París, Siempre París

Carlos Zugasti

Al arribar a París, realicé uno de mis anhelos juveniles. Al día siguiente de mi llegada, me trasladé hasta el Café‚ Pierre, que era uno de los principales objetivos de mi viaje.

Cuando estuve enfrente, me decepciono. Era más pequeño en comparación con el imaginado, por las descripciones de algunos escritores.

Mi primera intención fue ocupar la segunda mesa de la derecha en el exterior, pero empezó a llover, así que no hubo más que aceptar la mesa del rincón que me señaló el mesero.

Otra frustración fue cuando le pedí que me trajera un vaso con ajenjo. Me miró con una expresión de extrañeza y fastidio y me dijo que esa bebida ya no estaba en la carta de vinos desde hacia tres décadas.

Le mencioné dos o tres bebidas mas y ante la negativa de su existencia me sugirió que lo más cercano era un vermouth seco. Mientras esperaba, recorrí el lugar con la mirada. No había más que ocho mesas pequeñas con tres o cuatro sillas cada una. Lo único que concordaba con las descripciones que me habían hecho del lugar eran sus paredes de color ambarino, producto del humo de los cigarrillos que se había impregnado por años. Todo alrededor de la barra era de ese color y hasta la robusta cajera que destacaba del resto de los comensales sentada en un banquillo alto. Ese color ámbar solo se convertía en gris desteñido cuando yo miraba a través de los ventanales.

No llegué al Café Pierre a ver el color de sus mesas y sillas; estaba allí porque en ese espacio se reunían los personajes que admiraba desde siempre. Muchos escritores lo convirtieron en un tabernáculo privado, en una atalaya desde la cual todo sucedía. Quería experimentar esa sensación y anhelaba ingresar a ese mundo de imágenes.

Esta reflexión hizo que recorriera con la mirada los rostros de los comensales. Ninguno tenía las características del genio, ni de escritor de garra. A todos los veía con rostros comunes, mujeres de cabellos hirsutos desteñidos, de ojos deslavados; ellos encorvados, meditabundos y en su rostro se reflejaba el tedio.

Al tercer vermouth me aburrí y salí del café‚ de mis sueños para deambular por las calles cercanas hasta llegar a la gran torre en donde renacieron mis antiguas ilusiones, después me trasladé al Barrio Latino y allí me perdí en la noche parisina.

En los días siguientes repetí aquel itinerario de turista. Mejoré el tiempo y en el café pude ocupar la mesa anhelada. Lo que nunca cambié fue el aspecto de los concurrentes y todo era tedioso y aburrido. Decidí escribir en ese momento la crónica del viaje, los recorridos realizados y las frustraciones ocasionadas por una realidad desgastante.

Fue entonces cuando la conversación de los ocupantes de la mesa contigua llamó mi atención. Escuchaba todo lo que decían, inclusive cuando susurraban.

...En los últimos dieciocho meses has tenidos muchas ocasiones de dejarme en Lille, cuando tuve problemas con las autoridades en Marsella, cuando estuve dos semanas enferma y me ayudaste a recuperar la salud... y en Casablanca, cuando tuviste la oportunidad de conseguir uno de esos salvoconductos y huir tu solo. Pero no lo hiciste. Ahora entiendo que no hayas dicho a nadie que estamos casados, ni siquiera a nuestros amigos: para que la Gestapo no sospechara que soy tu mujer...

Quedé‚ sorprendido. No podía creer lo que escuchaba. Frente a mí charlaban Ilsa Lund y Víctor Laszlo... o mejor dicho... Ingrid Bergman y Paul Henreid.

-Dime que no estas enfadado conmigo -dijo ella-.

Víctor le acarició el brazo con afecto y aire ausente. Ella le contestaba con esa voz tierna, y tranquila, sin faltar esa breve rispidez que surgía en sus frases largas. Esa voz me sedujo hace años, sentado en la butaca del cine y ahora ella estaba aquí y yo la escuchaba como si esas palabras fueran para mí.

Me moví un poco para verla. Sus ojos eran más grandes de cómo los recordaba en mis recuerdos cinéfilos; su rostro impecable, la turgencia excitante de sus labios y su mano delicada que sostenía la base de la copa. Qué bella y exquisita mujer.

-Si un hombre tan ciego al destino de las naciones como Richard Blaine sabe distinguir entre nosotros y los alemanes, significa que la bondad de nuestra causa es manifiesta -dijo Víctor mientras escanciaba su ajenjo moviendo el vaso en círculos para incrementar la turbidez del mismo.

En eso, se detuvo frente al café el Buick 81 C, descapotable del que descendió Rick... ¿O debo decir Humprey? No había duda de que era él. Llevaba el sombrero calado, inclinado a la izquierda, ceñido el cinturón de su gabardina y sobre la comisura de los labios su Chesterfield, del que surgía el humillo blanco que era atrapado por el grisáceo cielo del París de siempre. Junto a Rick, venía el pianista negro, alto, de brazos largos, que sin duda era Sam Waters, el leal confidente de Richard.

-Se los dije... siempre nos quedara París -dijo Humprey sonriente.

-No estaba bien no cumplir un compromiso. Así lo comentamos en Casablanca -le contesto Ilsa.

-No estaba bien tener dudas cuando yo había dado mi palabra. Me limito a cumplir la parte del trato. Aunque han sucedido muchas cosas después de su partida hacia Lisboa. Víctor, ha llegado el momento de resarcir algunas deudas.

Rick y Sam sacaron sus pistolas; al ver esto, Ilsa sacó su revolver. Al ver lo que sucedía me alarme e intervine. Esperen, esperen, usted, Richard Blaine, tomó una decisión. De hecho decidió darles los salvoconductos. O mejor dicho obsequiarle el salvoconducto a Víctor, porque Ilse ya lo tenía. Decidió hacer tratos y engañó al capitán Renault, los hizo subir al avión y mato al mayor Strasser. Y ahora quiere cobrar sus torpezas.

-¿Quién es este? -increpó Ilsa.

-No sé, ni tengo idea -añadió Sam.

-Yo tampoco sé nada -replico Víctor, levantando las manos desesperadamente y enmarcando su rostro.

-Sabe mucho. Sabe toda nuestra vida. ¿Tú eres Murray Burnett, el escritor, o eres uno de los guionistas? ¿Eres Julius o Phillip Epstein? -preguntó enfática y colérica la Bergman, que me miraba con odio.

-No, yo no soy ninguno de ellos... yo soy un admirador de todos ustedes, de Casablanca, de la Bella Aurora, de Sam, de As time goes bye, del Rick's Café. Estoy enamorado de Ingrid Bergman, de Ilsa Lund y hasta de Tamara Toumanova.

-Sabe demasiado, es un escritor omnisciente, -grito Richard Blaine.

Todos voltearon hacia mí y al unísono me dispararon hasta acabar con sus balas.


Otro cuento de: Teatro    Otro cuento de: Cine  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Carlos Zugasti    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Jul/01