Oyendo Llover
Noel Unk
Vine a casa a regalarle un poco de lluvia a mi madre: va a morir.
Hace semanas que le cayó la enfermedad y no la deja desde entonces. Hace que la espalda se le estire y la lastime, y que sus pies crezcan hinchados hasta parecer un par de manzanas rotas, con grietas, así de rojos de tanta sangre.
Mi padre no la quiere. En el fondo desea su muerte. Y la mía.
No se hablan casi desde que murió la niña, mi hermana. Él la mató, hijo, me contó mi madre, la macheteó al saber que era hembra.
Le creo a mi madre, creo que fue así. Creo que yo la maté también, porque era a mí al que deseaban, a un macho, un macho fuerte que cuidara de la tierra. Que las mujeres nada más le quitan a uno el alimento, dice mi padre.
Vine porque me llamaron. Yo no quería regresar. Tengo miedo: mi padre dijo que me iba a matar si regresaba.
Que te doy un tiro en la cabeza, me dijo, no quisiste trabajar mi tierra, desgraciado, te fuiste dizque a probar fortuna, dizque a ganar más dinero, que a nosotros nos lleve la chingada, ¿verdad?, que nos lleve la chingada y nos muéramos de pobres, que nos jodamos como esta tierra que es tu madre y se está marchitando, tu no eres nadie para ayudar, para que hagas que siquiera crezca algo, que siquiera ya de perdida alguien compre la parcela y nos muévamos para otro lado, a un terreno ajeno pero menos rocoso, menos tan tirado al carajo, a la perdición. Eso me dijo mi padre, Euralio, y me dijo que si volvía, aún frente a mi madre, me metía dos balas en la sien con la escopeta esa que guarda bajo la cama. Te mato con los pocos centavos que me quedan, me dijo.
El camión para en la estación del pueblo, de donde partí hace años. Hace tanto que no vengo aquí. No puedo distinguir entre la gente y los fantasmas de polvo que guardaba en la memoria, añejos y casi sin cuerpo, sin rostro.
Desde aquí tengo que caminar. De lo de mi madre me avisó la tía Úrsula. Me mandó un telegrama allá donde trabajo. Está enferma tu madre, escribió, ven pronto que dice que le tienes una promesa guardada.
El camino es seco y rocoso. La casa está lejos y luego el viento no lo deja ver a uno, levanta un polvo pesado y café. La polvadera se te entierra en los ojos. Dicen que el polvo es envidioso y vengativo, lo seca también a uno, también a uno le saca el agua del cuerpo en forma de lágrimas. Euralio me hacía llorar también con su voz rasposa y firme. De milagro no me mató cuando nací así de flaco, hubiera preferido dejarme sangrar hasta secarme, o abandonarme en el monte para los coyotes o para que me pelara de hambre.
Tengo que caminar largo y tendido aunque mis pies ya no aguanten y se me llenen de ampollas, aunque el polvo me seque, me haga llorar.
Se lo prometí a mi madre.
Todavía no alcanzo a ver la casa. Es toda de tepetate. A veces la sueño y sudo. Sueño que se quema, que el fuego hace gritar a las piedras, las hace chillar como locas.
Acá traigo los pescados: tres, se lo prometí a mi madre. Tengo que cumplir aunque me mate el viejo y riegue más carne en la noche.
Los pescados huelen mal después de un rato, como cualquier cadáver. Creo que extrañan el mar y por eso apestan, por eso quieren morir de nuevo. No se han llenado de polvo, los traigo cubiertos con un papel periódico de la capital. Son tres, estaban bien frescos antes. Ahora quieren morir. Ahora apestan.
Por allá por donde vivo llueve.
Veo la casa. Las tías caminan viejas y sucias. Acá sobra el fuego, acá sobra el calor y el pesar, sobra el sol y sus maldiciones. Esas viejas nunca van a morir, desde que yo era niño son iguales de arrugadas, siempre de luto, esperando a que alguien enferme y muera, siempre esperando velorios para ir a llorar.
No hay música. A mi madre le gusta la música pero hoy no hay nada.
El silencio se oye mejor ahora que me acerco. El silencio viaja en el viento pero lo calla el polvo. Lo calla y no lo deja hablar.
Los pasos no están hechos de ruido, están hechos de silencio.
Tengo miedo.
