Piénsame

Rafael Trujillo Navas

Quizá, en otro tiempo, yo fui un personaje imaginario y mi existencia dependía de que alguien me concibiese y me dibujase en la nada; un personaje que sin saber cuándo ni por qué, se aventuró a vivir en este mundo de evidencias materiales, de relieves, de resonacias, de geometrías tenaces, de seres extremadamente concretos que bullen entre las cosas estáticas y mudas. Quizá, ese personaje que he sido o que soy, haya adoptado la apariencia y el temple de un hombre de rasgos distinguidos y aire nostálgico que ha gastado buena parte de su tiempo mortal desentrañando legajos en el Archivo General de Indias; que con idéntica devoción, ha volcado en sus clases datos e hipótesis sobre la Nueva España del siglo XVI; que ha visto nacer y morir muchos días desde su despacho a orillas del Atlántico, con una desazón inexplicable. Un hombre que ha vivido con su madre y con su esposa, Elisa, a la que hubiese deseado querer algo más de lo imprescindible.

Ayer, al término de un viaje, ese hombre comenzó a internarse en su pasado y, mientras recordaba, casi sin advertirlo, fue recobrando su antigua naturaleza abstracta.

Puede que ese designio se cumpla o se haya cumplido esta noche única, exuberante, en la que desde una habitación del Hostal Manila oigo el viento desgarrarse en los aleros, el verde rumor de los naranjos de abajo. En la que oigo la lluvia con extraordinaria nitidez, la misma lluvia que penetra en la tierra y surte el lecho rocoso del aljibe. (La lluvia, el agua). Hubo un tiempo en el que discernía una voz en el agua, una voz pavorosa la primera vez que llegó a mis oídos. (Acaso, esa voz, es ahora la que le dicta a la mano que escribe y no yo).

Cuando ayer vi asomar los campanarios de Morana sobre las cimas de los cerros, palpé soledad y vacío. Comprendí con toda mi carne que la ama había muerto y que Pepín, el menor de los Cárdenas, no estaría esperándome en las ruinas del castillo, con su carabina de aire comprimido terciada a la espalda. Comprendí que sólo me estaría aguardando un hombre llamado José Ardanuy, hipotético comprador de la casa del llano. Y en la casa del llano, una puerta, y tras esa puerta, un aljibe que deseaba ver y tocar antes de que lo cegasen para siempre. Conforme se fue definiendo ante el parabrisas el cúmulo de casas, doradas por el crepúsculo de la tarde, me acordé de la ama con aquella boquilla apretada entre sus dientes equinos, inclinando la regadera sobre las macetas, cuchicheándole pesares y lindezas a las plantas. Pensé en su agonía. Me figuré sus ojos moribundos rastreando el cuarto del asilo, deteniéndose en un punto. La ama pronunció mi nombre y habló para mí, como si yo fuese aquel punto: <<Olvida a la Cantamora o tú serás el próximo>>, nadie corrigió su delirio y le explicó que yo me hallaba en Quito, en un congreso.

Sin dejar de darle vueltas a esas palabras entré en Morana por una ronda desconocida para mí, iluminada por farolas delgadísimas. En la recepción del hostal, un hombre temblón, de piel encendida, tecleó trabajosamente mis datos en el ordenador y me entregó un posavasos con un número de teléfono y el nombre de José Ardanuy. La habitación olía y huele a alpechín, como el último rincón de Morana durante el invierno. También anoche fluía aire tibio por la rejilla empotrada en la pared. Recuerdo que aún no me había quitado la zamarra, ni la bufanda del cuello cuando me paralizó aquel frío hondísimo. <<Es como si te metiesen las tripas en la nevera>>, decía la ama.

Un vértigo de sensatez me hizo dudar de la veracidad de mi percepción. Moví penosamente las mandíbulas, los dedos rígidos como el mármol asidos al bolso. Me dije que si aquel frío era como el que yo recordaba, sería pasajero; y no me equivoqué, a los pocos minutos, un aliento cálido penetró en mi cuerpo y le devolvió elasticidad y sosiego. Me tumbé en la cama con el bolso agarrado y dejé transcurrir una indefinida porción de tiempo. Todo cuanto mi vista abarcaba parecía inmutable.

