Pozos de Sombras
Noel Unk
"Ádale, cava más recio que se va a poner el sol".
Tu sombra y la de él se confunden con las sombras de los cerros que motean el horizonte. Lo enjuto de tus pies comulga con el amarillo muerto del zacate. La piel se vuelve tierra en la terracería y un silencio aciago se escucha en gemidos de perro.
"Apúrale, que tus hijos también tienen sed y pos Dios mediante acabamos esto pa fin de mes".
Hundes la pala en la cruel aridez de la tierra, aridez del tiempo de tu padre. El polvo viaja, remolina, se incrusta en las vetas de carne seca de tus dedos, páramos de sed que sangran y coagulan en negro.
"Segurito aquí hay agua. Ya buscamos por todas partes y pos aquí da tumbos la vara. Apúrale, que hay hambre y los zopilotes comenzaron a rondar".
Te limpias el sudor con la palma de la mano, te lo llevas a la boca. El líquido arde tus labios y tus mejillas tarquemadas. Parece que el sol decidió no ponerse nunca. Parece que las estrellas lo parirán de nuevo si deja que caiga la noche. Pasa una nube grande, de esas grises y gordas; deja en la tierra una cicatriz de sombra.
"Ya na mas hay agua aquí abajo y se la va a tomar toda la tierra, que tiene sed también".
Ignoras su voz y clavas el filo de la pala en el borde de una roca. Él hace lo mismo. Escuchas el rítmico azote de la pala en el suelo que surca el aire y lo hace chillar; es imposible descifrar las veces que has resquebrajado esa faz. Dos ánimas negras cruzan el círculo que trazaste. Delinean el pozo; dibujan penas. Las sombras agitan sus alas y graznan con voz de zopilote, se separan y alejan de nuevo hacia el sol.
"Dice el viejo que hora que rondan los zopilotes tiene igual de miedo que aquella vez. Dice que unas luces que no eran estrellas fugaces comenzaron a caer de la noche, a secar los ríos. Eso dice el viejo loco que dice la verdad. Dice que las luces eran bolas grandes de fuego. No eran ánimas, dijo, pero van a regresar...".
Apenas lo recuerdas. Sabes que llenabas la jícara en el arroyo y que un día a las tres de la tarde todo ennegreció y tu madre te arrancó de la corriente. Dejaste caer la jícara en las rocas. No salieron de casa en varios días.
Tu madre con una férrea hija pegada al pecho mamando las últimas gotas de leche. El perro aullando en la puerta junto a la cruz de palma. Tus huesos temblando bajo la carne endeble. En lugar de sol amaneció del horizonte una luna en brasas. La luz entraba por las hendiduras de la pared de carrizal y obligaba al frío a calar más dentro.
Tu madre los encerró a contar rosarios. Las cuentas avanzaban una a una inexorables. Se escuchaban gritos y oraciones agitadas. No abras los ojos, que si los abres no los cerrarás nunca. Los pasos y las prisas y el reír del mezquital desquiciaban al viento. Vinieron los zopilotes y se hicieron carne, Julio, si abres los ojos los verás y no querrás ver nada después, ándele, abrace a su hermanita y enséñele a rezar.
"Órele, que ya mero nos vamos. Yo si no puedo dormir en las noches, que recuerdo aquello que vi de niño y siento hora ese mismo aire negro. Por eso hay que hacer el pozo, pa que no nos muéramos de sed, los zopilotes buscan lo podrido, no los cuerpos fuertes. Igual a ti a mí de tan corriosos no nos quieren, pero nuestros hijos... nuestros hijos van a crecer los chamacos con más sed que nosotros...".
Eras niño, el río agua, entonces el sol regresó para alumbrar un sembradío de fisuras y cadáveres. Había pedazos de cielo regados por el valle, un fluido de luna que arreciaba su brillo contra los ojos, como vengándose. Animales de vientres cobrizos. Matorrales que brotan del subsuelo como raíces hambrientas. Músculos de sal. Buscaste llenar la última jícara. Te hincaste perplejo, sobre la arena, entre esa maraña de rostros oxidados, y tocaste un suelo que poco a poco dejaba de ser fango y río. Caminaste por los surcos de un maíz en agonía, maíz seco y azul. Acechaban más y más perros, se olía más y más muerte.
