Por la Espalda

Agustín Lozano Ruiz

Alberto volteaba constantemente, pero los parches de oscuridad de las calles y los lentes olvidados en el baño de la oficina "qué pendejo soy" le achicaban la visión. Por si fuera poco, la lluvia era pertinaz. Ese paso acelerado, cada vez más, cada vez más, lo había hecho patinar dos veces con aterrizaje forzoso de rodilla izquierda. Por primera vez no se ocupó de las risas que pudo haber disparado el espectáculo involuntario "de qué te ríes, güey". En ambas ocasiones se levantó tan rápido como pudo y a seguir con la marcha. Pese a que los ruidos callejeros bien podían cubrirlos, escuchaba nítidamente los pasos, chapoteos que se sucedían sin interrupción.

La trayectoria era errática a más no poder: dos izquierdas, tres derechas, cambio de acera eludiendo un taxi, una derecha, alto dizque para mirar una mujer o una casona y para voltear con disimulo, una izquierda, dos derechas, carrerita a la banqueta de enfrente, tres vueltas a la fuente del parque en un sentido y una en el contrario, paro, arrancón, paro, arrancón... Ansias locas de fumar. Los cigarros empapados y los cerillos ausentes. Mecánicamente se frotaba una y otra vez el cabello con las dos manos, en un exprimido bastante inútil.

"...puta madre, no será que me lo mandó el esposo de Lorena, no será el esposo de Lorena, no sé para qué me metí con ella, ni siquiera lo disfruté, me la gané, bueno, una madriza, va, pero se me hace que viene por más, (los pasos, los pasos), me hubiera aguantado, qué pendejo, pero la carne es débil, a ver si te fijas para la siguiente, bueno si es que sales de... Ahorita que llegue al puesto de periódicos compro uno para taparme si arrecia la lluvia. Qué importa, güey, si ya estás como sopa. O el pinche, cómo se llamaba, cómo se llamaba, el güey que acabo de correr, fíjate por donde vas, cabrón, jajaja, qué susto, carajo, Teodoro, sí, Teodoro, si le hubiera dado otra oportunidad, si no lo hubiera corrido, (los pasos), y menos tan a la malagueña, ahora quién va a contratar al pobre, pero a alguien había que echarle la culpa del dinero que tuve que tomar. O..."

Tonalá, Chihuahua, Córdoba, San Luis, Álvaro Obregón, Jalapa... Dos veces había pasado frente a su casa. En una de ellas no se había dado cuenta y en la otra no había querido entrar porque juzgó, juicio sumario, que no era el momento: no se había separado lo suficiente. Había que moverse, mantenerse ambulante. Ambulante, sí, ambulante. Lejos, lo más lejos posible. Metros de por medio... Ese afán de adelantar lo llevó a tener que esquivar un golpe a puño cerrado que una mujer bajita le lanzó desde un salto, al sentir que Alberto le respiraba en la nuca con lascivia, que la estaba siguiendo "pinche loca". Se alejó rápidamente unos metros de ella, caminando de espaldas, en un intento de disipar la amenaza de un escándalo injusto. Si ya no podía con los justos...

Antes de tratar de introducir la llave en la cerradura, miró a ambos lados de la banqueta. Nadie. Tic, tic, tic-tic, tic-tic-tic, tic. La llave no entraba, nervios destrozados en mano de maraquero; se resbalaba como si la hubiera fabricado Uri Geller.

Su esposa leía una revista en la sala. Alberto, sin gastar tiempo en saludarla, le contó de la serie de amenazas de muerte, anónimas claro está, que había recibido esa mañana por correo electrónico y por teléfono. "No tienes enemigos. Ha de ser una broma, ¿no crees?", le dijo con cierta indiferencia. "Dice que me va a matar, que nos va a matar. Y tú como si nada", alzó la voz. "Mira, si fueras otro, si no te conociera, estaría preocupada. La realidad nos alcanza tarde o temprano, no hay forma de evadirla, pero no es tu caso", le contestó ella antes de dirigirse, con gesto divertido que Alberto no pudo ver, a la recámara.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jun/01