Rebozo Ceniza

Noel Unk

Desgajan el silencio con su aleteo, resonar de luto. Danzan en el viento y esparcen púrpura y blanco y pecado y absolución. Son una sola hebra que teje al pueblo atravesando ventanas, puertas, matorrales, callejones y ojos borrachos de esperanza. Suben hasta el campanario en su afán de llegar al cielo. Ahí se esparcen y, como cientos de arroyos etéreos, coronan el fin de la procesión. Miles de banderines púrpuras, otros tantos miles blancos. Banderines púrpura luto, alma, ánima, obispo, púrpura miedo.

Un Cristo llevado a cuestas: tenso, músculos astilla, sangre pigmento; el ataúd tiene unos cuantos centímetros de más porque dicen que creció el Cristo como promesa de nuevas cosechas. Rompió sus harapos y dijo al cura que el pueblo debía desbocarse en Viernes Santo, que debían de celebrarse misas de gallo durante todo el mes y que el ayuno debía ser general. Nadie puede quedarse en casa, las puertas deben ser ungidas con baba de nopal para alejar malos espíritus y aires mortales. Cinco animales sacrificados por familia, diez rosarios al amanecer y generosas limosnas a la Santa Iglesia.

El pueblo entero camina junto al falso cadáver en una marea resplandeciente; frente al ataúd, un muchacho adusto sostiene la enorme antorcha y a su lado una mujer carga el cirio pascual, ambos estigmas luminosos, llamas de sangre celestial. La llama es como una noche en vela por el eterno descanso de las almas del purgatorio, cada veladora es una flagelación elevada al Cielo. Las cruces de palo y metal se elevan fantasmales, negras contra los afónicos rayos del sol. La multitud es un árbol del que cuelgan frutos de fe pasión; manzanas maduras, rostros de niños, ramas de cera, raíz de hombres y el ardiente clavo de la ilusión en la frente de todos. Pasos mudos, única voz de aquel ciempiés que repta por las calles envuelto en aura fanática; la procesión avanza al ritmo de la historia, al ritmo del mismo amanecer del vientre de la niña al pecho de la amante, del recién nacido a la fiel escritura de la vieja piel. La procesión parece siempre la misma; la faz risueña contra el seco gesto de oración. Pero entre familias presurosas y fieles devotos la historia tiene un estigma de años, sesenta años culminada por el mismo espectro senil: Doña Petra camina al final de la fila frente a una Virgen de porcelana que llora la crucifixión de su Hijo-Dios-Hombre.

Sale únicamente los Viernes Santos; anciana de huesos diminutos y carnes que cuelgan como trapos; venas lombriz por la piel terrosa; ojos noche, frente surcada. Vive sola en continua castidad; de la puerta al corral y de regreso, de la puerta al comal y de regreso, de la puerta a la pesadilla y casi siempre de regreso. Cada amanecer la gente pasa y mira de reojo aquella figura fetal deshecha, siempre con los dedos envueltos con un escapulario y la lengua perdida en oraciones obscuras. Obscuro pasado, todo una noche de charcos, cicatrices.

A los veinte años su marido la abandonó: Petra lo esperó por dos meses: la luna se devoró y se escupió y se devoró a sí misma de nuevo. Namás compro salvado pa los perros y regreso. Petra esperó el parte de la autoridad a lo mejor se emborrachó y lo mataron por ahí, yo bien le dije que dejara la bebida, ay Tachito, mi Tacho. Petra esperó noticias de alguna catástrofe o razón de la sepultura de su marido; nada. Seguro se había hostigado de sus diminutos pechos de niña y se había marchado con otra mujer, se había embriagado con el mejor sudor de otras piernas.

Acudió al Padre Cristóbal y en secreto de confesión le dijo que quizás no le había sabido cumplir como mujer, no lo puedo calentar en las noches, siempre suspira como falto de algo, como si se le encimara a un bulto y le plantara su semilla y nada más. El cura la miró apremiante y le dijo que sí, que era su falta, y que con una severa penitencia su marido retornaría.