"Ya está oscureciendo, mañana cavamos más, ojalá lléguemos hasta donde ya no nos podamos ver. Vámonos".
Te llevas la pala al hombro y caminas junto a él, Lázaro, hermano de ansia. El camino se adivina interminable. A lo lejos, el sol cae y enrojece las llamas que nacen de hueso y roca en forma de maguey. Antes el suelo era fértil y destilaba frutos de agua. Ahora frutos de sangre, ahora un recuento de las historias de los viejos. Los viejos ciegos, los viejos ciegos que esperan su fin recostados en hamacas tomando mezcal. Dejan que el viento meza su suave carne sin ojos y que su lengua salga y recorra lamiendo la mente de cualquier incauto dispuesto a creerles.
"Otro año y no hay cosecha. No me acuerdo de ninguna, Julio, no me acuerdo de ninguna y lo sé como sé mi nombre. Este terreno no deja ni pesar, no deja nada. Por allí lejos, en un pueblo, andan diciendo que encontraron una coraza. Se lo dije al viejo y más loco se puso, dijo que volverán pa siempre, por eso los zopilotes, por eso se secan los magueyes y ya ni pa mezcal. Adiós, Julio".
Crees que tu infierno extiende sus cabellos de espinas de nopal, que los árboles enfermos y sus huesos de rama seca son el preludio de la fatalidad del próximo sol, la próxima sed, el próximo hedor doliente. Y que las fauces de víbora y el haz de fuego y los seres inauditos volverán.
Caminas solo. Un punzante llaga tus pies descalzos; la sangre fluye en un hilo carmín que se entromete en las grietas de la tierra. Te detienes y observas la herida. No es profunda, continúas andando. El hilo baja, borda un camino. La sangre sabe dulce, primero, y agria, después. En ella habita la historia de los maizales y las pestes. La historia antes de ser historia. La semilla de tu semilla.
Un perro negro se dirige hacia ti. Pela los dientes cuando pasas. Te mira con esos ojos dementes de rata; cruz de miradas. Volteas, ves al perro lamiendo tu trazo, tus huellas de lodo púrpura. Es raro encontrarlos, siempre invisibles, ecos lejanos. Detenga duro a su hermana que está temblando, tápele las orejas pa’ que no oiga a los perros que la asustan. ... Oración perenne de los ancianos: "...y entonces las jaurías acecharon y limpiaron las llanuras de zacate llevándose pies y manos entre dientes. Perros zopilote, ánimas que muerden, devoran, tragan. Ánimas con sed y hambre. Estrellas salvajes".
Tu hijo juega no muy lejos. Sus manos pequeñas levantan puños de polvo y tratan de lanzarlos al cielo, hasta esas nubes gordas y grandes que se fugan con el día. Al verte corre hacía ti. Salta y aprieta su débil pecho contra el tuyo. Te besa en la mejilla. No encontramos a tu padre, tienes que cuidarnos, a mi por vieja y a tu hermana por chica, eres el hombre. Te conduce de la mano hacia el jacal. Antes de cruzar la puerta de mimbre miras de reojo al perro negro; sigue atestando contra tu sangre. La lame, voltea a verte, emite tres ladridos huecos; los golpes crujen bajo las raíces, por entre el tepetate, alcanzan el sótano del campo marchito.
"No pude dormir bien, Julio, el calor no me deja y los hijos menos y dicen por ahí que el sol enfureció".
Ahí esta ella con el vientre hinchado de tu vientre y los pechos colmados de leche, sentada sobre el petate. Ahí está ella con dos hijos rondándola el día entero, zumbando, con una fiebre de hace cuatro días que no la deja. Moldea una masa azul mientras te sientas y cinco dedos se contorsionan en su pie desnudo. Ya no hay comida, Julio, la quemaron las luces esas.