Entro a la casa. Todo se prepara para la muerte. Ella está allá encerrada en su cuarto, junto a la ventana más grande de la casa. Ahí afuera nada crece mas que piedras y nopales. Las piedras pueden crecer como planta, como enredaderas que todo lo devoran, que matan todo y sirven de guarida para los huevos de víbora. Las víboras crecen como raíces en la tierra y luego salen y matan a los que se niegan a pecar. Los tientan primero.
En la estancia están todos con sus cirios y rezos. Pasean rosarios por los dedos cansados y venenosos como aquellas víboras. Salgo.
Antes de regresar a la casa planto los tres pescados al pie de la ventana de mi madre, donde no hay árbol. Mi madre no me alcanza a ver, pero creo que me siente porque se persigna cuando me levanto y me asomo por la ventana. Tiene los ojos cerrados. No parece estar dormida sino muerta. Mi padre está ahí, en la esquina del cuarto yendo de adelante para atrás en la mecedora. La mecedora es lo único que le dejó mi abuelo, ahora Euralio se sienta en ella. El desgraciado. Sólo veo sus pies callosos, los guaraches viejos.
Anda Oralia, muérete ya y déjame tranquilo, le dice a mi madre.
Hace mucho no la veía. Me recordaba más bonito de ella, con su cabello largo y negro. Siempre me agarraba la cara con sus manos suaves y me decía que le prometiera algo, que la lluvia da consuelo, que lo hace a uno crecer.
Me recordaba casi nada más de su cabello. Así lo tendría la niña ahora, la niña que mi padre asesinó por ser mujer. En Tierra Colorada no alcanza para estar criando hembras. Luego crecen y las montan y tienen más niños que comen, mi padre hasta llega a decir que son como una plaga.
Te voy a matar con los últimos centavos que me queden, me dijo cuando partí.
A veces, cuando vivía aquí, miraba a mi padre desde lejos, cuando se sentaba a beber afuera de la casa. Tenía los ojos siempre saciados de odio. Se sentaba solo afuera de la casa, maldiciendo al horizonte con la mirada. Creo que hablaba con las víboras, igual de venenosos, igual de repletos de ponzoña.
Ojalá se muriesen todos, quizás así, con sus cuerpos, nazca algo bueno de estas putas rocas, parecía murmurar antes de darle un sorbito más a la botella.
Nadie me saluda en la casa. Todavía no muere y ya preparan todo. La tías ancianas siempre traen flores. Les gusta la muerte, con su presencia hasta le dan a uno más sufrimiento. Por eso están tan viejas, porque se alimentan de los muertos, creen que celebrando los fallecimientos ajenos ellas no morirán nunca. Parecen muertos andando así de lento, como arrastrando ese olor negro de tierra de panteón con sus pasos. A mi madre le gusta el olor de las flores, hasta un perfume le mandé de la capital para que lo oliera en la noche, cuando Euralio estuviera dormido, si no se le subía. Es como un coyote hambriento de perra.
Bajan la cabeza cuando se cruzan en mi camino. De seguro mi padre les habló mal de mí, me maldijo, que ya me había ido y lo había dejado solo a que se agusanara con su vieja, con su vieja que de seguro se negó a darle otro crío más fuerte que yo, más hijo suyo.
Quién le manda parir una puta mujer y un puto escuincle débil en lugar de un machito grande, quién le manda ser así, ahora ya no quiere parir otro, otro que sí sea mío, por pura venganza quiere mandar mi tierra directito a la chingada, para que me la quiten después de tanto trabajarla, de tanto rajarme la madre en ella; podía oír a mi padre decir eso, soltando la ponzoña con sus dientes amarillos, dientes de culebra.
Una de las tías me da una veladora y señala una repisa. Hay un Sagrado Corazón, Jesús mira al cielo, se lo prometí a mi madre, unas gotas de lluvia.
Se le olvida a uno todo y te hace crecer, me dijo, y es como un consuelo en este infierno, en esta casa olvidada por la Providencia.
Enciendo la veladora y me siento en la silla. Cierro los ojos. Ya ni una oración sé decir, ella se las quedó todas y ahorita ha de estar sacándolas de su corazón pidiendo a Dios por piedad. Ha de estar pidiendo con mi padre junto, con Euralio impaciente, apurándola para fallecer.
No quiero abrir los ojos. Los ojos cerrados también están hechos de silencio. Hay un alboroto, siento una brisa en la cara, fría y sin nombre.
A las tías también les gustan los entierros porque se come bien. Se matan a los pocos animales que queden en los corrales de la casa del difunto. A mi madre le quedan algunos guajolotes flacos.
Mi madre no muere. Las viejas tienen hambre.
