Otra Casa Tomada

Norberto Luis Romero

Aquel viernes, como todos los viernes, el matrimonio Rosales regresó a las doce menos cuarto de la noche de su cena frugal en un restaurante caro, previa a la función de cine. Un taxi los dejó a la puerta. A las doce y media ya estaban en la cama. Antes de dormirse, hicieron un par de comentarios:

Eran las dos en punto de la madrugada, cuando él despertó creyendo haber oído un ruido abajo, en el salón. Se incorporó y agudizó los sentidos. A su lado, ella dormía apaciblemente, como un animalito cansado.

Distinguió con claridad un sonido metálico, leve, corto, y al cabo de unos instantes, murmullos. "Ladrones", pensó, y el corazón se le aceleró con violencia. La primera disyuntiva fue la de despertar o no a su mujer; la segunda, si estarse en silencio o producir algún ruido que advirtiese a los ladrones de su presencia en la casa. Durante los segundos de duda, el tiempo le pareció sin fin. Pensó: "los ladrones han estado vigilándonos, nos han visto salir, pero no regresar, y creyeron que aún estábamos fuera. Decidió despertar a su mujer procurando no alarmarla.

Después de dejar pasar unos minutos precautorios, decidieron bajar. Sin dar las luces, tímidamente, como ciegos descendiendo por una escalera desconocida donde cada escalón tuviera un tamaño y una altura diferentes, bajaron, atravesaron el distribuidor y entraron en el salón. Allí permanecieron de pie, en el silencio más absoluto, hasta que él decidió encender las lámparas. Había humo en el aire, y un cargado olor a comida y a humanos satisfechos. Sobre la mesa baja hallaron el cenicero repleto de colillas y un libro manoseado, que no reconocieron como suyo, marcado en la página 19 con un billete de metro.

No se habían llevado nada, ningún objeto de valor; tampoco nada irrelevante, únicamente habían cenado, mirado televisión y olvidado ese libro obsceno, que los Rosales no se atrevieron a tirar a la basura por respeto. Decidieron evitar contratiempos, dar vanas explicaciones, y no acudieron a la policía. Tampoco llamaron por teléfono a sus hijos. Lo mantuvieron en secreto, pues les pertenecía. Esa noche hablaron mucho antes de dormirse y, cada tanto, callaban creyendo oír ruidos.

Pero el viernes siguiente, ya en la cama, aunque despiertos sin poder conciliar el sueño, volvió a ocurrir lo mismo a la misma hora. Esta vez el volumen del televisor fue más alto, los ruidos, las voces y las risas más claros, sin recato alguno, abiertamente naturales y espontáneos. Y a las cuatro, volvieron a irse dejando está vez un poco más de revuelo, de desorden, pues ni siquiera tiraron los restos de comida a la basura, sino que dejaron los platos sucios esparcidos. El libro estaba marcado en la página 45, pero en lugar de hallar un billete de metro entre sus páginas, había un mondadientes. De nuevo faltaron víveres, no otra cosa, y nuevamente callaron.

Lo que más contrarió a la señora Rosales fue la falta de cuidado, de higiene, de buenas costumbres.

Durante meses, todos los viernes a las dos en punto, los Rosales recibieron esta visita, a cuyos ruidos se habían ido habituando al extremo de no perder el sueño, y que únicamente cenaba, miraba la televisión y leía ese libro, para marcharse a las cuatro de la madrugada, dejando la nevera y la despensa vacías, todo desordenado y sucio.

El verdadero trastorno para la señora Rosales era tener que pasarse buena parte del sábado limpiando y poniendo orden; mientras su marido acudía al supermercado más próximo para reponer víveres.

Mientras repasaba el polvo, no pudo reprimir la tentación y abrió ligeramente aquel libro por la página marcada. Volvió a cerrarlo de inmediato, sin ruborizarse.

Con el tiempo las visitas fueron extendiendo el espacio de sus veladas hacia el resto de la planta baja, utilizando, además del salón y la cocina, el lavabo, la pequeña sala de estar y el cuarto que había sido de la criada. También fueron prolongando la duración de las visitas y acentuando su descuido y desorden. Se marchaban a las 8 o las 9 de la mañana, pero siempre antes de que los Rosales se levantasen.

Al cabo de casi dos años y medio, una madrugada no se presentaron. La señora Rosales fue la primera en despertarse sobresaltada al no oír nada. De inmediato lo hizo su esposo. El silencio hería sus oídos. Se miraron sin decirse palabra.

Esa noche no pegaron ojo. A la mañana siguiente todo estaba en orden, limpio. Durante horas vagabundearon inútilmente por la plata baja en busca de indicios.

No volvieron a dormir ningún viernes más, pues desde que las visitas dejaron de venir, los Rosales pasan la noche en la planta baja, comiendo y bebiendo, ensuciándolo todo, mirando la televisión a todo volumen, y leyendo ese libro obsceno en el que marcan la lectura con un palillo usado.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/May/01