Salir de lo oscurito

Elías Ruvalcaba

Fue nada más cuestión de verlo para saber que había matado a un hombre...

Llegó desencajado y amarillo, y ya no resultó necesario preguntarle nada. Como que soy su hermano y conocía bien aquellos desplantes y reacciones nerviosas. No era la primera vez que sucedía. Puso unos cuantos trapos en una valija, para luego de empacar darme un abrazo de despedida: ¡Ni modo, hermano!, me dijo, ¡no me quedó más remedio!, y salió presuroso. Yo ni siquiera le pregunté cómo habían estado las cosas. Que Dios te acompañe, fue todo lo que le dije al momento en que cruzaba por el umbral de la puerta...

Pompeyo era su consentido. Lo quería mucho desde que estaba chico. Se crió prácticamente con él. Por eso fue el más rijoso de mis hijos, pues para ser franco yo de pleito nunca he sido. Pero mi hermano Lino sí. Desde que se hizo hombre arregló sus desavenencias a punta de plomazos y eso terminó por influenciar a Pompeyo. En su alma la discordia echó raíces.

Un día llegaron con la triste nueva de que a m'hijo le habían dado un balazo. Cuando fui al hospital ya no pude alcanzarlo con vida. Se contrapunteó en una cantina con Filiberto Cuesta y mi crío lo golpeó. Filiberto llegaría a su casa ensangrentado y lloroso; al verlo, su padre no se contuvo, y tomó una pistola para enfrentar a Pompeyo. Según versiones que circularon, el señor no tuvo ningún reparo en soltarle una bala expansiva.

Lino vivía entonces en Saltillo, Coahuila, y allá le sorprendió la mala nueva. Se dejó venir de inmediato y pudo a acompañarnos en el velorio. Apenas transcurrieron los responsos, fue a hablar con un amigo suyo. Le decían El Tigre y le achacaban hartas muertes. Yo no soy testigo de los tratos que apalabraron, pero hay quienes suponen que mi hermano le pagó una gran cantidad de dinero para que matara al padre de Filiberto Cuesta.

Lamentablemente nunca cumplió, por eso Lino tuvo que asesinar al Tigre. De haberlo imaginado, hubiera sido mejor que él ejecutara sus propios planes y no andar valiéndose de gente inconstante, porque todo sucede: nada más se desperdician balas en vano... Y si no lo crees, veme a mí: una de esas balas inútiles fue la que me perjudicó de a tiro. No supe ni de quién provenía; yo nada más vi un resplandor salir de lo oscurito...

Te aconsejo, Gaudencio, que te cuides, me dijo mi compadre. Se rumora que los Cuesta andan muy intranquilos, y que la muerte del Tigre, por no cumplir su palabra, los dejó cisqueados... De mí no tienen qué temer, le respondí, yo no soy hombre de riñas. No temen a ti, sino a tu dinero..., repuso.

No quise alarmarme y ya ves lo que sucedió: terminé donde me hallo, nada más en espera de ver cómo concluye semejante reborujadero y cuál es el próximo ataúd que se suma a este nicho de vidas desperdiciadas...

Para consuelo de mi soledad, pronto llegaste, siquiera para hacerme compañía; y aunque a decir de la gente debiéramos guardarnos rencor, porque sospechan que tú me mataste, es preferible que hagamos las paces. De aquí a la eternidad queda mucho trecho por recorrer y debe ser harto incómodo estar tan cerca sin dirigirnos el saludo, ni platicar cuando menos de nuestras cuitas pesarosas...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99