Intimidad sonora

Rebeca Mata

Cristóbal llegó por primera vez a la ciudad de Angulema. Daría un concierto en la iglesia y fue a probar la acústica del lugar. Extrañó a María. Ella lo dirigía en las pruebas de sonido, él confiaba en sus observaciones. Iban juntos a las giras y era feliz a su lado. Esta vez, María se había quedado para supervisar la mudanza a la nueva casa.

De regreso al hotel, encontró la invitación de un maestro laudero para que conociera sus instrumentos. Salió a caminar en busca del taller; encontró el lugar después de un paseo breve, era un edificio antiguo con ventanales altos. Abrió la puerta y respiró el aroma de la madera. Lo descubrió recostado sobre una mesa cubierta de paño verde: un violoncello francés del siglo XVIII; sus vetas de arce le recordaron el enigma de la escritura cuneiforme. Su atención fue atrapada de inmediato. El instrumento estaba en perfecto estado y la restauración lo hacía parecer recién construido. Era una oportunidad singular, no dudó en comprarlo.

De vuelta a casa, lo contempló durante horas con el mismo asombro de quien mira, por primera vez, el cuerpo desnudo de una mujer virgen. Al sentir la madera, tuvo un gran deseo de pulsarlo. Ya era tarde y prefirió saludar a María hasta el día siguiente. El amanecer lo sorprendió tocando, tenía los dedos llenos de sangre. Desde aquel momento decidió usar el instrumento nuevo y volvió a salir de gira. Por las noches, enfebrecido, probaba pasajes que de pronto se le habían revelado durante el sueño. El sonido claro y dulce del instrumento tenía un cuerpo que viajaba dócil, atravesando cualquier sala de concierto. Cristóbal exploró sus curvas con lentitud. Se detuvo en sus hombros y acarició su cintura. Al abrir el estuche, la ternura invadía la habitación.

Cuando le dolían las articulaciones de los dedos, pensaba que su violoncello podía ser su mejor amante, lo cobijaba por horas con su cuerpo sin escuchar reclamos. Terminada la gira, Cristóbal habló con su representante para que le concertara nuevas fechas. Encadenó un concierto con otro y no quiso ya regresar a casa. Evitaba pensar en María que lo esperaba desde hacía semanas.

Se preguntó si alguno de los anteriores dueños del cello habría sentido la misma pasión por él. Imaginar los secretos que otros habían descubierto en su historia, los sonidos, sus habilidades técnicas, le provocaban celos. El símbolo heráldico del duque de Angulema daba al cello la fuerza de la inmortalidad y el abolengo. Gracias al fuego, el escudo con tres coronas quedó marcado dentro de sus tapas. Poco a poco, Cristóbal descubrió el espíritu que Breton, al construirlo, dejó habitando el instrumento. Reconocía las pasiones de la corte y al abrazarlo veía mujeres hermosas seducidas por el sonido. Una tarde al tocar un preludio tuvo la visión de una dama, vestida de seda roja, ejecutando la misma pieza. Tenía los ojos llenos de lágrimas pues su amante acababa de abandonarla. Tiempo después, visualizó a un hombre, vestido de etiqueta, que era asesinado y despojado del instrumento.

Las vibraciones profundas paseaban por su cabeza. Cristóbal y su cello dormían abrazados. Ya no deseaba a María: tocaba desnudo, lo recorría con sus manos de amante. Luego, al colocarlo entre sus piernas, besaba las texturas del ébano, abeto, arce: las reconocía a ciegas. Cristóbal pensó que lo dominaba. Al tocar, sus dedos virtuosos subían y bajaban por el diapasón a velocidades sorprendentes; a veces ejecutaba melodías que le eran desconocidas. La gente lo escuchaba con asombro.

Cierta ocasión, en un pasaje del concierto de Dvorak, sintió que el cello quería escapar de sus brazos. Durante el tutti de la orquesta, volteó hacia uno de los palcos y descubrió a un hombre en el instante en que perdía el sentido. Cristóbal tuvo que detener con fuerza al instrumento en los pasajes más dramáticos, pues intentaba huir. El arco resbalaba de sus manos sudorosas al final del concierto. El público hacía largas filas afuera de los teatros, para asistir a sus recitales, a pesar de saber que la emoción podría resultar mortal. Varias personas habían sufrido infartos durante sus ejecuciones magistrales.

Cristóbal comenzó a tener celos de su público. Ya no le pareció que hubiera reacciones tan desmedidas ante su música. El canto que brotaba de su instrumento daba un placer que quería sólo para sí. El violoncello era un objeto sagrado que ya no deseaba compartir con nadie. Al término de una serie de presentaciones, decidió recluirse en casa. Llamó al representante y canceló sus compromisos, sin ninguna explicación. Tocaba en el estudio con las cortinas cerradas, sin ningún testigo. Una noche, oyó las voces de los vecinos de los departamentos contiguos y supo que disfrutaban de sus melodías a través de los muros. Irritado se trasladó al campo.

En el nuevo hogar, recobró la calma, tocó de nuevo hasta sentirse agotado y satisfecho. Los días eran apacibles y sintió bienestar por un tiempo hasta que un día, al ir a comprar víveres, un hombre lo felicitó por sus hermosas interpretaciones. A Cristóbal se le incendió el rostro. Salió presuroso de la tienda y regresó sin aliento. En la casa lo aguardaba el instrumento como un prisionero; desfallecido sobre el tapete, en el mismo sitio donde lo había dejado.

Salió al cobertizo, pasó el resto del día, asegurando los postigos para que no pudieran abrirse. Sacó un rifle y disparó al aire para espantar a los animales que merodeaban los alrededores. Ninguna criatura sería testigo de lo que había entre ellos. Se pertrechó en su casa.

La voz del cello se tornó opaca, él percibía la tristeza. El instrumento ya no intentaba fugarse; al tocarlo, Cristóbal sólo sentía un leve temblor en sus brazos. Le contaba que nunca nada ni nadie lo había conmovido como su cuerpo. El cello quedaba preso dentro del estuche mientras él comía. Por las noches se acostaban juntos. Se agotaron las provisiones, sin embargo no lo dejaría solo; temía alguna traición. Tampoco lo llevaría consigo al pueblo, desconfiaba de toda la gente. Sólo él, su dueño, disfrutaría de su forma, de sus vetas o su voz.

Primero se acabó la música, después la casa se quedó en silencio. El representante lo había buscado durante un tiempo. Llegó una tarde acompañado por la policía. Rompieron la cerradura. Sobre la cama rojiza, Cristóbal estrechaba con las muñecas hendidas la mortaja que guardaba el cuerpo astillado de su violoncello.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05
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