Sigo con los ojos cerrados. Euralio, desgraciado padre, sale del cuarto. Sus pisadas están llenas de ruido, las puedo oler coloradas, pintadas de tizne. Tengo la cara cubierta por mis manos, mis codos descansan en mis rodillas.
Se puso como loca, dice, yo creo que ya mero muere, prepárenlo todo, ya mero se pela...
Después yo creo que me ve porque se calla. Las llamas de las veladoras hablan, mi madre les indica qué decir, que me defiendan, clama, que me defienda el Cielo. Mi madre sabe lo que está pasando, yo sé lo que le está pasando a ella, la puedo ver con los ojos cerrados, resguardada en las cobijas muerta de miedo por mí. Sabe que morirá.
Me empujó fuera de la casa. Abrí los ojos. Vi esos mismos ojos, esos ojos colmados de odio que partían el horizonte y ahora se clavaban en los míos y me violaban. No dijo nada. Me pateó recio en las costillas. Mi madre rezaba en su cuarto. Las viejas no le dijeron palabra, ni hicieron nada.
Le dijeron que no volviera, él se lo busca por insolente, siempre fue así de malcriado, así de mala yerba, decían.
Mi madre rezaba, abría los ojos, dirigía la mirada a su ventana donde planté los pescados. Un árbol de esos chillones comenzó a crecer, de esos a los que se les caen las ramas como queriendo tocar la tierra. Crecía con cada golpe de mi padre, en la boca, partiéndome la ceja.
También crecía con cada lágrima que caía en las ropas sucias de mi madre. Con cada golpe, con cada lágrima. El árbol crecía, le salían más ramas del tronco joven. Árbol de muerte, árbol de la vida.
Me agarra de los pelos y me hinca frente a él. Me dice que baje la cabeza. Empuña el arma que siempre trae colgando al cinto. Siempre hay que traerla aquí, me dijo un día, uno nunca sabe cuándo hay que defender la parcela.
Siento el frío del metal. Frío delicioso, reconforta en este calor tan necio. Cae la noche. Mi madre aprieta los puños, respira agitado, suda. Todos los que estaban en la casa salieron a verme morir, están parados afuera de la puerta.
El árbol crece, las ramas nuevas se entierran en el tepetate, trepan por el techo. El árbol está cubierto de rocío. El árbol va a dar buena sombra. Mi madre aprieta la quijada y dice mi nombre. Una rama del árbol rompe la ventana y se extiende hasta su boca. Ella lame el rocío.
No siento nada cuando jala el gatillo, solo un silencio, un silencio terrible. Mi cuerpo cae, mi sangre se extiende y corre liberada de mí. Mi vida sube al sol que se mete, mi vida liberada de mí.
Tierra Colorada como la sangre, como el sol cuando se pone.
La caja de mi madre es más grande, a mí me tuvieron que arreglar el cuerpo para que cupiera en una caja de niño. A mi madre le gusta la música. Mi padre va a enterrarnos, llora lágrimas saladas de tanta mentira. Las lágrimas caen en mi caja y queman la madera. Sus botas dejan en el polvo un rastro como de serpiente.
Afuera, todos parecen más muertos que nosotros. Mi madre sonríe a mi lado, todavía le sabe el dulce del agua en sus labios, el dulce del rocío del árbol chillón. Todos lloran y arrastran los pasos, con silencio, miran al cielo dizque orando por nuestro perdón.
Él mismo pidió su muerte, dice una de las viejas arpías, Euralio le dijo que no volviera, para qué lo iba a querer sino para arar el campo que ya ni da nada, pura roca y maguey.
Los hombres le entregan las cajas a esa boca cavada en el mundo. Mi padre no ayuda: que está agotado de tanto arrepentimiento, de tanta miseria.
Comienzan a caer unas gotas de lluvia. Es una llovizna leve, no como la que se viene por allá por donde vivo. La tierra cae, es lodo, todos sonríen, todos esperaban ansiosos el agua. El corazón de mi padre da tumbos de contento. Al fin morimos, a mano propia, si él tener que cargar con ninguna culpa.
Llueve más fuerte. Unas camionetas pasan rechinando sus llantas. Vienen cargadas de música. Las cajas están cubiertas por el lodo. Las camionetas apagan la música cuando ven que ese bulto de gente es un sepelio, después se alejan y la música se escucha lejos, en ecos.
Vine a casa a regalarle un poco de lluvia a mi madre. Aquí la tierra es colorada. Y una muerte nunca se olvida.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01