Caviloso, acariciando la idea de que algo que yo consideraba extinguido pudiese subsistir aún, di una vuelta cerca del hostal. Entré en un bar llamado Capitol y pedí anguila y cerveza. Me pregunté qué aspecto tendría Ardanuy. Madre había aceptado la venta de la casa del llano a través de Eloy Baena, el intermediario de Ardanuy. La imagen que ella guardaba de Ardanuy databa de muchos años atrás, de cuando era un muchacho y abastecía a la casa del llano de las verduras que acarreaba a lomos de una burra.

Lo llamé por teléfono y hablamos durante un buen rato. Cuando llegué a la habitación abrí la cartera y dispuse sobre esta mesa los documentos y el plano de la casa. Antes de enfrascarme en la escritura de propiedad rumié lo que me había dicho Ardanuy por teléfono. <<Yo lo conocí a usted cuando era un niño, cuando su padre, que en paz descanse, lo traía en aquel Seat de color negro al pueblo. Usted pasaba los veranos y las navidades en la casa del llano, con su abuela y su tía Ana. Si mal no recuerdo, usted iba por esos sotos con aquel muchacho de los Cárdenas, el que tuvo tan mala suerte. La gente, después de la muerte de aquel muchacho, temía pasar por la casa del llano; entiéndame bien, no debido a la familia de usted ¡válgame Dios! sino a la Cantamora... Qué disparate y que exageración ¿no le parece? Como ya les habrá dicho Eloy, si compro la casa, la transformaré en un supermercado y en pisos: no creo que la Cantamora se encuentre a gusto en un sitio así ¿no le parece?...>>, había serenidad y un trasfondo irónico en el modo en el que me habló Ardanuy.

Abstraído, anoté las cantidades y los plazos de trasferencia que debían estipularse en el contrato de venta. Pero mi pensamiento jugaba con la expresión que Ardanuy había empleado para referirse a la ama. <<Es sabido que la Corista, aunque estaba ingresada en el asilo de San Francisco, iba a diario a la casa del llano a regar y a contarle batallitas a las plantas; como también es sabido, si me permite la franqueza, que los abuelos y la tía de usted no consintieron tapar el aljibe porque, en cierto modo, eso hubiese sido como dar por sentado la existencia de la Cantamora ¿me explico? Ellas han sido muy religiosas y la Iglesia, como usted sabe, no es amiga de esas quimeras>>, la conjetura de Ardanuy no andaba descaminada, ni tampoco lo que añadió casi al final de su charla: <<La madre de usted, tengo entendido, no ha resuelto lo del maldito aljibe por respetarle a la Corista la cabezonería de regar con agua de lluvia las plantas y los jardines ¿me equivoco? La pobre Corista se desahogaba contándole sus cosas a las plantas... Pues mire; le voy a ser franco otra vez, el gesto que ha tenido su madre con la Corista ha sido muy humano, créame, un gesto ejemplar>>, me sorprendió la locuacidad de Ardanuy. No obstante, lo que me chocó, fue que llamase a la ama: Corista, la Corista; y no Guadalupe o Guadalupe María que era su nombre de pila. Hasta que madre empezó a hablar estuvo colgada de las tetas de aquella mujer. Debo aclarar, que antes de que Guadalupe fuese recogida en la casa del llano como nodriza, había cantado o actuado en una compañía (Compañía de Teatro Troya, o Variedades Troya) de Valencia, hasta el día que malparió detrás de unas bambalinas. Alguna vez, Pepín y yo vimos fotografías e incluso un vestido alechugado de color café de sus tiempos espléndidos. De su estrellato cutre y fugaz conservó la costumbre de fumar en boquilla y la de llevarse a la boca aquellas copitas primorosas colmadas de anisete. Seguramente, también retuvo de su antiguo esplendor esa verborrea melodramática con la que solía adobar sus chismes. La vieja ama fue la primera persona en la casa del llano que me prohibió acercarme a la puerta del cuarto del aljibe; la que me habló del peligro mortal que corría cualquier varón que escuchase la voz de la Cantamora o que admirase durante un instante su asombrosa y rara belleza. <<Que tus ojos no se topen nunca, mientras vivas, con una mujer joven, desnuda, lívida, sentada sobre el brocal del aljibe.>> La ama estaba equivocada.

