Vera se levantó temprano
René Roquet
Vera se levantó temprano y fue al espejo. Su cabello negro estaba de la chingada, tenía varios moretones en el cuerpo y semen seco en los muslos. Giró el rostro hacia la cama. Ahí estaba un tipo tan desnudo como ella, con quien había cogido dos veces la noche anterior. Caminó hacia la ventana y con el dedo índice hizo unos trazos sobre el vaho adherido al vidrio; después tomó la manija de la ventana, misma que soltó de inmediato para anudarse una toalla, apenas un pedazo de tela negra lo suficientemente largo para cubrirla de los senos hasta la última frontera de las nalgas. Volvió a tomar la manija. Con el pulgar bajó el seguro y de un tirón recorrió la ventana por los rieles metálicos. El aire entró frío y violento: era invierno y las mañanas amanecían escarchadas, azules, astilladas. Vera sacó un pie al vacío y luego el otro. Quedó sentada en el alféizar. Desde arriba la calle se veía absurdamente pequeña, ajena a su mundo. Esperó con paciencia a que el tipo de la cama se acercara sigilosamente por la espalda y la empujara al precipicio de diez pisos. Pero no pasó nada. El hijo de puta no se había dado cuenta, seguía dormido, con la sábana cubriéndole las nalgas, esas nalgas que a ella le gustaba arañar cuando la penetraba.
En el cuarto permanecía un tufo a cerveza y hachís a pesar del viento que entraba sin aroma, sin olor a mierda o contaminación. De cualquier forma, la posible pestilencia carecía de significado porque todo, todo, le valía madres; hasta el hombre que estaba allí, tendido como cadáver. Quizá no todo la tenía harta: le fascinó ver sus pies a treinta metros del piso. Tus pies son chidos cuando nada los rodea, cuando flotan libremente, en desuso, le había dicho Erik, su exnovio que se mató jugando a la ruleta rusa. Y eso sí le importó. Mucho. Pinche Erik, siempre fuiste un imbécil de poca madre, masculló.
Dio la vuelta, pisó el suelo del cuarto y se dirigió al secreter. De uno de los cajones superiores sustrajo el diskman. Después revolvió, sin delatar su neurosis, los compactos que estaban apilados en la mesa. Iba tirando al suelo todo título que no fuera el deseado. Esa mañana sólo quería oír a Dead Can Dance, pues recordó que Erik la retuvo horas enteras delante del estereo, rindiendo culto al grupo dark y, a fuerza de tanta insistencia, quedó enganchada. Ya es mi heroína, le dijo una vez al oído, sin interrumpirlo demasiado, sin alterar su estúpido ensimismamiento que lo alejaba de ella. Gracias al grupo fue posible un vínculo. Desde entonces Erik era Dead Can Dance y Erik había vuelto esa mañana.
Encontró el que buscaba y regresó a la ventana. Apretó play. Cuando escuchaba música con audífonos se sentía dentro de una película; se desenvolvía en un entorno distorsionado, fantástico. Es un mundo sonoro, como vivir dentro de tus rolas preferidas, Vera.
Frente al vacío, se le ocurrió que hubiera sido una excelente idea haber musicalizado el velorio de su exnovio con Within the realm of a dying sun para hacer la noche densa, oscura y deprimente, en vez de haber perdido el tiempo con Mariano, de quien se hizo novia poco tiempo después, por estúpida. Hay ocasiones en las que hacemos cosas absurdas, yo no necesitaba de ningún pendejo, se dijo de repente. Para su fortuna, la relación no duró más de un mes. En una fiesta, sin pretextar nada, decidió cambiarlo por uno de sus mejores amigos, Emilio, el tipo que ahora estaba tendido en la cama. Emilio, con suma discreción, quince días antes del cambio, fue seduciéndola con cocaína, que llegó a espolvorearle en el clítoris y embadurnarse en la punta de la verga. Eso le gustó a Vera. Y su reventón. Nada más. Pero fueron razones suficientes para coger permanentemente con él, lo volvían interesante y atractivo, más que Mariano. Tampoco hablaba mucho, igual que Erik, y no hubo preguntas por contestar. Así los dos, sin pedirlo ni intuirlo siquiera, cohabitaban juntos a ratos, uno ajeno del otro.
Observó la calle. Una señora había sacado a pasear un perro, un perro pequeño. ¡De putos!, le gritó. Definitivamente el animalito no era rabioso y agresivo como Emilio; cualidades que, por cierto, apenas acababa de descubrirle la noche anterior, en el antro nuevo. A Vera la enloquecía salir después de las once, le gustaban los lugares con mucha gente, los espacios cerrados, llenos de humo, hechos exprofeso para beber y ligar. Emilio la invitaba a donde quisiera. Está buena, muy buena, y siempre quiero cogérmela, aunque tenga que gastar mucho dinero para divertirla, solía decirle a sus amigos. Y eso fincó una necesidad en la relación. En ese orden: primero reventón y después, sexo.
