El hombre de ceniza

Para ver una cosa hay que comprenderla (...)
Si viéramos realmente el universo, tal vez lo
entenderíamos.
JORGE LUIS BORGES

Óscar Wong

El aceite chisporroteó de manera escandalosa cuando el jengibre tocó la metálica superficie de la sartén. El aroma inconfundible se agregó a la cebollita cambray y a los demás implementos del guisado: el apio y el pimiento pusieron el toque especial a los lingotes de jade. Sin dejar de moverse todavía, la tortuga, cortada en trozos, aguardaba su turno y los cartílagos de tiburón nadaban en el consomé de pollo. Huang Shi Quang continuó afanándose en la cocina mientras su mujer aguardaba en la sala, entretenida con una revista de turismo. Los negros caracteres resaltaban sobre entrañables paisajes: puentes y pagodas convergían en la hoja endurecida. No comprendía el por qué de su afectación por esos vestidos diminutos que en nada se parecían a los espléndidos quipaos que tan bien le quedaban, resaltando su silueta. La vaporera protestó, indicándole que el arroz estaba en su punto exacto de cocción. El ritual culinario proseguía, ahora en la mesa del comedor; la variedad de guisados en el centro permitía que la charla se desenvolviera plácidamente; las voces se movían con ese canturrear de marejada grácil, mientras Shi Quang asentía con la cabeza. Los tazones de gramínea blanca desaparecían con rapidez, junto con el pescado y las verduras; la mujer sonreía tímidamente a las bromas y arremetidas de los chicos, quienes ahora escandalizaban, pese a las miradas admonitorias del padre. Las vacaciones provocaban ese ambiente festivo, como resorte gracioso que impulsa el disparador de la alegría; hablaban de La Gran Ciudad como de algo distante, pero a la vez familiar, que espera la llegada del viajero. La expectativa crecía, como instinto involuntario, preciso, desbordando los deseos de Shi Quang y su mujer.

Sonrían ante los ojos desmesurados de los niños cuando hablaban de los paseos que realizarían en Zhongguó, de los parientes que finalmente conocerían. El idioma, por fortuna, no era una barrera: mal que bien los pequeños habían aprendido a descifrar los caracteres y su fonética no era tan torpe como los hijos de su vecino. Huang Liu, el mayor, tenía una clara disposición para el dibujo y Siu Lang bailaba con exquisita destreza los bailes tradicionales. Por supuesto que Shi Quang se mostraba orgulloso de las habilidades de sus vástagos. Aprende sabiduría, para que puedas heredarla a tus hijos, repetía siempre la cantaleta aprendida de su padre y éste a su vez del padre de su padre. Y la comida, tan importante para la familia, representaba una forma de ver y conciliar al mundo, como cristales coloridos: "el hombre también debe aprender a cocinar, porque nadie sabe lo que ocurrirá en el futuro; tu madre, o tu mujer, pueden enfermar; y si no puedes hacerlo te convertirás en un inútil", machacaba. Y el índice se dirigía enérgico a los rostros amarillentos, cuyas miradas terminaban por desplazarse hacia la madera laqueada de la mesa. El respeto es ante todo una muestra de virtud, insistía. "Cuando volvamos a nuestra tierra conocerán la verdadera raíz del hombre y las diez mil pequeñas cosas de que está formado el universo", agregaba entre las espirales de humo del alargado cigarrillo.

Shi Quang se imaginó caminando bajo la sonoridad del bambú, sintiendo la ondulante brisa que lo circundaba. Sus manos se movían con suavidad, mientras la respiración penetraba en oleadas de shi, esa energía vivificante que removía, y renovaba, sus entrañas. El boxeo celestial era una costumbre entre sus ancestros y Shi Quang no olvidaba lo aprendido. Movió la cabeza buscando la clara placidez desgranándose sobre su figura. El anciano lo observó con mirada de sabiduría; el cigarrillo humeaba entre sus labios. Contempló la ceniza que parecía un gusano endeble, apenas sostenido por la brasa diminuta. El corazón del sabio se localiza en el residuo que se apaga, pensó, alejando de su mente la imagen del húmedo vestigio. Lo mortificó la mirada gris y melancólica y entonces supo que el humo del cigarro semejaba las varillas de incienso. Tosió, molesto, mientras experimentaba una violenta repugnancia.