Pero anoche no me atenazaba esta ansiedad, esta espera que hormiguea en mi piel como un sarpullido. Hubo un momento en el que abandoné esta mesita y me conduje dando tumbos hacia la cama. (Confieso que entre las sábanas deseé sentir la fría punzada).

Tal vez inducido por la nostalgia debí cerrar voluptuosamente los párpados y diluirme en el sueño que recuerdo: No sé qué edad tengo; acaso inicio la adolescencia. Estoy escondido detrás de la palmera del patio. Tengo las manos apoyadas en el áspero tronco de la palmera y miro con aprensión la fuente de azulejos. Las palomas color ceniza se posan en la carpa de piedra y mojan sus picos en el caño de agua. Sudo. El sudor no me deja ver con claridad; pero puedo distinguir que uno de los azulejos no tiene estampado el astro rey ni la faz de un animal fabuloso, sino la cara sepia, alargada y caballuna de la vieja ama. La vieja ama surge del azulejo emperifollada con aquel vestido color café; de su mano cuelga una regadera de zinc. Viene hacia mi y me dice:<<Te llevará esa perra que mora en el fondo del aljibe. Pregunta en Morana si crees que es un cuento. Los ha habido que han sufrido lo indecible: la muerte por buscar placer entre sus muslos con esa piltrafa testaruda que os cuelga>>, sonríe y su expresión pierde dureza. <<Esta basura era de uno de ellos>>, vuelca la regadera y cae al suelo el sexo de un hombre. Evito la masa sanguinolenta y descubro a Pepín sentado en un tiesto. Siento hacia él un sordo rencor. En el sueño, sé que Pepín está muerto aunque él parece empeñado en demostrarme lo contrario con sus piruetas y sus chiflidos. Tiene los bolsillos de su pantalón rebosantes de gorriones acribillados. Pepín se saca la churra y me dice describiendo eses con el chorro de su orina: <<Vamos a darle gusto a la Cantamora, Rafa>>, sus palabras me hacen daño, <<no seas maricón y ven conmigo que esto es un sueño>>, Pepín se aleja del patio haciéndome señas para que lo siga. La ira intolerable que me provoca su invitación me devuelve a la oscuridad.

Desperté como si me hubiese tragado un puñado de yeso. Bebí a morro agua del grifo del lavabo y me acosté de nuevo. Aún quedaba noche por delante. Abrí los ojos a la oscuridad del cuarto. Toda aquella negrura parecía viva, como si poseyese consciencia, una sutil capacidad de acecho. Pulsé la perilla de la lámpara y barrí la habitación con la vista: nadie visible. Sólo las paredes beige y el mobiliario de olivo perseverantes en la penumbra. Pese a la quietud que me rodeaba, intuí que alguien había estado mirándome y que ese alguien me había acariciado en la cara, levemente.

<<Te mira con sus grandes y tristes ojos>>, decía la ama a la que con tanto afecto recuerdo mientras escribo estas líneas. Me viene a la memoria sentada en un sillón de mimbre, golpeándose con un paipai la pechera y fumando Bisonte. <<El pelo de la Cantamora es como agua negra sobre sus hombros...>>, gozaba trazando la secreta geometría del cuerpo inasible. Se complacía enumerando los horrores que la insana imaginación de la gente de Morana le atribuía a la Cantamora de un modo, debo decir, injusto. Hablaba de hombres muertos en la flor de la vida mucho antes de que el aljibe fuese segregado del castillo e incorporado a la casa del llano, cuando Morana era un promontorio de casas surgidas del fango; hablaba de muchachos que habían ascendido por el desnivel escarpado, sorteando chumberas, hasta el castillo y habían descendido por el aljibe en sogas de cáñamo. Hubo también en Morana quien se atrevió a retarla, como aquel teniente Ramírez cuya leyenda no he olvidado.

Yo escuchaba aquellos espantos y callaba mi ofensa por miedo a delatarme.

Mis pensamientos se organizaron bajo el agua de la ducha. ¿Estaba enfermo?, ¿por qué no pensaba en mis clases o en mi investigación sobre el Cedulario de la Nueva España, de Vasco de Puga? Había solicitado en la Facultad unos días para vender la casa del llano y no para perderme en un antiguo y raro embeleso.

