Recuerdos de sábado

Las voces que uno quiere no se callan
viven y sobreviven / sobrenadan
en la memoria fiel y escandalosa
Mario Benedetti

Marco Minguillo

Son las diez de la mañana y estoy bebiendo una taza de café. La pieza reluce con la luz solar que se traga los vidrios de la ventana. Con cada sorbo de esta bebida oscura, un poco amarga, pero sabrosa y relajante, que me levanta los ánimos para seguir viviendo, llegan imágenes y voces de cuando estábamos reunidos en el comedor donde crecimos. Allí nos sentábamos, sobre todo los fines de semana, ya libres de la escuela y del trabajo: mi viejo, mi madre, mis tres hermanos, mi hermana -la más pequeña del grupo, quien soportaba nuestros juegos toscos de críos en sociedad patriarcal- y yo. Aunque siempre no faltaba en la mesa de madera, con su mantel de flores amarillas y rojas, algún amigo, compañero, vecino o familiar que compartiera con nosotros esos momentos. Tazas de café con leche, panes calientes llenos de salchicha con huevo, voces, risas, comentarios y mi perrita corriendo bajo la mesa, entre nuestros pies.

Estoy escuchando Vallenatos en el vetusto equipo estereofónico, que me ha acompañado en diferentes etapas de mi vida por estos lares. Por momentos no sé si bailar o escribir. La melodía se mete por todos los poros, y la sangre, como el río de los Andes, corre estrepitosamente en mi interior. El corazón bombea y bombea. Sudo y sonrío.

En un instante veo a mi hija sentada al lado mío, desayunando, con sus dientes menudos, sus ojos vivaces y su cabello negro cayéndole por los hombros.

Tras la ventana, los árboles de siempre son movidos por el vientecillo de julio. Los vecinos ya despertaron. Se oyen voces candorosas jugando, corriendo. Son los pequeños del barrio sanando con su alegría las heridas del mundo adulto. Los edificios de tres pisos, amarillos, con techos de tejas rojas, se aprecian detrás de la arboleda. Parecen gigantes curioseando tras una cortina verdosa.

Es sábado. Hoy me tocó hacer un poco de gimnasia en casa: algunas abdominales, planchas y cuclillas me dejaron listo para la ducha. Al sentir el agua fresca de la regadera, cayendo en hilillos cristalinos por mi rostro y cuerpo trasnochados, pensé en el mar de mi infancia y en los lagos hermosos de esta ciudad.

En la mañana, al despertar, iba a llamar por teléfono a un amigo y salir a pasear por las calles empedradas de la ciudad vieja, pero cuando oí la música y saboreé el café, me dieron unas ganas enormes de escribir. De relatar.

He llenado otra taza y he colocado un cd de José Luis Perales -uno de mis cantantes favoritos-. Sus canciones son poéticas y hablan de la vida, de la humanidad, del amor. Su voz, como el canto de las aves migratorias, me ha seguido los pasos en infinidad de circunstancias y recovecos. Recuerdo cuando estaba con mi hermano Leopoldo y unos amigos bebiendo en el bar de un pequeño pueblo peruano. Era una situación complicada. El régimen del momento, como un ogro con los pies de barro, humillaba y desaparecía todo en su andar. Pero en medio de esas circunstancias, la poesía echa canción de Perales nos revitalizaba.

-Señora, señora, póngase esa, esa de Perales. "Soledades". Sí, así se llama...

-Bueno, bueno, ya cálmense, cálmense, allí va...

Nuestras conversaciones se acaloraban con las coplas del cantor español y se diluían entre cervezas heladas, humo de cigarros ducal y voces de gente regada en mesas y sillas de madera.

Necesito más café. He puesto a hervir el agua. Tomaré el café instantáneo. Aunque cuando escribo más horas, sobre todo en invierno, lo preparo en la cafetera eléctrica, colocada siempre en la mesa del comedor.