Ignoras a tu hijo que corre con un animal en la mano. Miras hacia afuera; duele ver ese tejido de nopal convaleciente, todo triste, masa amorfa de púas, podredumbre vegetal.. Ya nunca va a haber siembra, ni de maíz ni de cebada, hijo, los zopilotes lo royeron todo y los surcos quedaron miserables, con su luz incendiaron el campo. Ecos de pala que van y vienen en tu memoria. Agua que promete escondida muy abajo en lo oscuro. Sangre de mil hombres que teje un páramo de vida entre arrugas de tierra estéril y nervios de paja arena.
Te escuchas hablar distante. El pozo, la matriz, el animal erizado que escapa correteado por tu hijo. Comámoslo, piensas, Comamos perros y zopilotes. Se forma un pequeño lago en las palmas de tu mujer, una hebra de saliva sobre la masa. Fijas la mirada entre sus piernas, manantial prohibido que da miel.
"Ojalá acaben pronto de cavar, que ya no hay agua, y pos voy a terminar por darles mezcal a los hijos".
El vaivén de la pala... va, ven... cada vez están más cerca, cada vez los ciegos hablan más verdad, cada vez las estrellas se sienten menos solas. Te concentras en su cuerpo: pechos hirvientes, sudor, masa azul entre las uñas, callos, respira, respira un canto que te llama dentro, al único río sendero, al valle de sus pechos. Te sumerges y con cada movimiento es como si clavaras también la pala. Con cada movimiento recuerdas las palabras de tu madre y las lágrimas de tu hermana y los ciegos que viven de tarde y no abren los ojos por no querer ver lo que vieron entonces... "eran unas bestias gigantes, eran parásitos de zopilotes de luna, porque salieron de ellos, prefiero no ver a verlos de nuevo y tomo mezcal, que lo ataruga a uno...". Tu mujer y sus paredes te impregnan de fiebre. Tus hijos duermen, apacibles, abrazando al animal. Afuera, la luna suda también, el llano exhala su último vapor y las nubes se embarran en el desierto del cielo.
"Julio, que me duele un poco, no...no... no, no tan duro, na más espérate a que me alivie".
Te retiras, metes la cabeza en medio de sus muslos. Es el calor y el pozo, la savia olor a hembra y el licor de resurrección; el agua. Caes en un sueño pesado mientras delineas su vientre hinchado con la punta del índice. Sonríe levemente y suspira Julio, quédate aquí conmigo, duelen los huesos, el alma, los ojos, he visto demasiado, hijo, y se lo han llevado todo; al riachuelo, a tu padre, a tu hermana, al espíritu de la cebada y el maíz; secaron la jícara. Labio contra pezón, pierna contra pierna. Tus ojos se esconden tras arrugas, temerosos. Se esfuma la consciencia; niebla de recuerdos, delirio espiral; el vaivén de su pecho te arrulla. Retornan las sombras que circulan el pozo. Azotas la pala contra el suelo maldito una y otra vez, cazándolas. Piensas verter tu semilla en las grietas dolosas, quizás nazca al fin un árbol o esas ánimas grises dejen de trastocar la piedra. Lázaro cava también. Un olor a perro flota en el aire pesado. Cierras los ojos: caudales diminutos recorren tu espalda, helechos, pasto, trigo y maíz joven germinan de tus brazos. Tu piel es la nueva tierra; mi piel, la peste de la antigua. El mar y sus olas se entrometen en tus huesos, revientan en tus poros. Suspiras confundido.
"Viejo, despierta, se oyen ruidos...".
Calla, mujer, dices, duerme que el silencio no se oye. Miras hacia abajo. Lázaro lucha por meter aire a sus pulmones. Sus plantas acarician la llanura, taladran haciendo vibrar el espacio.
"Julio, busca a alguien más pa vigía y ven, ayúdame aquí, que la pala ya no se hunde".
