Hambre primaria

René Roquet

La fogata no había sido hecha para obtener luz, sino para calentar al hombre desnudo que estaba sentado sobre la roca, afilando pacientemente una rama larga, y para mantener alejados a los lobos, únicos animales salvajes de la región. La saliva del cazador estaba atrincherada entre los dientes, en ocasiones mandaba una avanzada belicosa hacia las tripas y el estómago. Ni las hierbas ni las raíces habían fabricado una barrera infranqueable que diera pie a la plena digestión; faltaba un espacio por completar, un hueco que pedía carne roja, fresca.

Unos aullidos fragmentaron la luna llena. Era el momento oportuno. Apagó la fogata echándole tierra con los pies descalzos y se colocó en la falda de la montaña, cargando el arma nueva. Quedaba esperar en el frío y confiar en su inteligencia, sustituta del olfato refinado, el instinto de ataque y el oído preciso de los lobos. Debía quitarse el yugo de la incertidumbre: el mínimo error traería consecuencias fatales; los aciertos apaciguarían la incesante necedad del estómago, órgano responsable de haberlo arrastrado hasta ahí, arriesgando la vida. Quizá después de la cacería se sentiría mejor con el cuerpo. Extrañó la fogata y apretó con firmeza la lanza, respuesta de su cerebro ante el entorno manifiesto, envolvente, en momentos hermético y misterioso. Sin embargo -él lo intuía-, la lanza no le proporcionaba el alivio que da un ritual o las palabras que explican el acto y lo justifican ante los dioses. Tenía hambre y era a lo que respondía sin detalles ni miramientos, como simple y burdo animal. Las demás sensaciones, ajenas pero reales, podían esperar.

Volvió a repasar el plan, revisó la saliente de la montaña y el tronco reclinado y extendido hasta ella. Ahora todo quedaba en su habilidad, en su olor que se esparcía de manera inevitable por el bosque, despertando en la manada de lobos el mismo dolor de estómago y ansias de matar por un trozo de carne. El cazador los conocía de sobra, los podía ver con la trompa alzada, babeando, replegándose y reubicándose, corriendo en grupo hacia él, bajo la luz de la luna.

La espera fue más corta de lo que había pensado. A quince pasos se oyó el crujir de una rama; después, por varias direcciones, el murmullo de la maleza sacudida. Se asomó el primero: era negro, robusto, con patas gruesas. De atrás y hacia sus flancos surgió la manada, acorralándolo contra la montaña de piedra, en un semicírculo. Ya no había retroceso. Por lo tanto, el hombre quería olvidar los riesgos y el premio. Que la tripa no dominara la cabeza, que el orgullo no modificara sus movimientos.

Las bestias jadeaban y gruñían haciendo palpable la delicadeza de la piel humana, mientras el hombre hacía lo suyo: brincaba de un lado a otro y azuzaba a los contrincantes con la lanza. Sus movimientos parecían una burla, un acto infantil. En realidad eran para ganar tiempo, debía seleccionar de entre todos al líder y establecer un vínculo visual que permitiera agredir y retar a muerte. Logró parte de lo deseado: sus actos fueron interpretados como coraje e infundieron una inseguridad absurda. La manada olvidó estar tratando con un animal en desventaja.

Pero la treta duró poco y los lobos comenzaron a estrechar el círculo. El cazador dudó de la eficacia del plan, todo indicaba que el tiempo estaba dispuesto a traicionarlo. Entonces recordó al primero de ellos, el que se asomó sin vacilar. Seguía siendo el de en medio, el negro. Se le quedó mirando y no pudo entender por qué le resultaba familiar y evidente su liderazgo; se podría decir que lo conocía. El descubrimiento le permitió recobrar el aliento y el odio, reiniciar la defensa con un grito amenazante. La manada volvió a frenar el ataque, parecía un asunto íntimo entre el líder del grupo y el hombre; estaban confundidos, la presa utilizaba demasiados movimientos, miradas y actitudes de ellos. Mejor esperar la reacción del negro, que él tomara la iniciativa y definiera el papel del resto. El lobo negro caminó para la izquierda y regresó a la derecha midiendo al contrincante. No vaciló en comenzar, solo, el ataque directo.

El cazador corrió sin soltar la lanza hacia el tronco reclinado y subió con facilidad hasta la saliente de la montaña. Las bestias quedaron abajo gruñendo, salvo el líder que no detuvo el ataque y persiguió al hombre incluso cuando éste ya había trepado por un terreno impropio para la especie. Grave error ir siempre a la ofensiva: el cazador esperó con tranquilidad a que el negro posara sus dos patas delanteras en la saliente, para alzar la lanza y dejarla caer enérgicamente sobre el animal a medio equilibrio. Le atravesó el cuerpo con facilidad, como si no hubiera encontrado en el camino músculos y huesos. La naturaleza resultaba frágil ante el peso libre de su cuerpo envuelto en la inercia de un estómago. El animal cayó derrotado a sus pies sin emitir ruido alguno, el aullido se había escapado entre el palo filoso y el orificio del pulmón.

El hombre tiró el tronco y se burló de la manada que no paraba de aullar. Tuvo el impulso absurdo de regresar con ellos y proseguir la batalla para demostrar su superioridad; se vio en el bosque, corriendo al frente de los lobos, apareándose con las hembras y quedándose con un número mayor de trozos de carne. Le regresó la razón. No era prudente, por lo pronto ya había obtenido lo que deseaba. Tomó algunas piedras y comenzó a tirárselas. Con la más lisa fue retirando la piel del animal, que utilizó para cubrir su cuerpo desnudo. Prendió fuego. El frío y la sensación de vacío iban disminuyendo. No supo por qué asó la carne antes de comérsela, pero sí entendía que más por un gesto de humillación que de generosidad había tirado algunos huesos a las bestias, que permanecían tercas a la espera. Embarrado de grasa y sangre animal, se puso en pie e improvisó algunas palabras: Voy a matarlos uno por uno y me los iré comiendo sin hambre, nada más por el placer de verlos perecer bajo mi arma.