Curiosamente, ayer invirtieron por primera vez el comportamiento tácito de la relación. Antes de salir, cogieron, de manera relajada. El cambio resultó frustrante para ambos. Todavía no estaban llenos del vacío que dejan los bares a las tres de la mañana. Así que decidieron entregarse a otro placer: esnifar cocaína, el cuantioso resto que quedaba en el papel. Emilio se reanimó al picar las piedras sobre el espejo con la navaja de barbero. Las cuatro líneas le quedaron regordetas. Vera aspiró las suyas con fuerza y de inmediato se sintió tan bien como Emilio. Cuando por fin salieron, se pasó el camino gritando, gritando porque le daba la gana y porque sus gritos se los llevaba la corriente contraria al desplazamiento de la motocicleta. Entre pausas reía con desesperación, tenía esa mirada.
En el antro, Vera no dejó de bailar con quien fuera, menos con Emilio, quien se la pasaba en la barra tomando ron con Coca, importándole un carajo lo que sucediera a su alrededor. Ella siempre se movía pegando el cuerpo provocativamente, sin dejar de inquirir a su acompañante de rola, fuera mujer u hombre. Él la observaba nada más, la dejaba ser. Por eso no hizo nada cuando la pareja de baile en turno, un don nadie, deslizó su mano hasta agarrar una nalga de Vera. Emilio simplemente esperó a que ella reaccionara de algún modo. Y lo hizo con un grito distinto al de la motocicleta, éste venía lleno de desesperación, la cocaína había expandido los pulmones. Entonces Emilio también explotó. Una mezcla de Vera, droga, alcohol y ofensa lo convirtieron de golpe en un perro ansioso que necesitaba escapar de su rabia, en exceso espumosa.
Para Vera fue una sorpresa y una sensación nueva, agradable, conocer a alguien que peleara por ella. La brutalidad resultó ser lo más excitante. Le gustó ver cómo Emilio, sin chistar siquiera, estrellaba contra la barra la cabeza de su oponente; la manera en que buscó romperle la boca con el puño, sin importar su propio dolor; la mordida a la oreja, sin culpa alguna. Recargada en la mesa, mojándose los labios, gozó cuando Emilio fracturó de una patada el brazo del estúpido; cuando rompió el envase de la chela y le marcó por siempre la cara; al ver la sangre. Su cuerpo se estremeció en ese pequeño caos suyo, más cuando los de seguridad los sacaron a golpes, aventándoles sus chamarras y gritándoles que eran unos imbéciles. Después el viento de la motocicleta golpeó sus caras heridas, esparció el sudor por los rostros. Ella atrás de él, apretándolo, resintiendo la posible costilla fracturada.
En el departamento se hicieron trizas la ropa con la navaja de barbero que habían utilizado para picar la cocaína. Él la abrazó y la obligó a ponerse en cuatro patas; le esparció polvo con dos dedos por el recto y la penetró, gimiendo. Afloja el culo, nena, le susurró al oído. Vera se enfureció y trató de golpearlo con la cabeza, romperle el hocico para mamárselo, para imaginar que su sangre era orina. Unas nalgadas la frenaron por un momento. Emilio aprovechó la pausa, la volteó y prendió un toque de hachís. Sopló el humo dentro de la vagina, como si fuera una pipa de agua, y lo volvió a aspirar, drogándose, además, con sus secreciones. Ella gritaba, gritaba como loca y le arañó las nalgas cuando le hundió la verga, a la que poco antes le había echado cerveza y lamido como perra. Vera le golpeaba el pecho sin ocultar su odio y su asco, le decía eres un puto. Emilio la cacheteó para que sonriera. Y sonrió, excitada. En ese momento le dijo ahórcame, qué esperas, no seas puto, y lo repitió una, dos, muchas veces mientras retiraba su cuerpo para que la verga se saliera. Emilio contuvo la eyaculación y dejó de asirla por la cintura. Eres un puto, volvió a oír. Le rodeó el cuello con sus manos y empezó a oprimirlo. Vera le exigió mayor presión. Emilio tomó el aire que a ella le faltaba y, aún de la pausa oxigenante, no sintió la suficiente fuerza en los brazos. Abrió los ojos. Al verla tuvo la sensación de que estaba cogiendo con un cadáver. Retiró las manos con prisa, como si el cuello las hubiera quemado, y eyaculó sobre las piernas de Vera. Ella volvió a decirle eres un puto.
