Para toda la vida

Francisco José Morón Sosa

Clara no se lo pensó, dejó al descubierto sus pechos. El joven, que permanecía sentado en un Renault 5 de color negro, se quedó pasmado, sin saber qué decir.

-Venga chaval, que no tengo todo el día. Si quieres me monto en el coche y te enseño a disfrutar. ¿Qué hacemos?

No sé cuantos años tendría, pero la verdad es que fue el quinto hombre que la rechazó. Aunque la noche había empezado con fuerza, pues nada más llegar a la carretera vieja, había enlazado dos clientes de quince mil, desde entonces la jornada se había quedado parada. Clara ya tenía cara de circunstancias, las cuentas no le salían: Quince mil para Javier, su chulo, diez mil para la coca y cinco para gastos varios.

-Joder, creo que esta noche no saco ni para bragas -se decía en voz alta, mientras contemplaba como su amiga Lidia se metía en un coche rojo.

Aquella fue una noche dura. El frío caló en los huesos de Clara, su chulo le dejó bien morado el ojo derecho de un guantazo cuando vio la miseria que traía y Lidia, amiga de trabajo y compañera de piso, apareció llorando, con la cara llena de sangre y sin dinero, aquel cabrón del coche rojo le había robado todo lo que llevaba encima.

Dos meses después, el Sol violó la oscuridad de la habitación y las despertó sin compasión. Clara tenía la costumbre de dormir agarrada a Lidia, una joven de piel blanca, ojos azules y cabellera rubia, una belleza asombrosa y suave.

Lidia salió de la habitación y se encerró en el cuarto de baño. Clara, permaneció sentada en la cama con la mirada perdida. Pese a que Clara era la mayor, Lidia llevaba más tiempo que en la prostitución, ya que los orígenes eran diferentes. Se conocieron una noche, hace ya casi tres años. Clara había salido a divertirse con un grupo de amigas. Todas era de familia acomodada, jóvenes que sólo piensan en pasarlo bien y que nos le importaba lo que pudiera costarle la fiesta.

Lidia trabajaba en un garito del centro de la ciudad. Allí, se escuchaba música en directo, se bebía, se fumaba la mejor hierba de la ciudad y la coca no llevaba mucha mierda. Clara y sus amigas llegaron más borrachas que serenas y lo primero que hicieron fue meterse unas rayitas y acompañar el Jack Daniel´s con fantasiosos cigarrillos de hierba. Lidia estuvo atendiéndoles toda la noche, con lo que hizo que entre ellas se abriera una franja de conveniencia y de humos. Tras la tercera ronda de copas, la rubia Lidia invitó a las jóvenes a unos tequilas, luego a Ginebra y más tarde a una discoteca en la que el volumen de la música hacía imposible una conversación. Bailaron sin desenfreno, la noche iba agitada y en uno de esos movimientos las bocas de Lidia y Clara se acariciaron.

Clara amaneció en la cama con Lidia. El apartamento era coqueto, dos habitaciones, un cuarto de baño, una cocina pequeñina y un salón. Por la mañana no hubo sorpresas, se ducharon, besaron, despidieron y por la noche, Clara apareció en el bar donde trabajaba Lidia con una maleta repleta de ropa y sueños. Desde aquel día, Lidia y Clara comparten vida, trabajo y desilusiones. Clara fue desterrada de su casa, su familia la borró de su mente y desde que se metió en la cama con Lidia la única familia que pasó a tener fue su joven amante.

El primer año fue fabuloso. Clara acabó la Licenciatura en Derecho, y entre sus ahorros y lo que ganaba Lidia vivieron. Sin embargo, las vidas se les torcieron cuando la cuenta de ahorro de Clara se desinfló y Clara tuvo que comenzar a trabajar por las noche en el pub junto a Lidia. Allí empezó a coquetear en exceso con las drogas, lo que creo muchos problemas en la pareja y llevó a Clara a acercarse demasiado a Javier, el dueño del garito y mayor camello de la zona. Luego, todo fueron problemas, favores que se debían y demasiadas deudas imposibles de pagar.

Javier se aprovechó de la situación y terminó exigiéndole a Clara el pago de algunas de las deudas con favores sexuales a sus amigos. Todo ocurría de espalda a Lidia, la cual cuando se enteró tuvo una pelea con Javier, l que terminó con los huesos de Lidia en la calle.

Así, de la noche a la mañana Clara y Lidia se vieron sin un duro y entre una cosa y otra terminaron trabajando en una casa de alterne, de donde se tuvieron que ir al poco tiempo, terminando haciendo la calle. La situación hizo que Clara fuese cada vez más dependiente de las drogas y, por lo tanto, las cosas fueron de mal en peor.

Lidia salió a toda prisa de la ducha. Sin tiempo para ponerse algo encima, el cuerpo mojado, resbaladizo, enjabonado. Se agachó, cogió a Clara por los brazos y calmándola la ayudó a sentarse en la cama, con las extremidades en alto.

Lidia estaba pasmada. No entendía qué le pasaba a Clara. Perpleja, regresó al cuarto de baño, cogió un bote de gasas, otro de compresas y volvió junto a Clara, que permanecía tumbada sobre la cama, con las manos en el vientre y tapada con la sábanas azules que vestía la cama.

Lidia hizo todo lo que le pidió Clara. No dijo ni palabra. Puso algo de agua caliente en una palangana y con una esponja le limpió las piernas. La hemorragia se había cortado, luego, una vez secados y limpios los muslos, le colocó una compresa, le puso unas bragitas blancas y la dejó descansar.

Clara estuvo durmiendo hasta las cinco de la tarde. Cuando despertó, Lidia le tenía preparada una sopa bien caliente, que sin pensárselo se la sirvió en la cama, para que su niña, como ella la llamaba, no tuviese que levantase.

Lidia la miró con ternura. Aunque no se creía lo que le había dicho, no quiso forzarla, así que pensó que mejor dejar la conversación para luego.

Clara acercó sus labios a los de Lidia y la besó. Recorrió toda su cara con sus besos, dejó que el sabor del sudor la penetrara y se perdió con su olor. Se abrazaron, se acariciaron y se amaron. Luego, las dos abrazadas, como si de una noche cualquiera se tratase, durmieron. Precioso cuadro el que dos bellos cuerpos dibujaban sobre el camastro al ras del suelo.

Clara jamás despertó. Lidia abrió los ojos agarrada al sueño de Clara, con el silencio clavado en su boca. El informe de la autopsia desveló que Clara murió desangrada. Tenía perforada la vagina, un tumor maligno había destrozado sus ovarios. El médico le dijo a Lidia que no podía entender cómo había sufrido en silencio tanto dolor.

El funeral como todos, quizá con menos asistentes, pero igual de triste. Lidia se quedó un rato mirando la tumba. Aún no podía creer que allí, debajo de tanta tierra estuviera aquella bella e inteligente joven que le daba sentido a su vida. La lloró, la acarició, la echo de menos y la vivió.

Hoy, que ya hace más de quince años que los gusanos pasean por los huesos de Clara, Lidia sigue visitándola. Todas las noches se sienta al lado de su tumba, y como si aún el sol las encontrase todas las mañanas abrazadas sobre el fondo azul que dibujaban las sábanas sobre el camastro, le cuenta cómo le ha ido el día. Hoy, como todos los días, rosas rojas adornan la mesa que dos amigas compartirán toda la vida.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00