Me vestí y tiré de la cinta de la persiana hasta el tope. Las nubes surcaban calmosamente el cielo. Bajo el nublado crecían las techumbres rojizas de Morana. A mitad de la calle, vislumbré el torreón patibulario que durante la Guerra habilitó como calabozo el teniente Ramírez. <<Acabar con la malayerba de Morana era cuestión de ¡güevos! para él>>, contaba la ama. <<Una mala bestia... . Solía comulgar muy temprano, y después, con el alma como una patena iba al torreón; se ponía un guante de goma en la mano derecha; elegía a un grupo de descamisados y ¡bum!: balazo en la nuca. Su guante se manchaba de sangre y para más de uno, su alma quedaba aún más limpia que al recibir la Sagrada Forma. Todavía hay noches que sueño que lo estoy oyendo rezar el rosario... en este mismo patio, en compañía de tu abuela, de tu tía, de los curatos, de mi niña>>, no debía hablarme de aquello, ni de la Cantamora, le advertían abuela y tía Ana.

Bajé hacia el recibidor del hostal y me llené los pulmones con aire saturado de alpechín. El bar Capitol estaba casi vacío; unos hombres de color tierra contaron sus monedas, las juntaron sobre la barra como si fuesen fichas de parchís, y se largaron dejando el vaho aguardientoso de sus alientos suspendido en la atmósfera. Esta mañana me atendió el mismo muchachón con el flequillo hasta el entrecejo que anoche me sirvió las raciones de anguila. No tardó en servirme café y tostada, y la bolsa con los bocadillos.

A la luz del día, la calle de los Molinos me pareció mezquina, desgastada. Bajo el choque silencioso de las nubes, notaba esa indefinible presencia, esa <<mirada húmeda y triste>> en mi piel, con un destello de reproche quizá (el olvido es una daga que hiere hondo, más hondo que el desamor). Con el peso de aquella mirada me acerqué al torreón de la fábrica de harina de los Riobó, una adinerada familia de Morana. Palpé el muro rancio; con la uña desprendí caliches de cal; me fijé en la veleta: un gallo (hoy descabezado y herrumbroso) que habría visto sesenta y tantos años atrás el teniente Ramírez: el hombre que se jactaba de ser el único con güevos para arrancar la malayerba anarquista de Morana. (Ojalá lo hubiese maldecido la Cantamora y esa maldición le hubiese deparado su macabro fin; pero insisto: ella no fue su perdición, ni la de Pepín Cárdenas ni la de tantos otros que nombraban en Morana).

Hacia el centro del pueblo oí el rumor del río. Bajo el ojo del puente discurría una vena generosa de agua parda. Cárdenas conocía muy bien el río. Los vados; la hondura de los chilancos por el ruido que producían las piedras al hundirse en el agua: pluc, pluc, ploc... Nadaba como su perro Zaín: batía con los brazos y las manos debajo del agua y estiraba su cuello de galápago hacia arriba. Pepín se llevó a su tumba los secretos de ese río, como también lo ocurrido aquella tarde <<fatídica>> que oyó la voz de la Cantamora en el aljibe. <<Habla como una niña; tiene voz de niña, Rafa.>>

Ya entrada la mañana me vi en una calle de casas modestas. Me sentía a merced de una acompañante invisible. Tomé un camino de tierra. Tenía tiempo de dar un paseo y luego ir por última vez a la casa del llano. Ardanuy me había citado <<a las nueve de la noche en el número doce de la calle de la Tercia>>.

Anduve a campo abierto, escuchando el bisbiseo de mis zapatos contra la yerba fresca. Atravesé un paraje donde antes hubo cientos, miles de álamos blancos. Hallé acomodo en el tocón de un eucalipto. (La fronda del soto queda a treinta o cuarenta metros de ese tocón medio podrido). La intensa y prolongada contemplación de los tarajes me hicieron evocar imágenes del pasado manchadas de sol: me veo entre aquellos tarajes, en camiseta, bañador y sandalias de goma. El podenco despeluznado de Pepín husmea los matojos resecos. El soto es un horno. El vibrar de las chicharras acentúa el calor. El perro escarba en una madriguera de conejos. Pepín está un poco más adelante; aguanta el resuello; apunta lentamente el cañón de la carabina hacia un taraje: ¡Pluc! El perro deja de escarbar y ladra al oír el disparo, el despavorido aleteo de la tórtola que se va borrando en el cielo calinoso de agosto. <<¡Puto sol!>>, Pepín tenía el sol contra su cara por eso el jodido plomo ha ido a incrustrarse en un rama seca:<<Casi la toco de tan cerca como estaba... ¡cabrona!>>

