Olor madera
Rodrigo Azaola
Mi departamento en la Habana no había pertenecido jamás a ningún cubano. O por lo menos los pisos de madera y la chimenea así me lo hacían suponer. Además los contactos de luz, de por sí los servicios de electricidad no eran precisamente ejemplo de eficiencia, tenían adaptadores para diferente voltaje, motivo por el cual temía usar mi rasuradora eléctrica mientras me duchaba. El calor en sí no era problema, me gusta bañarme, pero la crema para rasurar que me habían obsequiado en mi viaje a Maracaibo hacía las veces de festín para todos los insectos del barrio, y me dio mucha lástima tirarla, pero me alegre porque lo hice desde el tercer piso, previo baño de alcohol y fósforo de por medio. Las hormigas, las polillas y otras especies que se refocilaban en el exquisito olor madera de mi crema centellaron en su caída. Los días pasaban a la velocidad de un auto cubano, lentos, con zozobra y demasiadas averías. Me aburría enormidades. La mujer que me habían presentado mis colegas no aceptaba fornicar sino en la más completa obscuridad, y yo me negaba a poner cortinas en mi cuarto. Sólo podíamos acostarnos de noche, y para cuando despertaba, ella trabajaba el primer turno de una agencia de refacciones, ya no había nadie en mi cama, lo cual me deprimía y me dejaba con ganas de estar con ella. Pero ni siquiera presentarme a una recepción formal en la embajada boliviana de su brazo y presentarla como mi prometida me saco del tedio. Por eso empecé a sacudir mi deslustrado ánimo sobre mis alumnos, les hable del mayo del 68 en el barrio latino de París, de los berlineses proclamando rector a un joven de diecisiete años y de cuando el escritor que había sido golpeado por el mayordomo de Arthur Miller sacó un cuchillo en plena emisión televisiva. Yo sé que ellos lo preferían a oírme hablar de poesía modernista, pero nunca supe qué tanto hasta que me llamaron un día por la noche a mi puerta, una enorme y pesada puerta de roble que en el verano se hinchaba tanto que era imposible cerrar, eso dijo el casero, y yo le creí por que no había visto otra puerta tan grande y fuera de lugar en todo Cuba. El caso es que era la policía. El que parecía tener mayor autoridad me preguntó si mi teléfono servía, le dije que sí, pero que no contestaba puesto que nadie en el mundo tenía ese número, lo cual era verdad a medias, pues mi amante fotofóbica si me llamaba, pero en las mañanas. Me pidió acompañarlo y yo le propuse llamar antes a mi embajada, pero él argumentó que era imposible, que era una operación secreta. Yo estaba consciente de que lo único ilegal que había hecho en la isla era haber robado una salero del comedor de la Casa de las Américas, además de inmolar hormigas. Pero obedecí a sabiendas que los derechos humanos desaparecen ante un par de pistolas. Y en la patrulla me di cuenta que íbamos rumbo a mi trabajo, aunque es un decir, porque nunca he considerado a las prisiones como la oficina ideal. Varias patrullas y camiones del ejército iluminaban con sus torretas los derruidos edificios. Un helicóptero sobrevolaba la zona y yo no me aguantaba el miedo. Un comandante se acercó y me informó de la situación: mis alumnos se habían amotinado, tenían a tres guardias como rehenes y sólo querían dialogar conmigo. Pensé en las posibilidades de pasar a la historia de la literatura como negociador de rehenes, pero también me vi acusado de conspiración y sedición en una calurosa celda cubana. Así que me puse un chaleco blindado, tome un radiotransmisor y entré a la prisión. Mis alumnos se habían atrincherado en la cocina, tenían a los guardias amarrados, tres pistolas, dos escopetas y además otros cinco presos que no conocía, pero que seguramente compartían el gusto por lo literario de la situación, los secundaban. Charlé con ellos un buen rato mientras el Chiloé, quien en verdad tenía talento como escritor y líder, preparaba una portentosa tortilla española y me hacía saber sus exigencias. Traté de hacerles entender que no era la manera, pero ni ellos me creían ni yo estaba muy convencido, además podía sonar hipócrita después de haberles contado el heroico final de Ambrose Bierce. Un par de horas después salí. El enjambre de patrullas y militares se había triplicado y todos tenían la vista fija en mí. El coronel me hizo describir a detalle el lugar donde estaban, si las puertas estaban bloqueadas, cuántos eran, cuántas armas, si habían preparado explosivos, si los rehenes estaban heridos y por fin, pero sin darle importancia alguna, me preguntó sus exigencias. Yo le transmití lo que había oído: que para soltar a los guardias querían renovar la biblioteca de la prisión y una entrevista con Derek Walcott. Al coronel le costó entender que Derek Walcott no era ningún terrorista ni estaba preso y en cambio era un poeta laureado con el premio Nobel. Pero le importó muy poco. Ordenó me regresaran a mi casa y en la patrulla de regreso los policías no se cansaron de preguntarme que quién era es hijo de puta que los había levantado. Los días siguientes tuve un carro de la policía secreta afuera del edifico, los diarios no decían nada y seguramente el poeta caribeño todavía no se enteraba. No podía entender a mis alumnos, una cosa era escribir cuentos y poemas, aún tras las rejas, y otro asunto firmar su sentencia de muerte proclamando una petición desorbitada. Pero me despedí de la isla, que no de mis alumnos ni de mi amante pudibunda y mucho menos del grupo de escritores que había tenido la ocurrencia de invitarme, mismos que prometieron enviar un agradecimiento oficial por el taller. A la fecha lo sigo esperando sin mucha esperanza puesto que el taller nunca finalizó. Además si no me enteré del desenlace del asunto en Cuba menos lo haría estando afuera, no obstante quise pensar que los literatos siempre tienen suerte y santa Catalina los protege. Por algún tiempo seguí dando talleres en prisiones del continente, pero me cuidé bastante de relatar episodios libertarios o la vida de ciertos escritores. Y olvidé el episodio hasta hace unos días cuando recibí una llamada telefónica de lo más singular. Creo haber oído los gritos de Chiloé, o quien fuera, entre música tropical y el chocar de vasos y botellas. De muy buen humor me dijo que Bierce aún vivía y que era su pareja en el dominó, pero lo mejor es que le estaban ganando a Derek Walcott.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00