Vas a dormir en la puerta de tu casa todas las noches hasta que Tacho aparezca... y ahí vas a comer y a leer las Sagradas Escrituras, no conocerás a ningún otro hombre, Petra, verás que regresa el Tacho y te vuelve mujer de nuevo, expurga tus pecados, hija, expúrgalos para que vuelva tu marido y con cada noche de frío que pases recuerda las noches de frío que le hiciste sufrir a él.

Las lluvias, vendavales de lodo y fiebre, los calores, polvaredas de insomnio y desesperanza. Nervios que se entumen, ojos tumba, mamas marchitas; paria estéril. Miradas inquisidoras de mujeres que andan con niños en brazos, mujeres que parecen no envejecer nunca. Murmullo que se queda en las paredes y retumba detrás de los oídos (incesantes pequeñas bocas) en la madrugada.

Anciana a los treinta años: en lugar de candor un aire pútrido mojaba sus mejillas, orín de perro impregnado en el reboso cascada negra. La figura se iba haciendo más y más pequeña cada vez; masa esquinada de débiles matices. El descanso era truncado con cualquier ruido de pisada varonil, cualquier pie pesado podría ser el de Tacho; abría los ojos levemente y barría la calle con dudas. Pasaba un grupo de hombres prensados los unos con los otros de los hombros, mirada alcohólica, algunos machetes al cinto y sol calado en la faz; Petra se levantaba y tomaba a cada uno por el cuello, examinaba sus facciones moradas, Está trabado, manita, mi Tacho está bien fuerte y cuando me abraza por la cintura siento que no me va a soltar nunca, que se le están hundiendo sus manos en mi cuerpo. Los hombres miraban asustados a la demente y sabían que ningún daño podían hacerle so pena de problemas con el cura y el pueblo entero: Petra, en el herrumbre de su existencia, era un vivo ejemplo de la llaga del arrepentimiento; aún en su sopor de pulque le guardaban una distancia de repugnancia y falaz respeto. Cuando el cura Cristóbal murió un grupo de benefactoras llevo a Petra una bolsa de pan duro y tres frascos con leche; en ese entonces la atacaban las fiebres y no dejaba de pronunciar el socorrido nombre de su esposo; se tocaba también el cuello, frotando de arriba abajo con la parca mano sudorosa. Así pasaron los años y la luna se escupió mil veces más. Petra era ya una visión cotidiana, un ánima que ignoraba bodas y velorios. Los curas que han pisado la sacristía a lo largo de las décadas la usan como ejemplo de la penitencia veraz, de un auténtico lavatorio de pecados.

Los Viernes Santo Petra sale al mercado a comprar pequeños banderines y hojas de palma para las paredes y las ventanas de su casa; los coloca con esmero, arqueando o estirando su débil columna más allá del punzante dolor. Encerrada, pone a calentar el comal para quemarse la espalda en sacrificio; fuego cruz, frigidez cruz de su vida. Se le une después a la procesión con el velo de su rostro y el lánguido brillo de su veladora tambaleante. Siempre al final, siempre enroscada en extraños versos latinos y arrastrando huellas de pesar.

Petra llora inadvertida. Recuerda la noche en que Tacho la llenó de sangre, la noche en que sus pezones se enfriaron por primera vez. Disipa la memoria y vuelve ahora a la procesión: Cristo emana una sangre casi negra; brota de su frente, recorre el tronco, los brazos y las piernas milagrosamente alargados. En cada mano un hoyo enorme que captura las miradas, empapándolas de aquella sangre bendita. Cristo ciego, pupilas rojo coágulo. Esta es mi sangre, sangre de tu vida vieja y terriblemente mortal, este sacrificio es su Alianza sellada con mi sangre, que será corrupta por ustedes. Un boquete del que se estiran hilos carmín tan dolorosos como los hilos que el Hombre tatuó a Petra en los muslos y más tarde definieron su camino: vereda estrecha y dolorosa, espinas y magueyes de fútil reconciliación, espera sucia y agreste. Petra se detiene por momentos, cansada, recarga su peso en un árbol seco. La muchedumbre camina casi sobre ella gritando ruegos y parafina al aire. A lo lejos, entre voces chuecas, resuenan desquiciados ladridos y cohetes.