El sol quema en los hombros. Nos hundimos en una sombra. Zaín descansa sobre las patas traseras, la pelambre plagada de abrojos y de púas, la lengua descolgada. Una mosca de río me clava un finísimo alfiler de veneno en el tobillo. La exacta silueta del perro se desdibuja al escuchar el palmetazo que me propino en el tobillo. Mi amigo se recuesta perezosamente sobre el lecho de arenisca y me habla de la ama, del campaneo de las tetonas de la ama cuando está planchando ropa o cuando frota con el trapo la encimera de la cocina. Veo el ronchón del tamaño de una peseta que me ha crecido justo encima del hueso del tobillo; veo calor y somnolencia en la mirada de Pepín. Me habla dando hipos de una prima suya llamada Loreto; de Loreto en bragas y sostén mientras la costurera va a por un vestido; de Loreto dentro de la bañera, aterida, con el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza; de Loreto que se yergue y se hurga temblorosamente entre los vellos dorados del pubis con unos dedos agobiados de sortijas. <<Tiene los pezones colorados... dos moras tiernas pegadas a su pecho>>, a juzgar por la atención concentrada del perro, parece que éste comprende por qué Pepín desplaza su mano a lo largo del sexo reventón. Oigo las palabras de Pepín, sus hipidos lascivos. Pero yo no pienso en Loreto mientras me masturbo, sino en un rostro que no alcanzo a modelar completo, en un pelo negrísimo, en unos muslos dóciles que apenas quedan fijados en mi mente se esfuman y vuelvo a buscarlos, con más urgencia.

Abandonamos la sombra distanciados por una reticencia pudorosa. Miramos a sitios divergentes. El aliento de Zaín humedece nuestras pantorrillas. Nuestras miradas se han interceptado, pero al instante se desperdigan en el suelo cubierto de maleza. Se escucha el canto de los abejarucos. Los tarajes nos rasguñan en las nalgas, en los brazos renegridos que separan ramas inextricables. Huele a tortuga. Zaín sale disparado y se pierde en el cañizal. <<El río es aquí más ancho que en todo el cauce que atraviesa el término de Morana, ¿tú lo sabías?>>, ya no fluye esa renuencia vergonzosa entre nosotros, y Pepín me mira y carga una sonrisa bravucona a un lado de la boca. Apoya la carabina en un poste de luz. <<¡Baño va!>>, vocea antes de que echemos a correr y nos zambullamos con el perro en el agua salpicada de volubles espejos.

Las nubes venían del oeste y se iban adensando sobre Morana. Por una vereda de cabras abierta en la espesura traspuse hasta un paraje donde el río parece mudo. Me senté al filo de un recodo ataluzado, mis pies suspendidos sobre la silenciosa corriente de agua. Le quité la envoltura de papel alumnio al bocadillo y tiré de la pestaña de la lata de cerveza. Mal sitio para almorzar; la ventolera me empujaba de costado. A unos docientos metros más o menos vi la noria (la noria de Cunani le llaman en Morana). Desde lejos parecía en buen estado. Contemplé con un escarabajeo en el estómago el agua anónima. Allí dicen que el río se tragó a Pepín, de un sopetón...

Seguí un trecho pegado a la margen del río. El aire levantaba embudos de polvo que se desbarataban contra los árboles de las huertas. Salí al mismo camino que había tomado hacía horas. Me vi en los arrabales de Morana, con los zapatos embarrados. Me sentía impelido por unos ojos que no eran los que me escrutaban desde las puertas, a través de los cristales, al cruzarse conmigo por la cuesta a cuyo término se abre la explanada elíptica de la Plaza de la Caridad. En esta plaza, donde ahora se ubica el ambulatorio, estaba el mercado de abastos. En el pasado, un día que recuerdo muy bien, la vieja ama me condujo bajo el arco de la puerta principal de aquel mercado y me dijo que desde donde ella estaba pisando, justamente, presenció lo que le hicieron al teniente Ramírez.

Crucé la Plaza de la Caridad y me introduje en un laberinto de calles empedradas. Tuvieron que orientarme unos paisanos para que llegase hasta el Llano de San Rafael.

