Remembranzas
Amèlie (Dakiny) Olaiz
-¿Se puede viajar al pasado?- pregunté mientras miraba con nostalgia la foto de mi abuela Marie.
-Sí, se puede- contestó una cálida voz de mujer que atizó mi deseo.....era la voz de ella.
Mi abuela Marie tenía, para quien supiera apreciarlo, ese espacio abierto que obsequian las mujeres sabias. Estar cerca de ella era como un día de campo sin hormigas, como el viento dulce que acaricia la cara, como la cama fresca para el viajero. Daba su tiempo para regocijarse en él y sus consejos para dejarlos pasar si así lo deseabas. Su pensamiento era lúcido y claro, su agudeza para entender la naturaleza humana, profunda y filosa. Aceptaba casi cualquier cosa siempre que no lastimara o destruyera a nada ni a nadie. Tenía la impecabilidad de un ser de otro mundo.
Olía a naranja y canela. Amaba las plantas, en especial los helechos que adornaban su jardín. Chiquita de estatura no podía cortar limones mas allá de las primeras ramas, pero grande por dentro a pesar de las penas. Aprendió a dejar ir lo que más amaba sin necios apegos, sin reproches, sin culpas, sin amarguras. Tenía el sosiego de un domador.
En el salón rosa, donde pasamos imborrables horas de complicidad, entre cojines, plantas y deshilados, curó mis heridas y me regaló las caricias que mi madre olvidó. Me leyó los diarios, cuentos y novelas que escribía por gusto y me incitó a escribir. Me enseñó a sopear galletas marías en chocolate caliente y a amar con irresponsable abandono. A romper las reglas de lo establecido y a marcar las propias, con la convicción que da la investigación y el análisis. Aprendí de ella que la autoridad no se impone, se gana con el respeto y la seguridad de la dignidad humana, que el enojo tiene la sombra de un enano indefenso, el amor y la compasión el brillo y la dureza del diamante, la muerte y la vida el reflejo de la eternidad.
Me condujo hasta el baúl de los recuerdos, una puerta a un mundo silencioso de olores y sensaciones de otros tiempos, donde la premura perdía su valor, donde la imaginación volaba hasta romper los confines de lo establecido, de lo vivido, de lo esperado.
Me dejó a solas frente a él. Adorné mi cuerpo con sombreros, mantillas y pendientes, modelé su traje de novia y antiguos vestidos de fiesta, que aún guardaban los remanentes de percepciones musicales y táctiles. Girando al compás de una música interior, dancé hasta toparme con el espejo. La imagen ante mis ojos no era otra que la de mi abuela en sus años mozos.
Transformada en Marie y conducida por una extraña fuerza, regresé al baúl. Busqué con ahínco y sin claro propósito, hasta encontrar un fardo de raso azul descolorido, envejecido por el paso de los años. Paulatinamente lo abrí, cayeron cartas atadas con listones, notas, diarios y el retrato de un hombre.
La premura por leer se adueñó de mi. Desaté el primer bulto y encontré cartas escritas con cuidadosa caligrafía, casi borradas por lágrimas que se derramaron en algún tiempo y que hicieron de la tinta y el papel una amalgama. Todas ellas firmadas por Antonio, el hombre del retrato.
Así me enteré que Antonio apareció en su vida en los albores de su juventud, que vivió con él un romance que se escribía día con día en la esencia de los dos, que puso en él los sueños y las ilusiones de ese amor único que roba el corazón, sin cuidado alguno de proteger su ser. Los dos se entregaron sin reticencias, sin miedos.......
Corrieron descalzos por la yerba cubierta de rocío, se adentraron en la tormenta que cala hasta los huesos, jurando, con la piel empapada de deseo que el amor los uniría por siempre. Se escribieron versos, poemas, cartas sin fin.... Retaron a la vida y a la muerte prometiéndose amor eterno. Derramaron juntos las lágrimas que, de tanto amor, se escaparon sin pedir permiso.
