La Máscara

Raúl Brasca

Iba bailando por la vereda. La profesora de danzas la había elogiado y ya se veía estrella precoz del Bolshoi, una Maia Plisetkaia de once años. Llevaba sólo una pollerita floreada sobre la malla azul eléctrico y bailaba sonriente, ajena a las miradas y a lo que sucedía alrededor. Cuando llegó a la plaza vio que alguien vestido de pato Donald vendía helados bajo la araucaria. Se desvió del camino y fue hacia allí. Donald la miró inmóvil un instante y la saludó con una gran reverencia.

-¿Cómo te llamás?

-Melisa.

El pato se agachó hasta que sus alturas coincidieron y ladeando un poco la gran cabeza lanzó una exclamación de entusiasmo. Los chicos que lo rodeaban festejaron la broma.

-Acá tenemos a la gran artista Melisa- anunció-, que nos viene a visitar desde un lejano país...

-Rusia- acotó ella divertida.

-Eso es, Rusia ¿de dónde va a ser si no?. Y que nos va a brindar su inigualable versión de...-Volvió la cara hacia Melisa.

-No hay música- dijo ella.

-No importa- insistió Donald.

Melisa vaciló. A esa hora la plaza estaba llena de gente que volvía del trabajo y los chicos que rodeaban a Donald la miraban como dudando de que se animara.

-Está bien, la "habanera"- dijo, y empezó a ondular de a poco, primero con laxitud y luego, como si el recuerdo de la música la creciera adentro, con el cuerpo tenso por el ritmo cada vez más justo. Contoneó las caderas y sacudió los hombros hasta que al fin, cuando logró mostrarse segura, se aflojó de golpe y miró a todos con una media sonrisa, de esas que parecen pedir la aprobación general para completarse. Donald inició los aplausos con gran aparato.

-Sos una maravilla. Nunca vi nada igual -dijo-. Otra, otra.

-Bueno, una danza española- contestó Melisa entusiasmada.

-No, la habanera de nuevo. Me gusta la habanera.

Los chicos, relegados durante demasiado tiempo, protestaron con un murmullo general y dos de ellos se fueron no bien ella volvió a ondular. Donald dejó la caja de helados en el piso y comenzó a imitarla. Así consiguió retener a los que quedaban; pero cuando se sentó como dispuesto a prolongar la función de baile desertaron otros dos. La gente que pasaba miraba el espectáculo sin detenerse, sonreía y seguía su camino. Melisa, ahora, bailaba con más soltura, hacía movimientos más amplios y sensuales, y controlaba de reojo a Donald. Advirtió que estaba como hipnotizado: ni por un segundo había apartado la mirada de ella y parecía no darse cuenta (o no importarle) que los clientes se le estuvieran yendo poco a poco. Al principio, eso la halagó; pero después empezó a confundirla. Tenía la sensación de que, detrás de la máscara, el hombre la espiaba como por el agujero de una cerradura. Fue perdiendo espontaneidad, los movimientos se achicaron; cuando se fue el último espectador, la danza se desarticuló. Entonces, Donald se paró de un salto, gritó bravo y aplaudió.

-Lástima que tengo que irme, me quedaría horas viéndote bailar -dijo, y sacando un helado de la caja se lo tendió-. ¿Vas a baile todos los días?.

Melisa miró el helado y lo miró a él. De nuevo, chocó con la máscara. Vaciló un instante, pero aceptó el helado.

-Los martes y jueves. ¿Vos venís?.

-Sí, un rato, hasta la hora del ensayo.

Ella hizo un silencio largo. El hombre oculto en el disfraz le estaba hablando con su voz natural y en cierto tono de intimidad.

-Sacate la cabeza de pato.

-¿Así que sos curiosa?. Qué bien, con la curiosidad se llega lejos- dijo él cargando la caja. Pero Melisa no lo podía dejar ir todavía.

-¿Qué ensayo?- le preguntó.