La casa del llano se destacaba sobre el humor grisáceo del cielo. Al lado de la casa se erige la torre del homenaje del castillo mozárabe: un terrón color canela ensimismado en una soledad de siglos. Aunque he visto la casa del llano en muchas ocasiones (la última hace unos seis años, cuando el funeral de tía Ana), esta tarde he contado sus cinco balcones y sus ventanas con una ternura inmediata.

Abrí la puerta y me detuve un instante en el húmedo zaguán. En los días de bochorno, Pepín y yo pegábamos las mejillas a los paños de azulejos para sentir frescura. Año 1844; la fecha escrita en hierro resaltó en el frontal de la cancela. Mis pasos sonaban como de otro tiempo en el inmenso vestíbulo. Incliné el interruptor general de la luz y me fui hacia el comedor. La luz de la bombilla que pendía tristemente del techo apenas llenó el vacío de la habitación. Faltaban las pesadas cortinas rojas, las cornucopias, los muebles Luis XV donados por tía Ana a la Esclavas de María. Recordé la evocación que la vieja ama había hecho de una cena; de una cena remotísima que esta tarde he podido recomponer en mi mente como si la hubiese vivido: mis parientes maternos se encuentran alrededor de la mesa; sus facciones afiladas y desdeñosas (que yo mismo poseo) indisimulables bajo la iridiscencia de la araña; abuela espera al final de la oración para agitar la campanilla de plata. Madre es aún muy niña para asistir a esa cena; pero su ama sí ayuda a servir la mesa.

Entre mi tío abuelo Álvaro y el párroco de San Rafael, está de uniforme el teniente Ramírez. Es un hombre de mediana estatura, con una nariz alargada de punta respingona; sus gruesas cejas y sus ojos, negros y rutilantes como la funda de su arma. Sobre la caprichosa conversación y el tintineo de los cubiertos contra la loza, afloran los gestos y las palabras del teniente. Las cabezas se giran hacia él porque está comentando la avanzadilla que están llevando a cabo a pecho descubierto unas partidas anarquistas, a un kilómetro de Morana. Pero en este momento a ninguno de los presentes le preocupan los descamisados (¡Duro, Ramírez!). Se respira un optimismo que el transcurso de la cena exacerba y transforma en euforia. El párroco atrapa el hilo de la conversación y diserta sobre el otro combate, aún más arduo que el de las armas, ya que el Enemigo cuenta con un arsenal de ardides sutilísimos. La ama oye el nombre de la Cantamora en los labios raídos del párroco y observa como dos lucecitas en las pupilas del teniente. Los comensales bromean con la supertición de la Cantamora. La ama capta cómo el semblante del teniente adquiere el color de la bilis. El cura (don Ramón, se llamaba aquel párroco) también se contagia de la cachaza jocosa de abuela; aunque puntualiza que se compromete a pasar una noche entera dentro del aljibe, para dar ejemplo y desterrar de las mentes de Morana la infamante creencia en la Cantamora. Ama no sabe qué ha ocurrido ni qué palabras se han dicho entre el ir y venir del comedor a la cocina ni por qué está el teniente de pie, secándose los labios con la servilleta bordada. Aprecia algo insano en el semblante del teniente, en la película de sudor que le plastifica el rostro; en sus palabras, en ese magma violento que se revuelve debajo de sus palabras y que no acaba de erupcionar en un alarde de saber estar. La ama me explicó que abuela intentó disuadir al teniente de su empeño, pero que al final accedió a que se alojase esa noche en el cuarto del aljibe.

Y, en efecto, aquella noche (de la que tantos años distaba mi nacimiento), ama le llevó al huésped al cuarto del aljibe un sillón de orejeras, una jarra de agua, bicarbonato, un escabel y un cobertor. Por la mañana, antes de la misa de siete, el teniente pidió en la cocina unas yemas crudas de huevo batidas en un vaso de leche. Lo bebió de un trago y se fue de la casa del llano, despidiendo un olor nauseabundo. Al cabo de las horas, ama lo vio en el mercado de abastos: unos hombres lo empujaron con las culatas de sus fusiles hasta derribarlo encima de unas cajas de pescado. Esos mismos hombres lo trabaron y uno de ellos lo <<desgüevó>> de un tajo.

