió ¿Y las tortillas? ¿Dónde las trais? ¿Qué hicistes con el dinero? Chamaco sonso-, y me soltaba un guamaso de aquellos que me dejaban viendo estrellas.

-Ya te dije que te fijes donde te metes el dinero cuando vas en la calle-, me gritaba mientras me jalaba la oreja, hasta tenía que caminar de puntitas. -¡Fíjate!, el dinero no se da en los árboles como para que lo andes tirando en la calle. Orita le digo a tu papá. Vas a ver. ¡Agustin, Agustin...!

¡En la madre, con el jefe no! Ese pega más fuerte.

-Otra vez este menso tiró el dinero en la calle-, gritaba mi jefa, pero bueno, ni modo. Ya qué. ¿Cómo les iba a decir que le había cooperado al Jorge para su arte? De todos modos andaba re-eriza desde que mi jefe no le ponía con ella.

Uno de esos días, me fui con Jorge, como siempre, a ver al viejito. Pero cosa rara, Jorge traía el ojo moro. Seguro le había pegado su papá, bueno, el que estaba en turno. Ni le dije nada, de por si traía cara de pujo.

Ya que nos sentamos en la banquita del parque para ver al señor, me acordé de la trompiza que me habían puesto el otro día. Me metí la mano en el bolsillo del pantalón para ver cuánto dinero traía y vi a la señora de las papas.

-Si me van a pegar que sea con gusto-, pensé.

-Pérame tantito-, le dije a Jorge, -no me tardo.

-Aguántate, ya mero sale el viejito-, respondió Jorge medio sorprendido.

-Tu espérate, orita vuelvo-, y fui corriendo con la ñora de las papas.

Regresé rápido con el Jorge, justo cuando el señor había dado vuelta a la esquina. Jorge ya se había empezado a reír, cuando me vio con la bolsa de papas.

-Oye, ¿no que no traías dinero?

-Usté cállese y aguante la vara. Total...

Jorge se me quedó viendo y sonrió.

Los dos empezamos: -Un-dos, un-dos, un-dos, tiki-tiki-tiki-tiki-¡Tak! ¡Ja, ja, ja!

Justo cuando el señor iba llegando a la otra esquina, quién sabe de donde, salió un coche que se subió a la banqueta y se llevó al viejito por delante.

-¡Ja, ja, ja, ja...

Le pegó bien duro, hasta salió volando.

-¡Ja, ja, ja, ja...

Cayó a la mitad de la calle y el carro se peló, pero bien rápido.

-¡Ja, ja, ja, ja...

Jorge se reía como loco, hasta había tirado las papas al suelo. Se estaba agarrando el estómago de la pura risa. Las lágrimas se le salían y resbalaban por los cachetes.

Volteé a preguntarle de qué se reía, pero no pude. Ni me había dado cuenta que yo también me estaba riendo igual, si no es que peor. Y nos reíamos y nos reíamos, pero nada que podíamos pararle. Pasó un ratito y no dejábamos de reír.

Yo estaba doblado, agarrándome el estómago. Ya me dolía un buen. Jorge estaba con la cabeza echada para atrás carcajeándose, más bien, gritando.

-¡Jay... jay... mi panza, mi panza, me duele-, pero no paraba de carcajearse.

Yo sentí que mi pantalón se estaba mojando, pero no podía dejar de reír. Jorge se volteó para verme y se puso peor. Hasta estiró las piernas, pero bien estiradas, se le pusieron duras y temblorosas. Se estiró tanto, que se cayó de la banca y se empezó a revolcar en el suelo. En eso, pasó un señor.

-Ora, escuincles ¿qué les picó?

Yo me caí de rodillas, me estaban dando ganas de hacer del dos y no me podía aguantar. Jorge estiró la mano para jalarle el pantalón al señor.

-¡Sáquese!-, fue lo que dijo. Se alejó rápido como si le hubieran hecho una grosería.

Jorge ya estaba dando berridos. Se empezó a juntar la gente alrededor de nosotros.

-¡Ay Dios! ¿Qué les pasa a estas criaturas?-, dijo una señora.

Yo volteé para ver a la señora. Choncha y fodonga y que se me sale de la carcajada, pero deveras, yo no quería. Traté de acercarme a ella, pero se hizo para atrás. Se me estaban saliendo las lágrimas cañón. Ya me dolía todo el cuerpo.

Nadie quería acercársenos.

-Que alguien haga algo-, dijo un señor.

-Si, pero ¿qué?-, le respondió otro.

Luego llegó la de las papas.

-¿Y ora? ¿A estos qué les pasa?

Jorge y yo volteamos a verla.

-¿Qué se traen?

Seguimos carcajeándonos, Ya ni podíamos hablar. Jorge boqueaba como pescado.

-¿Qué hacen ahí paradotes? -gritó la de las papas-, ¡llamen a una ambulancia!

La ambulancia llegó. Cuál se nos había pasado la risa. Los dos estábamos peor. Jorge tenía la cara roja y como que no veía para ningún lado. El cuello se le hacía como a las cabezas de pollo. Nos habían puesto en una camilla. Yo tenía ganas de vomitar y no podía. Un camillero me volteó la cabeza y me puso un pinche sustote que se me salió la guácara de la carcajada. Entre la gente, estaba el viejito con una sonrisota en la cara, viéndonos el muy desgraciado y cerraron las puertas de la ambulancia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02