-Una comedia musical para chicos. Soy actor.

-Ah...-dijo ella.

Donald esperó atento unos segundos sin que Melisa agregara nada.

-Bueno, me voy. El jueves nos vemos- dijo mientras se alejaba.

Ella lo vio sacarse la enorme cabeza justo antes de que doblara la esquina.

Si no hubiera sido por la lluvia, Melisa se habría encontrado con Donald el jueves. Pero el agua había empezado a eso de las cuatro y ella había tenido que quedarse en casa bailando sola frente al espejo. A las seis, el cielo oscuro y la lluvia persistente le habían hecho perder las esperanzas. Se había sentado y pensaba en él. Lo imaginaba sacándose la máscara. Era joven, la cara era simpática y le sonreía. Le pedía que bailara y ella le pedía un helado. El se lo daba. Entonces bailaba un poco y le pedía otro. El se los iba dando todos con tal de que siguiera bailando. Un día, la invitaba a acompañarlo al teatro. Ella iba y la contrataban. Era la primera figura. Al final del espectáculo, con una sonrisa blanca y humilde, él la llevaba de la mano al borde del escenario para que saludara última al público.

Esa noche, muy tarde, mientras oía llover desde la cama, Melisa tuvo un sobresalto: la cara de desaliento de Donald que, mojado y tembloroso, la esperaba a pesar de la lluvia. Después se había dormido. Pero a la mañana siguiente, se levantó intranquila por el temor de que él no volviera a la plaza.

El martes cuando lo vio, se acercó corriendo. Lo encontró muy ocupado; alrededor se le tendían un montón de manos con dinero y todos los chicos pedían al mismo tiempo. -Hola- gritó.

Donald le dedicó una mirada muy rápida. Melisa pensó que él también había dicho hola pero que no lo había oído.

-El jueves no vine porque llovió- volvió a gritar. Pero Donald estaba discutiendo con un chico que decía que le había dado la plata y reclamaba su helado. Ni siquiera la miró.

-Llovió. No puedo salir cuando llueve -insistió ella en un tono mucho menos eufórico. Ahora él la miró sin hablarle durante un tiempo más largo. Luego meneó la cabeza y siguió trabajando.

Ella no supo qué decir. Se alejó unos pasos y permaneció mirando al grupo confundida. La imagen nocturna del jueves había vuelto con penosa nitidez. De golpe, se le ocurrió una solución: la "habanera". Apenas empezó a moverse, oyó a Donald que decía:

-Por favor, sólo los que tienen el cambio justo.

Entonces sonrió, sacudió los hombros con mayor violencia y amplió el círculo que describían sus caderas. Muy pronto, los chicos empezaron a quejarse de que Donald confundía los helados. Satisfecha, Melisa se esmeró todavía más. Quería que él dejara de vender como la otra vez. Sin embargo, llegó a agitarse sin que Donald diera alguna señal de interrumpir el trabajo. Probó volteretas veloces, se abrió de piernas todo lo que pudo y arqueó la espalda hasta apoyar las manos en el suelo. Nada parecía suficiente para que él se decidiera. Su última carta, los pasos recién aprendidos, los más difíciles, la dejaron jadeante, con las mejillas rojas y pequeñas gotas de sudor distribuidas en la frente. De haber sabido qué otra cosa hacer, no hubiera abandonado. Pero no sabía. Comenzaba a alejarse cuando Donald anunció en voz muy alta que se le habían terminado los helados. Oírlo la reanimó. Volvió y se sentó en el piso. Los chicos se estaban dispersando y él pasaba el dinero del bolsillo a la billetera.

-Yo quería venir...- dijo.

Donald contaba la plata con mucha atención. No le respondió.

-Lo que pasa es que cuando llueve, no voy a la academia. -El asintió con la cabeza.

-¿Querés que baile?

-Ya bailaste. Buena función, hoy.

-Si querés bailo de nuevo.

El hombre miró su reloj pulsera.