La taza azul humea al lado de la computadora portátil. La llevo hacia mi boca. Mis labios perciben el líquido caliente que entra, corre por la garganta y se extravía en mi cuerpo vestido con un polo blanco de algodón y un pantalón corto, floreado. Tengo los pies descalzos. Siento la nariz helada y la lengua de Motta. Su pelaje color caramelo roza mis piernas. La veo levantar sus ojillos marrones. Me contempla. Mueve su cola como abanico. Quiere jugar. La acaricio, como habitualmente lo hacía. Me veo salir con ella de la casa de mis padres y corremos en el jardín de girasoles, en el parque con sus molles y eucaliptos, en la playa de olas gigantescas y arena fina. Da vueltas, parece un trompo, y la lengua le cuelga como un trapo de franela roja movido por el viento.

Más café. En estos instantes mi hija salta sobre la cama. A ella le gusta hacerlo. Yo le pregunto por qué no hace eso en el piso. Pero me responde, como de costumbre, que ese es un escenario en donde ella canta y baila. Yo soy un espectador más que aplaude cuando ella cierra los ojos, toca la guitarra y canta canciones rockanroleras. Por las noches, cada vez que me muevo, la cama chilla, son los resortes que protestan. Y es que no solamente es mi hija, sino también su mejor amiga, quienes brincan sobre mi lecho nocturno. Parecen dos alondras primaverales tratando de aletear sobre su nido.

Cada domingo que la llevo de regreso donde su madre, ella me deja la casa cargada de risas, muñecos, libros y dibujos.

Escucho el alboroto de los pájaros. Los ojos me llevan hacia la copa de los árboles: una traviesa ardilla trepa en zig-zag por entre las ramas de un viejo abedul.

Ahora veo a mi padre con sus ojos cansados y su cabello canoso. Mis tímpanos sienten su voz, sus bromas, sus consejos. Viejo, amigo, compañero. Sé de tu vida fatigosa, de tus trabajos desde niño, de tu labor en la fábrica. De tu optimismo por el futuro del país. De tus ilusiones, de mis ilusiones. Viejo, estás conmigo en estos momentos. Tus dedos largos, huesudos, temblorosos, pulsan las teclas del ordenador. Oigo tu respiración agitada en esta habitación abarrotada de melodía y remembranzas.

A lo lejos, el riel del metro chilla y se extingue con la risa de los niños, quienes saltan como liebres en la alfombra verde de la calle.

Veo a mi madre y a dos de mis hermanos menores. Ayer salí temprano del trabajo y los visité. Almorzamos juntos. Ellos con sus melenas largas y ella con su sonrisa perpetua. Comíamos y conversábamos. Brotaba música de la grabadora pegada en la ventana del comedor. Los miré y me dije: "Cuanto tiempo a pasado". Fueron años duros sin vernos. Ella no tenía el cabello blanco y ellos mostraban sus rostros de niños. La vida ha galopado por sus semblantes y sus manos. Sin embargo, sus almas son las mismas de cuando los dejé una noche de mayo entre ladridos de perros y contingentes de sombras. Los ojos angustiados de mis padres y hermanos navegan en mis sueños como balsas a la deriva en un lago hondo y umbroso. Todavía escucho el enjambre de sus voces apagadas por la prepotencia y la amenaza.

"Son cosas de la vida. De nuestras vidas", me digo.

Ya las horas han corrido con los pies huracanados. El cantante acaricia las cuerdas de su guitarra, haciéndola vibrar como a una mujer desnuda en las sábanas del placer, y eleva su voz al viento:

Yo me pregunto lo mismo. Ya estoy hambriento. Dirijo la mirada a través del cristal de la ventana: las nubes grises se han amontonado en el firmamento. Los gorriones empiezan a cobijarse en sus nidos. Va a llover. Eso me parece bien, ayuda a reverdecer las plantas en este ardiente verano.

Apago la máquina y me levanto como un oso de la mesa. Llevo la taza vacía y la dejo en el lavadero. Camino hacia el baño. La suavidad espumosa del jabón líquido se desliza por mis manos y mi cara. Huele a primavera. Me alisto para salir. Quiero sentir y respirar la libertad de la urbe. No importa que llueva.

Ya son la una de la tarde. Las llaves tintinean entre mis impacientes dedos. Cierro la puerta blanca del apartamento y me pierdo por entre las calles sonrientes de Estocolmo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02