Debían prohibir que las personas fumaran en el parque, pensó. Y más a esa hora de la mañana. Con detenimiento observó al viejo que se acercaba bajo la línea luminosa del horizonte, las manos en la espalda. El sol del amanecer y el peculiar olor de la humedad le hicieron recordar a su propio padre, sobre todo cuando su mirada tropezó con el dorado verde del arroyo que simulaba un alargado sortilegio. Como felino aproximándose, sus pasos parecían desvanecerse entre la fragilidad de la hojarasca y la desnudez precisa del mutismo; pero algo había en la actitud del anciano -tal vez la etérea gravedad del rostro o su sonrisa dócil- que lo impulsaba a mirarlo con detenimiento. Si hay un lugar desde donde se observan todos los puntos del universo, reflexionó, seguramente existe otro donde confluyen todos los silencios. Y el punto donde convergían era, precisamente, en la gravedad de esa figura que se agrandaba y parecía una mancha fluorescente capaz de abarcarlo todo. Rasgos familiares se dejaban entrever en las arrugas. Shi Quang se visualizó a sí mismo, contemplándose sorprendido por el hombre que parecía frágil, quebradizo, pese a su juventud, balanceándose en su caminar cansino.

Bajo el dosel oscuro que formaba el follaje, descubrió los ruidos que se diversificaban y parecían detenerse en el destello que los árboles dejaban pasar. Ambos hombres se examinaron largamente. El uno simulaba un enorme terrón de arcilla que parecía solidificarse bajo la luminosidad de la mañana. El otro parecía un endeble bloque de ceniza a punto de confundirse y zozobrar bajo la sombra resplandeciente del sol. El octogenario se movió con lentitud, en ese mínimo instante donde confluyen la luz y la penumbra, entre el silencio y la quietud del parque. Y se vio a sí mismo avistándose, asumiendo la pétrea luminosidad, la fugaz rispidez del fuego que avanza y crepita al mediodía, devastando sus carnes y su alma, consumiendo su voluntad, su conciencia, como si a su vez el anciano flotara en ese vasto mundo de hermetismo, como una demostración exacta del momento eternizado. Los silencios confluían, se verificaban y se solidificaban. A lo lejos la pagoda se desvanecía y los tazones de arroz simulaban diminutos grumos de albura.

La sonrisa de su mujer se detenía, congelándose en los movimientos de sus vástagos, quienes ahora se diluían cual fragmentos de memoria. Aromas y sabores convergían en ese instante inmóvil, voraz en su deslizamiento. Comprendió que el Universo era solamente un punto grisáceo, oscuramente transparente, como una obstinada extensión de agua parda concentrándose en el temblor imperceptible que se fijaba en sus músculos; un sendero donde sus antepasados surgían de entre los arrozales para estrechar la mano de quienes ahora lo observaban, eliminando cualquier posibilidad de futuro, bifurcándose en ese puñado de instantes que emergían de ese laberinto como una melodía china. Escuchó el disparo y la caída del cuerpo, como en una vieja historia de espías. El dolor retumbó en su cerebro como una oscura trepidación. Shi Quang ni siquiera vislumbró la irracional sensación de vacío que parecía convulsionarlo, esa insobornable viscosidad, mezcla de tierra y argamasa cenicienta en que paulatinamente se convertía; un manotazo de culpa lo sacó de la turbación, arrastrándolo hacia los hierbajos. El puente, la pagoda que se diluía en la sombra, el farol que simulaba una encerrada luna roja a punto conjurar el caos, se esfumaban. Sintió la lengua torpe, adormecida. Buscando empujarla entre los dientes, con horror descubrió lo que su cerebro había detectado, el negro punto cristalino donde el terror crepitaba desde todos los ángulos, devastándolo, devorando todo a su alrededor como una llama ciega, furibunda. El sabor de la ceniza lo llenó de soledad.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04