-Bueno, pero soltate el pelo.

-¿Qué?

-Que te sueltes el pelo.

Melisa buscó la mirada del hombre y sólo encontró el hueco negro que se abría en la máscara. Se llevó las manos a la hebilla y se la sacó. Empezó a bailar pero estaba muy rígida. Amagó con detenerse.

-No -dijo él-, seguí hasta que yo te diga.

Un minuto después la interrumpió.

-Ya está bien -dijo-. No soy rencoroso. Te voy a llevar al teatro para que te vea bailar el director. ¿Vamos?.

Melisa, cortada, emitió una risita nerviosa y luego, muy seria, agachó la cabeza y se puso a remover las piedritas del piso con la punta de una zapatilla.

-Yo, si quiero, puedo hacer que él te dé un papel.

Ella le echó una mirada veloz y, con la cabeza gacha de nuevo, alzó los hombros.

-¿Y eso qué quiere decir?- dijo Donald.

Melisa no contestó.

-¿Qué? ¿tenés miedo?

Ahora, los ojos de Melisa se esforzaban por vencer la neutralidad de la máscara. Donald la miraba tan pendiente, que ella intuyó la importancia de lo que iba a responder.

-Yo no tengo miedo a nada.

-Eso está muy bien- dijo amistoso Donald. Los que tienen miedo no llegan a ninguna parte. Yo tengo un amigo que toca muy bien el violín y vive lamentándose porque nunca tuvo una oportunidad para hacerse famoso. Pero es mentira, lo que pasa es que cuando tuvo la oportunidad no se animó. ¿Vos no conocés gente así?.

Melisa pensó unos segundos.

-Sí, mi tía -exclamó asombrada-. Escribe versos y nunca se los muestra a nadie. Se enojó una vez que yo quise leer uno.

-Viste que tengo razón.

-Sí- reconoció ella en voz baja.

-¿Y entonces?

-Es muy tarde.

-Qué lástima, el jueves es el último día que me toca esta zona. ¿Querés un helado?.

-Dijiste que no tenías más.

El hombre abrió la caja, sacó el helado y se lo dio. Melisa tardó en desenvoverlo. Pensativa, lo recorría con la lengua despacio. Donald siguió en silencio cada movimiento hasta que, como obedeciendo a un impulso, dijo:

-Tenés que venir.

Las palabras le salieron lentas y graves; pero súbitamente y con su mejor voz de pato, agregó: -Es una buena oportunidad. Y es cerca.

Melisa sonrió apenas.

-Capaz que voy -dijo-, el jueves.

-¿Capaz o seguro? -insistió el pato.

-Pero tiene que ser temprano.

-¿A las cuatro y media?

-Bueno -repondió Melisa.

A esa hora los chicos todavía estaban en la escuela y la gente no había salido del trabajo. En la plaza vacía, bajo la araucaria, Donald caminaba en círculos con aire de impaciencia. Melisa lo vio de lejos. El día anterior había estado con su tía y le había preguntado por los versos. "¿Son malos?", le había dicho. "No, son muy buenos". "¿Y por qué no sos famosa?". "Porque soy una tonta", había respondido la tía. Pero ella no era ninguna tonta: no bien cruzó a la plaza se quitó la hebilla, sacudió el pelo con coquetería y agitó un brazo para que Donald la viera. El le respondió moviendo la mano de un modo casi imperceptible. Ella aceleró el paso. Metros antes de llegar ya le mostraba una sonrisa ancha.

-Viste que vine.

-Claro, sos una chica inteligente -dijo él-. Pero vamos, le pedí al director que fuera antes al teatro y no conviene hacerlo esperar.

-¿Y vas a ir vestido así?.

-Ahora me cambio en la camioneta.

-¿Camioneta?. -Melisa se puso seria.

-Sí, esa blanca.

Ella miró en la dirección que Donald le señalaba. La camioneta le recordó una ambulancia.