Te oyes llamar a alguien. Hijo, me estoy muriendo, tienes que cuidar a tus escuincles, buscar agua pa ellos, buscar una raíz de algo o huir de este paisaje roto. Un hombre huesudo llega corriendo, el sudor pega la camisa al cuerpo. Bajas poco a poco ayudado por una cuerda. El bullir de la tierra te asfixia y Lázaro, ya lejos, lamenta su suerte.
"Tanto cavar para nada, para que no haya agua aquí tampoco, mejor sal y entiérrame, entiérrame porque ya me siento cadáver, ya estoy muerto. No podemos mear, ni llorar... hasta pa eso se seca uno".
Duelen sus voces, duele la angustia, el delirio, la pesadilla. Tus hijos murmuran algo en su lengua obscura. La calentura ataca a tu mujer y la hace respirar entrecortado. Oyes también ladridos y un rechinar incesante. Un rayo de luna se incrusta en tu pupila. Se extiende el sendero del insomnio.
"Mira, viejo, mira allá afuera... están cayendo luciérnagas del cielo".
Tápale las orejas a tu hermana, escucha, allá afuera se está cayendo el mundo. A través de la ventana puedes ver un incendio de magueyes. El humo te hace llorar. Piensas en el pozo y en las plantas que nacieron de tus brazos hace poco en tus sueños. Dentro del pozo debe haber vida, así como hay vida en el seno de tu mujer; tu hijo vive en agua.
"Tenía razón Teófila, me dijo que no dejara que naciera mi hijo porque iba a morírseme luego luego".
"Cállate", te escuchas, "te dije que no le hicieras caso a la vieja loca esa, voy pa fuera a ver que pasa". Apenas pisas el llano sientes una brisa de muerte en el semblante. Es un calor húmedo que carga los gritos de Lázaro y sus hijos y su mujer. Un color a óxido quemado irrumpe en la atmósfera. Apesta a carbón de zacate y maguey. Astros jadeantes surcan el cielo, combaten contra las nubes, acechan la madrugada. Son las fauces de víbora, las visiones de los ancianos, ánimas perpetuas.
"Tengo miedo, velos, llegaron las ánimas aquellas, llegaron a matarnos, llegaron por nosotros".
Los braseros tintinean aún desde las casas mientras la gente corre despavorida. Algunos ejecutan danzas arcaicas. Otros se echan a la tierra, boca abajo, tapándose los ojos. Los ciegos caminan en fila con antorchas, letanías de siglos y botellas de mezcal. Detrás, tu mujer solloza y se soba el vientre. Los niños tratan de atrapar al animal, indiferentes. Un hombre se planta bajo las luces y se clava un filo en el pecho; los perros pelan sus dientes de estrella y atisban contra la carne. Noche, parvada astral.
Mi centro es el centro del pozo; fuente y fin de la tierra. Ladridos rojos como la luna que amanece. Topas a Lázaro y, sin hablar, resuelven tomar las palas y acercarse en medio del ajetreo. Brillan las fibras con una energía candente, ácida.
"Ándale, cava más recio que va a amanecer".
La polvareda llena los ojos y trae, en cada grano, una cuenta del rosario que rezan tu mujer y su ramal de hijos. Es la única forma de salvarse de las luces, hijo, rezando y pidiéndole al Señor que se apiade de uno en el Juicio Final que está pronto, que han visto los ciegos. Del horizonte viene otro polvo: es una arena de cristal fino que se clava en la piel; punza como avispa; arde como chispa de fogata. Gemidos humanos y caninos comulgan en una sola desesperación.
"Na más nos queda la esperanza que hay allá abajo, na más".
La hilera de ciegos dibuja un círculo de fuego; cabizbajos, cabello iluminado por la luna moribunda. Llueven polillas de metal. Uno que otro niño trata de jugar con ellas, quemándose las manos.
"Hay unas pieles aquí abajo...y unos caparazones pequeños... pos así dicen que pasó en el pueblo aquel... que cuando los encontremos se desmoronará todo".
