Peces adolescentes

Armando Ortiz

Te miro con un pie puesto en el pasado y otro en el presente. Tus ojos suelen ser los mismos cuando me ves, cuando buscas en mi rostro al niño que fui, cuando intentas discernir los cambios que me acontecieron. Mis ojos sin embargo cambian cuando percibo cada detalle que no reconozco en ti. Las líneas de tu rostro como surcos agotados, se atreven a denunciar el tiempo que avanza sin dar tregua. Tu pelo que antes brillaba al paso de la luz, hoy se advierte adolecido, clama detenido en tu cabeza como si fuera una pasta que siempre ha estado ahí. Pero tu sonrisa es la misma, tus labios tienen el mismo color de carmín, tu aliento me llega intenso, maduro como los vinos de cepa.

Me preguntas que como he estado, y te contesto que bien. Te pregunto por tus hijos, porque se que los tienes, y me dices que están en la escuela, y la conversación se vuelve un dialogo de trivialidades que a los pocos minutos nos cansa. Tengo ganas de preguntarte por aquella noche, tienes ganas de saber si lo recuerdo, pero no nos atrevemos a cruzar esa línea que nos regresaría a un instante detenido. Adviertes mi tensión en el golpeteo que mis dedos ensayan en la mesa. El café se está enfriando, la hora de partida se acerca. Ambos tenemos en el ánimo una palabra que no quiere salir.

Era tu cara de luna-mujer un buen pretexto para tenerte cerca, para mirarte como a la mamá giganta que nunca tuve, para aspirar en la orilla del mar, en la orilla de tu cuerpo, ese olor generoso que despedían tus abismos. Había que palparte toda, mujer desconocida que me encontraste en un rincón de la oscuridad. ¿Con quien me confundiste que sin importarte mis reclamos me besaste con esa intensidad que me dejó inválido, con esa desesperación de mujer ardiendo? No te importó después reconocer que no era yo la razón de tu fiebre; perturbada, me miraste por un momento con ternura felina. No te importó tampoco que yo pudiera reconocer en ti a la mujer que me daba catecismo los viernes por la tarde. Aún así hurgaste mi alma encendida como una luz fantasma, que se movía al ritmo de las crestas del mar, siempre adelante. Y ya en el vaivén de tus movimientos, me obligaste a bajar al origen de tu pasión, a ese receptáculo donde se funde el deseo, donde perdí la inocencia, donde mis trece años se fundieron y confundieron con tus 18. Navegamos juntos al ritmo de tambores lujuriosos que inventaban un instante en el centro de la confusión. Yo me aferraba con fuerza a tus senos como a rocas de salvación; era tan intensa la pleamar de tu cuerpo, que por un momento temí morir ahogado. Después, exhaustos, corrimos hacia el océano, y nos mezclamos en sus aguas inmortales como peces adolescentes. Al día siguiente, como si yo fuera un sueño, te olvidaste de mi.

Hoy 15 años después, la conversación termina con un adiós que duele, que lacera, que no advierte la necesidad de la verdad. Y aunque las cosas no pasaron a más, hubiera preferido escuchar de tu propia boca el relato de esa noche, no que me tuve que conformar con mis recuerdos, tan imperfectos como mi desconcierto.

Te alejas, pero cuando das vuelta para mirarme por última vez, todavía alcanzo a ver en tus ojos la llama encendida, que era una hoguera esa noche en que me confundiste no se con quien.

 

Del libro El hombre que gustaba de mirar la lluvia. Publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro 189.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Sep/00