-Me habías dicho que era cerca.

-En la camioneta es cerca. Yo voy primero y me cambio; cuando arranque el motor vas vos.

Por la diagonal de la plaza se acercaban dos mujeres. Donald abrió la caja y removió entre los helados como si buscara uno en especial que Melisa le hubiese pedido.

-¿Te conoce mucha gente por acá?- preguntó muy bajo y sin levantar la vista de los helados.

-Más o menos, ¿por qué?- contestó ella también a media voz.

Las mujeres pasaron sin prestarles atención. Donald sacó un helado y se lo ofreció.

-Tomátelo mientras me cambio- le dijo-. Y no vayas a hablar con nadie.

Ella no se movió. Lo miraba como si la máscara contuviera un mensaje que no pudiese descifrar.

-¿Qué pasa? -dijo él-. Si te ponés a hablar con alguien y nos retrasamos el director va a estar de mal humor. -Melisa se tomó unos segundos antes de responder.

-¿Le gustará como bailo?.

-Seguro, a mí me gustó cuando hiciste el puente el otro día.

-Ah, el puente...- Tendió los brazos hacia atrás.

-No, no hagas eso- dijo él demasiado tarde: ella ya apoyaba las manos en el piso. El cuerpo arqueado descubría el relieve suave que empezaba a redondearlo. Donald dejó caer el helado en la caja. Miraba fugazmente a un lado y a otro, pero postergaba cualquier comentario.

-¿Y? ¿cómo me salió? -preguntó ella desde abajo.

-Es un arco perfecto- dijo él adelantando un brazo.

Cuando las yemas de los dedos la rozaron, Melisa se incorporó tan rápido que tambaleó. Miró las manos de Donald. Los dedos se movían nerviosos como impedidos por un guante demasiado estrecho.

-Bárbaro, el papel va a ser tuyo. El protagónico. - Donald parecía encandilado, poseído por un ataque de fervor. Volvió a sacar el helado y se lo dio con tanta determinación que ella no pudo rechazarlo.

-Ya sabés, cuando arranque el motor -dijo alejándose.

Melisa permaneció mirando la camioneta después que Donald entró. Como si pudiera verlas, seguía en el tiempo cada operación que él hacía para cambiarse y, cuando creyó que había terminado, deseó intensamente que el motor se hubiera descompuesto y no arrancara. Se arrepintió en el acto: era el último día que a Donald le tocaba esa zona. Si por lo menos le hubiese preguntado qué hacía él en la comedia sabría si era joven o...

El motor arrancó y se abrió la puerta del lado del acompañante. Melisa tragó saliva. No era cuestión de que ahora le agarrara el miedo y le pasara como a su tía. Se dijo que no había motivo, que si el director se entusiasmaba tanto como Donald el papel ya era suyo. Casi había conseguido apartar las dudas cuando él apretó el acelerador. El rugido breve, pareció reservarse una violencia mucho mayor. Melisa volvió a dudar. No quería tener miedo pero tenía miedo. Trataba de pensar en la comedia musical y no podía: ahora el motor no paraba de llamarla. Donald debía estar furioso. Algo tenía que hacer.

Sin saber por qué empezó a bailar. Un muchacho que pasaba se fijó en ella. El motor hizo un rugido más apremiante y el muchacho miró la camioneta. Donald apareció de golpe en el hueco de la puerta como para decir algo pero se le congeló la expresión cuando su mirada se cruzó con la del muchacho. Enseguida dio un portazo, aceleró a fondo y partió haciendo chirriar las gomas. Melisa se detuvo confundida. Luego corrió hasta el borde de la calle. La camioneta había desaparecido. Recordó los versos de su tía y miró alrededor como pidiendo ayuda.

-¿Qué pasa? ¿Quién era?- le preguntó el muchacho.

Ella necesitó un segundo para darse cuenta de que no sabía.

-No sé. No lo conozco- dijo.

Lo dijo casi llorando.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02