El hechizo

Patricia Suárez

Isabel siempre lo esperaba sonriente. Se alegraba al verlo, y sus dientes todavía eran hermosos. La palidez era algo secundario; a él no lo incomodaba. La imaginaba como a una muchacha de los tiempos antiguos, que se pintaba las ojeras con verdín para coquetearle. Una muchacha delgada. Santiago se acercaba, ella le hacía señas con su dedo índice, ahora muy huesudo, indicaba adónde debía sentarse él, si a los pies de la cama, o en la silla dura que estaba al lado derecho. En general, sobre el asiento descansaba una pila de libros que él debía llevarse y renovar con una periodicidad inquebrantable, cada tres días. Prácticamente no hablaban, no hablaban de la casa: ella no preguntaba cómo estaban las plantas del patio, la Santa Rita de la pared del fondo, las lágrimas de la Virgen; él suponía que esta indiferencia era deliberada; él pensaba que ella pensaba que era improbable ya que volviera a la casa. Consumía libros con avidez, como una cuenta pendiente. Historia, sobre todo. Literatura también, pero con disimulo. El pedernal de la literatura cava mucho más hondo. Cuando él llegaba, Isabel le atizaba con una ristra de conocimientos nuevos, fragmentos de textos que leía, en los que pasaba el tiempo meditando detenidamente. No, él no sabía de eso, él no sabía casi nada. Él se había vuelto un mandadero: traía dátiles, higos de Esmirna, en los bolsillos del saco, casi de contrabando y un poco pegoteados con pelusa, y ella los comía, ávida, y hacía su encargo para el día siguiente: le daba la dirección precisa de una panadería en la que cocían chipá (a veces decía chipá, como los correntinos, y a veces, como había pasado su niñez en Misiones, decía chipa, así, sin acento), lo conminaba a que él cuidara de que lo hicieran bien: harina de mandioca, queso y chicharrón, que le trajera entonces varios bollitos, calientes, que no se los guardara en el bolsillo ni en una bolsa de papel porque perdían sabor, sino que los envolviera con una servilleta de algodón. Nunca mencionaba la morfina, ni los analgésicos ni los efectos secundarios de la cortisona; él también callaba al respecto y pensaba, nunca más acertada la frase, que no había que mentar la soga en la casa del ahorcado.

Afuera era invierno y llovía; la humedad calaba los huesos.

Más tarde ella ponía los ojos en blanco, tan parecida así a la pitonisa de Delfos y le recitaba los libros que quería que él le llevara. Antes de irse, él se inclinaba a besarla, la nombraba: Isa. Nunca se acostumbró a que ella se llamara Isabel, ni siquiera en la cama o con enojo le decía así. Adiós, Isa. Hasta mañana, le dijo, de una manera tal que la ese de Isa tapara la de adiós. Al comienzo, él no notaba esta especie de lapsus, pero andando los días pensó que el músculo que es la lengua lo hace todo deliberado y hasta es más sabio. No alcanzó a cruzar el dintel de la puerta que ella lo chistó y le pidió con una voz inaudible, de hada: Traéme mañana un pedacito de lechón también. Aunque sea me lo pasás por los dientes. Ella nunca dejaba de sorprenderlo; ella le gustaba.

 

Cuando llegaba a la casa él trataba de abismarse en cualquier cosa y no pensar; pensar, en estas situaciones, era como cavarse la fosa. Ayudaba que Lucy se hubiera instalado con él, un par de meses atrás. Vino de Berna, y dejó allá al marido y los dos chicos que se la arreglaban ya bastante bien sin ella. Cuando mencionaba donde vivía, agregaba: Berna, en el límite del Chaco con Santa Fé, y después se reía. Tenía los mismos dientes de la Isa, sonreía igual. Se pasaba la mañana en el sanatorio con la hermana, la otra la hacía leer en voz alta, más que nada para que rabiara. Se trababa en todas las frases largas y con los griegos y latinos bostezaba. Isa la obligaba a llevarle las cosas que quería, el óbolo, contra la voluntad de los médicos, y la hermana accedía sin pensárselo demasiado. Le cocinaba sopa paraguaya, una sopa sólida hecha con maíz blanco y queso, y también la versión llamada sopa correntina, en la que se agregaban trocitos de pollo hervido. Ni Lucy ni él se atrevieron nunca a llevarle la caña con que ella los instaba: entonces les reprochaba que ellos eran unos tibios, que no sabían lo que era desear algo de veras. Después, les citaba al Dante y su primer círculo del infierno. Cuando se ponía así ellos se quedaban nomás mirándola.