Apagué la luz del comedor y deambulé hecho un carámbano por el vestíbulo. La Cantamora estaba allí, recorriendo conmigo la muda desolación de unas paredes que ya nadie mira. Conmigo entró en el despacho y puede que hasta haya imitado mi absurdo gesto de traspasar con una mano la oquedad de los estantes empotrados, antes cubiertos de compendios de veterinaria y elayotécnia. A mi lado se adentró en una habitación de planta irregular y techo alto, que recuerdo atestada de muebles antipáticos, de bustos, de baúles, de enseñas y banderas de Falange enhiestas en un podio de madera. En aquella habitación (llamada impropiamente "gabinete" por madre y tía Ana) ocupó, parte del testero, el espantoso cuadro de ánimas que tía Ana me explicaba con malsana delectación.

El corazón me dolía de frío. Atravesé, atravesamos, el primer patio. Las plantas de las macetas estaban vivas. Me percaté de que ni siquiera un velo de polvo cubría el vestíbulo, ni los cachivaches diseminados por el suelo.

<<La Cantamora oye cómo respiras...>>, decía la ama y yo fingía un temor cerval. ¿Quién hubiese tolerado mi secreta pasión?, ¿quién la toleraría hoy, en mi circunstancias, con la estimable reputación que me aplasta con todo su hierro?; el silencio sigue siendo el único escudo.

Desde la chimenea del cuarto de estar, al otro lado del pasillo, miré las escaleras de mármol que conducen a la segunda planta. <<Ella sabe dónde duermes.>> En mi mente, se sucedieron aquellas noches cálidas, lentísimas, preñadas de olor a rosas; la ociosa cháchara de mis familiares y las visitas que poco a poco la noche deshilvanaba y convertía en un runrun cansado y borroso. Aquellas abúlicas despedidas; el chirrido de las persianas al ser abatidas, la estridencia de sillas y mecedoras que al final de la velada eran devueltas a sus lugares diurnos; los ruidos al desvestirse en los dormitorios, el íntimo roce de las ropas. Los rezos, los sempiternos rezos de la casa del llano. Pero los rezos acababan apagándose en algún momento incierto, igual que los hondos y resignados supiros. Era entonces cuando desde mi cama de madera podía oír el chorro de la fuente, cuando sentía un pálpito o una voz que pronunciaba mi nombre y me decía: no temas. El frío me sacudía muy adentro en ese instante. El corazón dejaba de ser un músculo y adquiría la contundencia de un puño de bronce que golpease a las puertas de mí mismo. Tendido, a flote sobre el blanco oleaje de las sábanas, cerrados los ojos, la veía emerger del aljibe y caminar pálida y vagarosa por el patio. Veía sus pies descalzos; huellas de agua sobre las losas rojas. Inconsciencia, sed abrasadora al sentir su piel sellada a la mía.

<<Déjate ver>>, le suplicaba al desprenderme de su cuerpo. Transcurría una pausa, un retazo de noche sitiada por millares de grillos, y después yo escuchaba su invariable respuesta: <<Piénsame, sólo piénsame>>. Aparté mi vista de las escaleras y accedí por el corredor al segundo patio. Creía que la conducción del agua había sido cerrada. Sin embargo, de la boca verdinosa de la carpa de piedra caía un arco de agua. Los arriates, la yedra que tupe el muro de las caballerizas transpiraban plenitud, un fragor de savia virgen. Me encontraba en el brumoso escenario de mi sueño.

El viento venía cargado de antiguos e insondables clamores. El cuarto del aljibe, de trazos vagamente mozárabes, se recortaba sobre una sucia claridad de alumbrado. Podía contarme los latidos. No tenía frío, ni miedo ni en mi mente revoloteó un mal presagio o una duda sobre lo que iba a hacer. Era el encuentro, el incurable deseo redescubierto en Morana los que me producían aquel sabor a sangre cruda en la boca. No pensaba en nada; únicamente oía mi pulso, oía el agua de la carpa como si estuviese cayendo dentro de mí. Me detuve a unos metros de la puerta. Nunca había estado tan cerca de esa puerta. La cerradura cedió con facilidad. Las hojas de madera maciza quedaron libres, bailando sobre sus goznes, a merced de un leve impulso que no sé si en realidad han dado mis manos. A partir de ése instante, salvo el tacto rugoso y amable de la madera, mis recuerdos inmediatos son como una plácida y etérea ensoñación.