En medio de una sociedad castrante donde la virtud femenina se perdía con la entrega plena, dieron rienda suelta a sus impulsos febriles, a la consumación de un amor que, ajeno, se olvidó del estereotipado sentido común.
Meses de ensueño se vieron truncados por la muerte de Antonio, que con la ilusión en mano se lanzó a buscarla una tarde de añoranza, para encontrar a cambio el fin de su vida. Un accidente se interpuso entre ellos y dejó a mi abuela muerta en vida, sin deseos, sin esperanzas, sin arrobo, sin pasión.
Los meses siguientes los padres de Marie pactaron un matrimonio con un buen señor que amaba a mi abuela en silencio, un hombre decente, de la Colonia Francesa, de exquisitas costumbres y rancias tradiciones, que aceptó a Marie junto con una dote que hiciera olvidar las resacas del amor de ayer. Pero aquella dote, vasta en especie, no era suficiente para aniquilar las miserias humanas.
En Marie un gran agradecimiento florecía, hacia su esposo, en terreno desgastado, por protegerla de las fauces sociales, por darle un sitio seguro, por ofrecer asilo al producto de su ayer. Un gracias infinito que pudo transformarse en admiración y amor, desembocó sin embargo en una vida dura, llena de un apoyo fracturado por reproches precarios, por culpas inciertas, por temores infundados. Los celos por el fantasma de Antonio se hicieron presentes, llenaron la cama, la casa y el corazón.
Entre deseos torturados, tres hijos más poblaron la casa. La vida fluía, Marie maduraba, entre la labor del deshilado, la crianza de los niños y las interminables horas al lado de sus plantas, mi abuela encontró refugio para recuperar su ser. Hizo de cada instante un momento de aprecio a la vida.
Vivía día con día, sin expectativas, sin temores. Deshojando recuerdos que abonaban la tierra, quitando las espigas que impedían el crecimiento, desechando lo que alguna vez fue belleza y verdor. Así, sin prisa, hizo suya la férrea creencia de que la muerte era el único evento seguro que llegaría a su vida. Dos vidas gemelas crecían en su vientre....
Envolví, las cartas, las notas, los diarios y la foto de Antonio en el fardo azul para ponerlo en su sitio, mi abuela entró sigilosa, sorprendiendo mis pensamientos, hurgando mis ojos llorosos.
Tomó de mis manos el raso azul, contenedor de los amores, las penas y las decepciones, los odios fundados y los inventados. Lo quemamos juntas. En el humo oscuro se formaron imágenes del pasado; amarguras varias, transformadas en monstruos, celos arraigados a la piel agusanada, al ego inventado, que hicieron del amor la cárcel que mata el sentimiento. Brujas y gnomos de infernales caras, con el odio expreso en sus ademanes. Seres paranoicos de formas diversas, con ojos desorbitados por la presión que la culpa genera. Al final la imagen de Antonio, el amante, que se le quedó pegado a la piel, que le arrebato besos y caricias, que le destrozó el alma cuando se fue, que le dejó un hijo al que educó apoyada en el frágil brazo de mi abuelo. Antonio... el amante, se desvaneció en la nada ante nuestros ojos.
Nos miramos las dos en silencio, ofreciendo un pésame al amor apasionado doloroso y angustiante. A la ignorancia de otros tiempos, gestadora de sentimientos que destruyen el momento y a veces la vida. Volvimos despacio, dándonos la tregua, dejando que todo quedara en su sitio. Entre cojines, deshilados y plantas nos quedamos juntas sopeando galletas en chocolate frío.
Comprendí entonces que extrajo, sin duda, toda la experiencia para entender la vida, para cambiar ella misma y dejar a otros que hicieran lo propio, por su individual gusto y afán. Nos despedimos como siempre sin prisa, sin ansiedad.
Cuando deseo reunirme con ella, rompo las barreras del tiempo, del espacio y la mente, de lo posible y lo convencional. Los ratos que pasamos juntas dejan profundas huellas en mi ser. Marie murió cuando mi madre era niña.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00