 

Por suerte había pasado una primera época de contiendas, en la cual ella, por ejemplo, se resistió a que avisaran a Delfina a San Sebastián, en España, adonde tocaba el violín, para que viniera a verla. Durante largas noches, él se debatió junto al teléfono acerca de si debía avisar o no a la hija de ella. Isabel se lo había prohibido.

Dos semanas atrás telefoneó; Delfina no estaba, la voz en el contestador automático era de otra persona. Él dijo todo muy rápido (nunca sabía cuánto tiempo le daban las cintas para hablar) y colgó. Esperaba que Delfina lo escuchase. Esperaba que tuviera dinero para venir enseguida a la Argentina.

Lucy cerró los postigos y encendió las estufas.

 

Él pensó muchas veces en lo que haría después; le dijeron que el proceso para recuperarse de la ausencia de una persona querida lleva un año completo, ni un día más ni uno menos. Si quedaba algo de plata, él tenía planeado viajar. Dentro de la Argentina quizás. Pero sobre todo pensaba viajar a cualquier lugar adonde nunca estuvo con Isa. (Tal vez, cuando ella no estuviera, la llamaría Isabel). Si no quedaba la plata, vendería la casa y repartiría el dinero con Delfina. También viajaría entonces, llegado el caso.

 

Hubo unos días en que el invierno se suavizó.

Isa pidió que le llevaran miel salvaje, la de la isla. La que las abejas libaban en eucaliptos y aromitos. La untaba en una galletita, cuando tenía fuerzas para morder, o la comía del tarro con una cuchara.

 

Cuando Delfina llegó, permaneció estupefacta seis días al ver a su madre en esas condiciones. Lucy le preparó su cuarto de niña, la bombita del velador de pantalla rosada no funcionaba, y el oso de felpa estaba comido por las polillas.

En San Sebastián era verano; a ella unos compañeros del Conservatorio la habían invitado a vacacionar en Valencia. Aquí el frío se espesaba y existía una especie de relente del invierno que se metía debajo de la piel y en el alma de los huesos. Allá era verano, pero allá nadie la esperaba.

 

Cuando promedió agosto, Isa le dijo que quería pedirle un favor grande, y él, que le había hecho tantos, no podría negarse a este último. Él amagó levantarse e irse, hacía cuatro días que no pegaba un ojo y con la falta de sueño veía todo nublado, los objetos opacos y fuera de foco. Él no estaba para la hora de las verdades ni de las confesiones; se hicieron chistes sobre ese momento final, se hicieron hasta películas. Él no creía que en su último suspiro una persona revelara una verdad que de pronto la volvía otra. La verdad está siempre verde, nunca madura. Ella vio su disgusto y se atajó. Es algo físico, dijo. Se levantó la bata de hospital y le mostró el torso, una cicatriz con un rubí, muy añeja, un poco más abajo de las otras cicatrices, entre las costillas falsas, del lado izquierdo. ¿Ves?, dijo, Tengo un San La Muerte ahí dentro. Él se la quedó mirando: lo estaba chanceando. Ella era capaz de bromear con él hasta el punto de hacerlo sufrir y recién entonces se descubría, como en el Día de los Inocentes. ¿Un qué? Ella se lo explicó; él pensó que sacaba eso de un libro leído. Tallado en hueso de muerto. Mi padre me lo hizo incrustar. Para protegerme. ¿Para protegerla de qué? De la muerte. Él estuvo a punto de decir que no la creía, si ella, en realidad, por más que él evitara mencionarlo, se estaba muriendo. Si no me lo quitan, no voy a poder... a poder descansar. Allí mismo, en esa sala, ella tenía un cirujano a su disposición, ¿por qué no se lo pedía al cirujano y sanseacabó? Un payé es. Un hechizo. Tenés que traerme a la payesera para que lo quite. Él se fue, dio un portazo. Se llevó por delante a una enfermera, la insultó: tal vez le vedaran volver a entrar en la sala después de su comportamiento. Mejor. Tu hermana está loca, dijo a Lucy. Ella entró a verla y al cabo de unos instantes salió con un papelito tembloroso en la mano: un nombre español, antiguo, Yginia Gómes, una dirección, un poblado, Santa Ana de los Guáracas, muy próxima a la ciudad de Corrientes, una orden: buscarla. Había anotado estos datos en la primera página arrancada de "Los nueve libros de Historia" de Herodoto, justo debajo de donde decía "dirección literaria de Félix F. Corso". Un pecado; era un libro editado en 1945. ¿Pertenecía en realidad ese libro a ella o a él?