Sé que al volver sobre mis pasos era noche cerrada y había empezado a llover. Navegué entre las sombras de la casa iluminado por la misma dicha que me alumbra ahora. Al salir de la casa eché a andar por el Llano de San Rafael. Caminé pegado a las fachadas, bajo los balcones, con suma ligereza, como si mis piernas hubiesen perdido gravidez. Tenía una cita pendiente que había olvidado por completo, como había olvidado llevar conmigo los documentos de la casa del llano. Eran casi las diez y media cuando llegué a la calle de la Tercia. La gestoría continuaba abierta a esas horas. A través de las oblicuas hilachas de agua y del ventanal distinguí a un hombre canoso, achaparrado, curtido, cuyo traje gris marengo, la corbata y la camisa blanca acentuaban si cabe la tosquedad de su aspecto, la catadura de nuevo rico. Aunque me costaba asociar a aquel hombre con la voz que había escuchado por teléfono, supuse que se trataba de Ardanuy. Estaba sentado, con un sombrero de fieltro calado en una de sus rodillas, mirando a alguien que yo no veía.

Ardanuy entretenía una mano en tamborilear al ritmo de su impaciencia sobre un ángulo de la mesa, y la otra en hacer un gesto giratorio mientras charlaba con la persona velada por un estore. Pensé en sus pisos y en el hipermercado desmoronándose en el anchuroso solar de su mente y reanudé mi marcha con un ramalazo de mala conciencia. Es posible que Ardanuy me aguardase un poco más; o que aquel campesino endomingado fuese otro paisano y que Ardanuy se hubiese ido antes de que yo llegase. En cualquier caso, debí personarme en la gestoría y decirle que había decidido reconsiderar la venta de la casa del llano. Supongo que de haber actuado así, yo no hubiese quedado como un patán. Al menos, como contrapartida a mi falta de seriedad, no he tenido que exponer el motivo que me ha llevado -de ayer para esta noche- a deshacer la venta, y que doy por sentado, Ardanuy hubiese calificado no como un motivo sino como una chifladura.

De vuelta al hostal, bajo el turbión de agua y de viento, las calles me parecieron ficticias. Las palabras de la vieja ama me zumbaban en los oídos como una frenética nube de abejas: <<Olvida a la Cantamora o tú serás el próximo>>. Inmensa suerte ha sido volver a hallarla. Creo que hubiese amado a la Cantamora aunque ella hubiese sembrado de muerte el pueblo de Morana, aunque fuese cosa probada su intervención en el ahogamiento de Pepín Cárdenas.

Entré en el hostal chorreando y crucé el hall ante la ciega indiferencia del recepcionista temblón. Hace horas que me liberé de la ropa empapada y me vine a esta mesa con el presentimiento de ser alguien distinto al de ayer tarde. Nunca he sentido tanto bienestar, ni tanta confusión. Ignoro por qué he emborronado media agenda con una confesión que tal vez hubiese debido preservar en la oscuridad de mi mente. Pero lo escrito en estas hojas fechadas ha brotado casi sin mi concurso. Tal vez, repito, ella se ha valido de mí para reescribir un capítulo de su difamada existencia.

Noto cómo me disuelvo en una progresiva incertidumbre. No sé cuándo partiré de Morana. No sé si madre y Elisa deben saber qué me ha ocurrido y, si deben saberlo, en qué momento y con qué palabras he de contárselo. Seguramente, mañana preguntarán por mí en el departamento, pero yo no estaré allí, ni cuento con una justificación razonable. Confieso, sin embargo, que tales dudas no ensombrecen mi ánimo. Sé que ella vendrá de un momento a otro y eso es lo único que soy capaz de pensar y de sentir.

Algo ha debido cambiar en tan corto margen de tiempo. La vida que he llevado fuera de Morana, ahora, se me antoja lejanísima e inverosímil. Dudo, incluso, de que yo sea ese profesor de Historia de América que se inspira y se aflige al contemplar las aguas del Atlántico. Puede que todo eso sea un sueño o una invención. Que madre, Elisa y mis alumnos también sean figuraciones. O puede que la advertencia de la vieja ama se haya cumplido; en cuyo caso, la mano que pone punto y final a esta crónica es la de un muerto.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Mar/01