Tocaron la puerta insistentemente. Emilio despertó sintiendo las punzadas de la cruda sobre las sienes y la piel aterida. Se envolvió con una sábana y llamó varias veces a Vera. Ella no contestó. Malhumorado, consciente del peso de su cuerpo a cada paso, fue a la sala, ya llena de luz y colores.
-¿Quién es? -dijo sin atreverse a abrir, cubierto únicamente por la sábana.
-La policía -respondió una voz seca, autoritaria.
-Un momento, por favor. Voy a vestirme.
Corrió por los pantalones y no se los puso. Sacó del bolsillo el último papel de cocaína y la barra de hachís. Volvieron a tocar. Emilio lo ignoró, fue al baño e impacientemente desenvolvió la droga. El polvo blanco comenzó a caer con lentitud, como si quisiera desafiar la ley de gravedad, a diferencia de la barra de chocolate que se hundió de inmediato en el fondo del retrete. Los toquidos crecieron de intensidad. Cuando por fin jaló, oyó que tiraban la puerta. Volvió a gritarle a Vera. Los policías, guiados por su voz, fueron hacia él.
-Estuvo buena la orgía de ayer, ¿verdad? Está usted arrestado. ¡Póngase los pantalones!
-Pero, ¿Vera?
-¿Vera? Venga.
Lo metieron con empujones al cuarto. Ahí estaba la cama llena de sangre y cerveza. Huele a puro hachís, dijo uno de los policías. Otro lo tomó de los cabellos y le sacó la cabeza por la ventana. Emilio pensó que lo iban a tirar y trató de resistirse. Dos golpes en las costillas lo paralizaron el tiempo suficiente para que pudiera ver el cuerpo que yacía en la banqueta. Desde arriba distinguió el perfil desnudo de Vera en medio de un charco de sangre, al lado de la toalla negra. En ese momento entró una fuerte corriente de aire con un olor a mierda capaz de quedarse en la nariz por siempre. Emilio no pudo pronunciar ninguna palabra, se aguantó hasta que lo esposaron. Pinche exhibicionista, dijo entonces. Lo repitió para sí mismo: Pinche exhibicionista.
Enfrente del edificio lo esperaba la motocicleta. Sus cromados brillaban bajo los rayos del sol. Muchos rostros difusos se apartaron cuando él pasó escoltado por los agentes. La multitud agazapada también descubrió un sendero que fue a desembocar en el cuerpo de Vera, terriblemente blanco, tanto que Emilio tuvo que retirar la vista: su blancura le lastimaba los ojos.
Una vez en los separos trató de acostarse en el catre, pero le ardieron los arañazos de las nalgas. Se puso de pie y decidió perder el tiempo midiendo los pasos que tenía de largo y ancho la celda. Cinco por ocho. ¿Se podrán pasar treinta años aquí sin enloquecer? Por lo menos en la celda había poca luz. Trató de reconstruir la noche anterior, todo lo que había hecho. Recordó la pelea del bar, cuando fornicaron y su extraña petición de que la ahorcara. Una vez disipada la nube, sintió alivio. No, se dijo, yo no la maté. Sin embargo, se estremeció al pensar que lo podían inculpar así nada más, por joder. Siguió caminando y, por fin, obtuvo conclusiones que lo tranquilizaron: yo no toqué la ventana. Es imposible que estén mis huellas en el cristal o en el marco. Porque la ventana estuvo cerrada la noche entera y cuando me sacaron la cabeza ya estaba abierta. ¿Quién iba pasar toda la noche, en pleno invierno, con la ventana abierta? A su llegada, estaba desnudo, sólo me tapaba una sábana. Eso los desarmaba por completo. Que el cuarto oliera a hachís y cerveza no es delito. El consumo no es delito.
Sí, se repitió, voy a salir pronto, no hay evidencia alguna. Entonces pensó en Vera. No dejaba de estar molesto con ella. Pinche vieja exhibicionista, se repetía. Hasta lo rayó en la pared: Pinche vieja exhibicionista. Pero tampoco podía dejar de pensar en ella. Todavía podía oler su vagina. A fin de cuentas, ¿qué le había exigido? ¿Qué le recriminó? Nada. Toda la cocaína, todo el dinero, él se lo había dado. En realidad, se la pasó bien con ella, sabía coger. Recordó una cosa y se sintió mal. Sí le había pedido algo, sólo una cosa. Le pidió que la matara y no pudo. Se sintió como un imbécil, un perfecto pendejo. Tiró unos golpes en la pared y se dejó caer en el catre. Ya no le importó el dolor de los rasguños, ahora sentía mucho frío, le faltaba la luz de afuera, había encontrado a su lado el cuerpo inerte de Vera.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03