Una muchedumbre se esparce por el llano, huyendo, se pierde en la obscuridad como las plegarias que tus hijos murmuran escondidos en esas faldas negras. Siguen cavando. Profundo, el pozo se abre como una boca. Lodo de sangre y lágrimas, fosa de circuito y cuerpo; sólo se distinguen por sus cabezas, parecen recién nacidos de la boca. Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, venga a nosotros tu reino, venga tu reino...
"No mires pa rriba, na más vas a ver muerte, mejor túpele duro a la cavada, ya puedo sentir lodo en los pies, se siente rico, fresco, húmedo".
Incrustas la pala con ahínco. Algunas rocas son removidas con tus manos sangrantes; hay trozos de grava regados por el lodo. Tu universo reduce sus paredes, sopesa en su intimidad. Tu respiración, caliente. El sudor se cuela por los poros del tepetate. De tu brazo se extiende una raíz virgen, cráneos deformes, una serpiente dorada, el brazo de Lázaro. Aprietas las venas de tu infierno. Parpadean arriba las antorchas, cabelleras delirantes de los viejos.
Llano tejido de relámpago. El cacareo de Lázaro es la voz del trueno. Mi voz, el ladrar de aquel Cuarto Menguante. Decenas de párpados se asoman al sexo de la tierra.
"Te dije que aquí había vida porque los árboles nunca se equivocan, aquí mero temblaba el palo... agua, Julio, agua".
Un cuerpo cae sobre ti quebrándote por la espalda. Después otro... y otro. Las pupilas de una niña descubren montones de restos humanos; dicen que lo último que ve uno se le queda grabado en los ojos, piensas. Una mujer se apoya en tu hombro para llorar mientras tres niños se arrojan abrazados. Petates con ancianos dentro, manos temblorosas, escapularios. Hágase tu voluntad en la tierra, en el cielo. Es difícil ver las sombras que se agitan tan lejos, en el llano comal. Seis manos etéreas en tu frente, No nos dejes caer, no nos dejes caer, líbranos, no nos dejes caer..., los muslos tibios de tu mujer encinta, caricias de madre, en la tentación, de todo mal líbranos, dedos de hijo que te jalan por la camisa mojada, líbranos de todo mal.
"Cava, cava, llevemos a todos adonde hay agua".
Explota un vapor hirviente. En la esquina los petates se acurrucan. Afuera, los profetas invidentes sonríen; muestran sus ojos de mármol verde, vierten tierra en el pozo, arrojan a quienes se niegan a caer. Cierras los ojos para aferrarte a esas manos etéreas sobre tu frente; tu familia, carroña presta para perros y zopilotes. El vapor calcina pesadillas.
La tierra cae implacable; raudal de piedras, fósiles, lodo. Algunos la escupen, otros la engullen felices. Dale gracias a Dios que se llevó a tu hermana inmaculada, así no se va a marchitar con tanto hijo muerto de hambre. Se regocijan, lloran, ríen, rezan sobre mí. La comarca entera hierve en el pozo manantial. Congregación de dedos jóvenes y ancianos, tumba del pueblo.
Mujeres y hombres perecen al instante que la luna se metaforiza en sol. El sol nuevo, el nuevo sol. Hágase tu voluntad en la tierra, tu ombligo, que es nuestra madre. Un río se extiende hasta el centro del mundo, mas allá de mí, distante de aquel fuego que invade a las nubes. Sientes diluirte en la tierra sagrada, lejos del llano cruel. Tu cuerpo es el cuerpo de todos. Ojos maíz. Sangre de mezcal y frutas. Estómago de tu hijo innato. Dedos de masa azul.
Los viejos se alejan bajo las llamas celestes. Ven porque no hay nadie más que lo haga. Esperarán su muerte en hamacas, trazando la historia en su mente y transcribiéndola en tablas de arcilla. Los espíritus acallarán poco a poco. Habrá un día eterno y la luna quizás se canse de esperar un eclipse. Sobre mí, una planta germinará vestida de tu sangre, entre ecos.
Sol nuevo, semilla de tu semilla universo.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01