Perla

Rocío Tame

Sí, no fui feliz junto a mi hermana. Nunca me acostumbré a que las atenciones fueran sólo para ella. Mis papás y toda la familia siempre la acariciaban y le daban regalos y a mí a veces ni me veían. Y yo me quedaba con los brazos cruzados, reventando de coraje al convencerme que no habría algún regalo para mí... Sólo de vez en cuando se acordaban de mi existencia y entonces me compraban algo, pero casi nunca. Por eso me volví muy arisca y repleta de odio y envidia, como dijo mi mamá la otra vez. Sin embargo, lo cierto es que yo sufría un montón, tanto, que llegué a pensar en la mejor forma de desaparecer de este planeta. Bueno, pero eso ya fue hace mucho tiempo porque ahora ya no importa, ya nada me importa...

Perla y yo nacimos el mismo día y de la misma panza de mi mamá, y la gente no podía creer que fuéramos hermanas y además cuatas, porque decían que ella era tan preciosa como una perla y que a mí no me debieron haber puesto Rosa porque no tenía nada de rosa, sino Pancha o Soledad. Eso le oí comentar a la vecina... Y lo peor de todo era que cuando mi hermana y yo salíamos a la calle, ella siempre llamaba la atención con sus cachetes rosados, y sus ojos así de grandotes como aceitunas frescas, y su cabello rojizo que le caía en bucles hasta el hombro; y los niños se le quedaban mirando como tontos, hasta Carlitos que era la atracción del barrio, y a mí, a mí ni un lazo. Y siempre lo mismo, siempre, desde la mañana hasta la noche, todos los días. Y cada vez me daban más ganas de desbaratar con las uñas esa cara blanca y hermosa pero estúpida. Sí, porque en inteligencia no, no era la gran cosa, en inteligencia yo era la mera mera, pues rápido que aprendí a robarme los dulces de la tienda y les ganaba en los juegos a mis amigas. Y en la escuela todo me lo sabía. Tenía unas ideas tan geniales que mucha gente decía que a mí me tocó la materia gris y a mi hermana la belleza, pero, por lo visto, esto era lo que más les gustaba porque siguieron admirándola nomás a ella. Y yo me sentía igual que chinche, como si no valiera nada, ya ni mi talento tuvo valor al lado de la hermosura de mi hermana. Y aunque la odiaba empecé a acostumbrarme a mi suerte y a tratar de aceptarme así como soy, una niña fea y, según mis papás, llena de rencor y envidia.

Pero sucedió lo que siempre temí, llegó la fecha de nuestros quince años. Yo por nada del mundo hubiera querido que se hiciera una fiesta con baile y toda la cosa, y creo que está de más decir porqué no quería eso. Desde aquel día tuve ganas de matarla. Cada vez que me acordaba de la fiesta y de la gente amontonada alrededor de Perla felicitándola, y de los muchachos peliándose por bailar con ella y yo, sentada en un rincón, como si no existiera, sintiendo que mi corazón se despellejaba poco a poco, y que algo me ardía por dentro igual que si hubiera tragado ácido. Cuando eso me venía a la mente, me daban unas ganas locas de ahorcarla. Me puse a pensar en la mejor manera de deshacerme de ella. Idié muchas formas, pero en todas había peligro de que me descubrieran, si no desde el principio, al investigar acabarían por saber que yo era la asesina, aunque, la verdá, no me importaba, ya ni eso me importaba, y la hubiera matado con un fierrazo en la nuca si es que Marcela, mi única amiga, no me hubiera platicado de la bruja de la vecindá de enfrente. Me dijo que esa hechicera me podría solucionar el problema, que fuera con ella. Y así lo hice, rápido que fui con la bruja esa. Al contarle lo que sucedía y mis propósitos, ella luego luego sacó de una caja vieja unos polvitos verdes. Me dijo que los espolvoreara tantito una vez al día en la comida de Perla y que todo se iba a arreglar.

Ese mismo día empecé con la receta. Eché de los polvitos a su consomé, pero pasó una semana y yo no veía nada raro en mi hermana, hasta llegué a pensar que la dizque bruja esa era una charlatana, una estafadora. Sin embargo, después de dos semanas noté que Perla, siempre más alta que yo, me llegaba a las cejas; lo primerito que pensé fue que yo había crecido, pero no, me medí y seguía igual. Me dije que a lo mejor era el efecto de los polvos.

Al mes mis papás se dieron cuenta que mi hermana se estaba achicando y se la llevaron asustados al doctor, a muchos doctores. Le recetaron cantidá de medicinas, le hicieron análisis y nada, Perla seguía achaparrándose. A los cuatro meses ya me llegaba a la cintura y mis papás lloraban y lloraban. A mí no me daba tristeza, pus que me había de dar tristeza si ni me querían. Y lo pior del asunto es que enana y todo, pero seguía con esa belleza deslumbrante que yo odiaba tanto. Y lo más horrible era que mientras más chiquita se hacía, esa cochina hermosura se hinchaba más.

A los dos años ya me llegaba a los talones, y aún así, todas las atenciones seguían siendo para ella. Mi mamá le mandó a hacer unos vestiditos y unos huaraches como para un ratón. A veces yo me burlaba, pero la burla se me atragantaba al darme cuenta que aunque del tamaño de un conejito, su ropa era mucho más bonita que la mía. También le compró unos trastecitos de juguete donde le servía a Perla, siempre a su gusto... Y esa belleza continuaba allí, insultándome a diario, restregándose en mi cara como zacate enchilado...

Ahora tengo que limpiar bien esta cochina sangre de mi zapato, para que cuando mis papás lleguen crean que la perla se perdió.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Feb/02