Levantó la lanza hacia la luna. En ese instante faltó un testigo que presenciara el discurso, alguien capaz de señalar que esas frases no eran de un idioma conocido, sino un intento fugaz, primitivo y personal por hablar. Al acabar la última palabra, los lobos desistieron del acecho y se internaron en el bosque. Dio la impresión que nada más habían estado pendientes del discurso final.

La manada se alimenta con un venado recién cazado; de cuando en cuando se disputan las partes más generosas del cuerpo fresco. El autor de la mordida letal, un lobo de oreja café, descansa sobre la tierra y observa con calma la cabeza victimada, inerte, de mirada estupefacta; abiertamente desprecia la comida y no presta atención a los cazadores del grupo; los sucesos los registra sin preocupación, lejanos y fútiles.

La cacería se había desarrollado como siempre. Cuando la manada olisqueó la presa, el instinto ordenó que cada cazador tomara su posición de ataque: unos al frente, otros en medio y los últimos, al fondo. Los más cercanos al venado se encargaron de espantarlo y corretearlo en dirección a los cazadores de en medio, quienes relevaron a los primeros y prosiguieron agotando a la víctima que, al final, se entregó exhausta, casi resignada, a los últimos. Para el de oreja café resultó fácil encontrar al cuadrúpedo asustado y propinarle una mordida certera en el cuello. Arrancó un trozo simbólico de carne, dejó el resto para sus compañeros y se tiró bajo un pino que daba sombra, lejos de las moscas y del ritual de repartición, para ver cómo los ojos de la presa iban perdiendo vida.

Saciada el hambre, los lobos desprenden los últimos pedazos del venado y vuelven hacia donde los esperan sus crías. Atrás queda el cadáver listo para las aves y los mamíferos carroñeros. En el camino de regreso, el de oreja café se mantiene alejado del resto; esta vez no participa en los juegos de sus compañeros. ¿Qué pasa con su conducta? Desde la mañana no responde a los códigos e impulsos usuales. Sin embargo, en ese momento, decide retomar sus costumbres y hace un esfuerzo por integrarse en la comunicación de los más jóvenes: se adelanta y muerde una de las patas traseras del de pecho gris. Pero aprieta con demasiada fuerza los dientes y la intención resulta brusca y anómala, ¿perversa? Podría interpretarse como un insulto. El lobo de pecho gris responde gruñendo y poniéndose de frente, como lo hacen las criaturas que no temen a la muerte. De súbito recuerda que no puede vencer al de oreja café y se contiene; adelanta el paso con la cola un poco caída. Prosiguen envueltos en un silencio total. Esporádicamente se escucha el roce de las pezuñas con las rocas y la madera esparcidas en la tierra del bosque.

En la planicie está la manada completa. Las crías corren libres, entrenándose para ser cazadores. El de oreja café está echado, fuera del círculo de lobos; ha dejado de preocuparse por los más pequeños, si llegasen a perderse le da igual, no siente nada por ellos. Comienza el anochecer y se reanudan las batallas por el liderazgo vacante. Desde la muerte del negro de patas gruesas ha habido inestabilidad entre los machos. No se ha encontrado el sustituto más fuerte, razón por la cual el que llega a líder es destronado de inmediato por otro igual de débil e inexperto. Son demasiados cambios en tan poco tiempo, en una sola primavera. La manada intuye que el adecuado para dirigirlos es el de oreja café, quien sigue indiferente, echado en su soledad, conforme con la rivalidad inútil de los más jóvenes.

La tarde llega a su punto final, por lo que se vuelve necesario iniciar el siguiente rondín. Las pugnas cesan y los lobos se agrupan para aullarle a la luna que todavía no pueden ver. El de oreja café evita hacerlo, aunque ahora está próximo a los demás.

El ganador del día desaparece por entre la maleza y el grupo lo sigue, compactándose. Van hacia el oriente. El desconcierto se hace presa de todos porque otra vez el de oreja café no busca la integración. Se rezaga a propósito porque, está seguro, le conviene: con ellos corre peligro, tanto que en el momento oportuno da la vuelta discretamente y anda en dirección opuesta.

La luna llena aparece en el cielo. Muy a lo lejos los aullidos le dan la bienvenida a la noche que comienza. El de oreja café siente miedo y decide huir de ahí a toda velocidad. Mientras corre desesperadamente, trata de razonar por primera vez el porqué de su acto. ¿En realidad le teme a los otros lobos? Es la luz engañosa -su influencia perturbadora desatada desde antes de la oscuridad- lo que le quita el estado de seguridad y unión para con los demás. Ve la luna. Ahora, bajo todo el peso del hechizo lo entiende. Trastabilla y choca con los troncos de los pinos y los arbustos; está visiblemente desesperado, es presa de algo inefable.

El lobo cae al suelo exhausto. Los brazos de la luna llena lo recogen bruscamente y le arrancan los pelos y el hocico. La luz hace trizas su cola y le yergue el cuerpo de manera dolorosa. Él suelta un aullido desesperado que, al final, cuando cesa la luminosidad abrazadora, es el lastimero llanto del hombre desnudo, inmerso en su miedo y en su voracidad primigenia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04