 

Probablemente era la segunda contienda, y tal vez fuera la última. Se paseó toda la noche entre las paredes del comedor como un león en la jaula. Los hijos de la Lucy jugaban en el dormitorio de Delfina; uno de ellos tenía una voz como de gato. A una hora determinada llegó el silencio, le vino un sopor; quizás después se quedó dormido. Lucy lo despertó con un anís seco; era la madrugada. Él le preguntó si sabía qué cosa era eso del hechizo, del San la Muerte. Ella se levantó el suéter; tenía uno incrustado cerca de las costillas flotantes; pero ahora se le había deslizado un poco más abajo: la cicatriz ya no se notaba. En los partos le hicieron cesárea, de las de antes, cuando abrían el útero de arriba abajo, y la herida vertical corrió de lugar al payé. El padre se los hizo incrustar por una vieja, cuando eran niñas: tuvieron una hermanita que se murió de bebé, Adelina, y el padre nunca se repuso del dolor de su pérdida. ¿No le habló Isa alguna vez de Adelina? El padre era loco, lo sabía todo el pueblo. Ella, Lucy, no creía en eso. ¿Por qué preguntaba él? ¿La Isa, acaso, creía?

 

Creían que la vieja no se había mudado. ¿Viviría aun? Si ella no viviera el mundo dejaría de ser el mundo. Tenía la sangre violenta; de los guáracas. Pero debía estar achacada. En Santa Ana, a la siesta, sólo se oyen las aspas de molino dar vueltas y vueltas, incansables. Está rodeada de árboles de mango y en esta época florecen. En la parroquia hay una santa vieja, Santa Ana, sentada junto a la Virgen Niña; es una imagen de quita y pon. Las mujeres sin esperanza iban y rogaban a la santa: ella había parido a la Virgen a los ochenta años. La que se ocupaba de la ropa de la imagen era doña Yginia. Era buena con la costura y todavía usaba telar y rueca. Tiene dos perros amarillos, con ojos aindiados, medio verdosos. A veces hay un tercero, tipo gozque de conejero, negruzco, dando vueltas alrededor de los otros. Siempre se quedan a la puerta de donde ella está metida. La cuidan. Basta ubicar a los perros y se sabe ya donde está ella.

 

Le dijo que iría; ella sonrió con esas sonrisas amplias, suyas, florecientes. Se besaron también. Ella no olía a nada; ni siquiera a algodón. Tardaría más de doce horas en llegar al pueblo; iba sentado en un asiento solo, sin compañero a su lado. La calefacción del ómnibus empañó el vidrio de la ventana. Uno de los choferes repartió sándwiches y un vaso de café. Era comida como para un gnomo; el queso le supo a tiza. Hasta que el sol se apagó estuvo mirando el camino, el modo sutil en que la pampa se desvanecía y daba lugar al litoral, los palmares. Le ardían los ojos de mirar. Tal vez se quedó dormido, pero siguió soñando con el camino, la ruta, la luna porfiando arriba y los faros de los autos que venían en la dirección contraria. Despertó sudado y medio muerto de frío. El vidrio transpiraba también. Vio un caballo solitario mascando yuyos en la ribera de un río. Vio una mancha de garzas en el cielo que parecían volar sin rumbo. Entonces de pronto tuvo la ocurrencia, la comprensión. Era una trama. Lo comprobaría en cuanto llegara a Santa Ana y no hubiera hechicera por ninguna parte. Él siempre creía en los relatos de Isa. Es mucho más simple creer que desconfiar. Cuando telefoneara desde allí a la ciudad, Delfina o Lucy le dirían que Isa había muerto. Es lo que ella quiso ahorrarle, después de todo. Ese momento. Ahora él no volvería. Si ella ya no estaba, él quería viajar, alejarse del dolor. Al fin y al cabo, estaba viajando. Viajaba, olvidaba.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03