Estoy bien, sí, sí, ya le dije, me sofoqué un tantito, siga caminando, ya voy, y no me interrumpa en mis oraciones. Los jóvenes que cargan al Cristo trastabillan al llegar a los primeros escalones del atrio. Continúan. El mundo se torna ocre al tiempo que Petra se estremece al verlo: las manos llagadas sanan y la madera adquiere una consistencia carnosa. Cristo, acicalado de siglos, se metaforiza en Tacho. La sangre pintada se desvanece en los ojos lacrimosos. Piernas, brazos, mejillas y abdomen escuálido se hinchan al tiempo que la figura disminuye en altura. La vestimenta via crucis es un rosario de manta campesina. La marcha de pabilos ni se inmuta. Se forman la nariz ancha, los bigotes rectos, callos de maíz en las manos. Tacho voltea a verla; mirada repleta de rojo dolor. Petra tiembla de frío y miedo, los huesos comprimidos en consternación. Tacho herido como Cristo Judas. Mañana es la quema, mañana truenan los Judas, mañana arde el traidor y sus pecados, mañana se cuelga del árbol para renunciar a su vida miserable. Tacho, Petra, ella se hunde en sus ojos y él los cierra para impedir el reencuentro, ahí acostado en la caja de cristal. Apenas se escucha el breve murmullo, al unísono, de la respiración común. Me fui con otra, Petra, me fui con otra más tiernita y ya me pelé hace años y tú ni enterada, me machetearon dizque por matarle un perro al de junto y ahí quedé podrido en el llano. Rostro moreno, semblante abatido. Una herida recta de machete se abre en el vientre y gorgotea reclamando la vida arrancada. Todos rezan ahora a Tacho Cristo y lloran su muerte. Petra da la espalda al crucifijo, a la arcaica puerta de madera, a las paredes naranja chillante. Nadie se da cuenta de la vieja que se marcha dejando marcas de sed por el suelo. Calles interminables, brisa sonámbula, campanas de recuerdo y sombra. Polvo regado por el pueblo de la vida, acantilado súbito, por las tiendas y las fondas y los puestos que nunca conoció...

Las nubes llegan a la sacristía en una niebla caliente y árida. El manto púrpura del Cristo se eleva y da giros en los rayos de luna. Se escurre entre la reja y vuela por las calles describiendo órbitas que culminan en la puerta derruida, en los banderines abatidos por el ruido de la crucifixión, en los ojos delirantes de una anciana llamada Petra.

El adobe levanta los primeros polvos del día y el sol los transforma en una nítida capa de resurrección. Se alistan los puestos del mercado; cerdos y pollos colgados, nopales sudando sobre tibias tortillas verdes. Los balnearios aguardan la gloria del Sábado bautizando al día con sus diminutas olas. Hombres y mujeres caminan por la acera distraídos.

Es un grupo de cuatro niños el que reconoce el bulto que yace bajo las ramas muertas de un árbol. Bulto diminuto, inerte. El cuerpo está cubierto por un manto púrpura que al ser levantado muestra lo amarillo de su interior. Ojos cerrados. Labios formados en un intento de sonrisa, en un intento de esperanza, en un intento de más allá. Los dientes carcomidos por la vida saludan bajo las ancianas arrugas de frente y nariz. El escapulario amarrado entre las turbias uñas de mármol viejo.

El manto ha renunciado a sus pigmentos y ahora el cadáver entero resplandece en luto, bañado por un agua de siglos. Púrpura miedo, púrpura obispo. Doña Petra se consume por las hendiduras de la acera. Su piel transparente se vuelve polvo y comulga en un mismo halo piadoso. Nube niebla, manantial. El ojo derecho revienta, repliega un arroyo morado por el lodo de cera, resquicio de la procesión. Los niños ven como la anciana tuerta aprieta sus manos en ruinas, abre el ojo restante y suelta un suspiro de satisfacción. Los músculos tierra se disuelven en el arroyo morado. Caen las venas ceniza y el corazón arcilla. El cuerpo se deshebra ante el asombro de los niños. Tu muerte va a ser piadosa, hija, ya bastante te has quemado en vida como para arder en el purgatorio, o quizás no, quizás te falte morir en silencio y con la angustia trepándote por la espalda, como la culpa se te puede trepar toda la vida.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02