Con el ritmo tempestuoso de los años

"Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra."
Bertolt Brecht

"Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra."
Bertolt Brecht

Marco Minguillo

Era una habitación fría y semioscura. En el centro estaba un hombre, sentado sobre una silla de madera vieja. Frente a él, a unos cuantos metros, había una pared cubierta con vidrios oscuros, de cuyos extremos pendían dos descomunales parlantes, a través de los cuales brotaba una voz distorsionada por efectos electrónicos especiales.

La voz robotizada arremetía contra el hombre, y hacía alusión a códigos jurídicos. Había también en la sala un segundo hombre, quien estaba sentado en un costado, a corta distancia del primero, y tenía un portafolio sobre sus rodillas.

Al primer hombre se le veía sereno, con la mirada fija hacia el frente. Conforme escuchaba las punzantes palabras, que buscaban romperle, abrirle la carne y despojarle el alma, sentía que sus pensamientos, como una liviana y artesanal balsa, eran arrastrados por las corrientes de un tempestuoso y oloroso río hacia un mundo que sólo él conocía.

Así, se vio arreando una decena de carneros sobre un pastizal quemado por el frío de la puna. Iba con ellos por entre senderos rocosos y terrenos extensos cubiertos de yerba silvestre. Sólo se escuchaba el silbar del viento y la alegría del eco llevando y trayendo su propia voz y la de los alborotados pájaros.

Luego, cuando las estrellas, como tropas sigilosas, invadían el azulado cielo, retornaba a casa, ese ardiente espacio con paredes de barro y techo de paja, enclavada en una abertura de las montañas. Allí, sentía el aroma de la leña consumiéndose lentamente en un rincón; contemplaba las manos callosas de su madre tostando habas y maíz en una cacerola que parecía extraída de las entrañas fecundas de la tierra.

Cuando los gallos todavía no habían terminado de cantar y la gran estrella luminosa bostezaba en la hamaca celestial del firmamento, veía él las ojotas viejas y empolvadas de su padre, hundiendo las piedrecillas del camino. Levantaba sus candorosos ojos y contemplaba la vieja manta con motivos incaicos, cargada con papas y ollucos, que se balanceaba sobre la espalda resistente de su padre.

Él llevaba una manta más pequeña, que su madre Celestina le tejió cuando cumplió ocho años. La sentía liviana, porque estaba llena de lana de oveja.

Sentía los pasos cansados de su madre tras de él y en el ambiente se esparcían las fragancias del alba. Su madre había cosechado tunas y junto con ellos se dirigía a la feria que todos los domingos se realizaba en el pueblo grande. En ese lugar confluían los pobladores de diferentes caseríos para intercambiar o vender sus cosechas, animales y artesanía que ellos mismos elaboraban.

El vocablo apelante del segundo hombre lo trajo nuevamente a la frialdad y semioscuridad de la sala. Pero la voz robotizada lo silenció, amedrentándolo, aplastándolo con un tono brutal.

Vio el rostro demacrado de su padre, postrado sobre unas mantas derruidas por la vida. Su imagen se le escapaba de la memoria, huía, se resistía a ser contemplada, pero le quedaron los ronquidos de su pecho, su tos, esa permanente tos y finalmente los escupitajos de sangre que se clavaban sobre el suelo de tierra apisonada.

Desde lejos, vio a la pequeña escuela pública, donde llegó a estudiar la primaria. Luego su segundo gran viaje hacia el pueblo más grande, para culminar su secundaria.

Estudiaba y trabajaba, sí, eso era una obligación, una necesidad; de lo contrario no podría haber efectuado lo que le prometió a su padre en el lecho doloroso de su muerte. En ese proceso, cargó bultos en las puertas de los mercados, sacó brillo a los zapatos de los empleados en el parque del pueblo, y luego vendió frutas y golosinas en los terminales, donde llegaban los ruidosos ómnibuses procedentes de las regiones costeñas y selváticas.

La voz robotizada le arañó los oídos y se escuchó al mismo tiempo otras voces pasajeras, que atravesaron la puerta de fierro negro, pegada en un rincón de la habitación. Él y el segundo hombre se miraron desconcertados.

La embarcación continuó navegando, moviéndose con el ritmo tempestuoso de los años.

Estaba en las aulas universitarias, estudiando para ser maestro. Luego vio marchas, volanteos y banderas que flameaban con vientos sedientos de justicia.

Se vio parado, esperando impaciente, en la esquina de un miserable pueblo. Escuchaba a lo lejos el motor de un vehículo. Contemplaba una nube de polvo que se acercaba progresivamente. Controló la hora y arrojó una mirada sigilosa a su alrededor, otros ojos impacientes le respondieron en silencio. Vio también a una bandada de palomas planeando sobre los techos de estera y cartón.

Era el enorme camión que aguardaban, sabían que llegaría a esa hora. El esperado transporte de carga se detuvo súbitamente, ya que los neumáticos reventaron, como globos de fiesta, en el instante en que se le incrustaron artesanales clavos de metal doblado.

Dos hombres dijeron algo en voz alta y bajaron del camión al chofer y sus dos ayudantes. Estaban sorprendidos, asustados. Los rostros iban tomando su estado normal cuando los dos hombres les exponían sus ideas, a unos metros del gigantesco gusano con ruedas.

En minutos, una muchedumbre se agolpó en la parte trasera del camión y sonrió. Niños famélicos acompañados de sus madres, ancianos con caras demacradas, jóvenes impetuosos y hombres desempleados, iban recibiendo en sus manos suculentos pollos refrigerados, cuidadosamente envasados con el nombre de una próspera empresa extranjera.

Simultáneamente otro grupo repartía papeles escritos entre el gentío. A lo lejos, se escuchaba el ulular de una sirena, ésta fue detenida por la detonación de petardos que estremecieron el sereno cielo y seguidamente fueron acompañados por el zumbido de balas. Cerca se leían consignas recién pintadas sobre las pordioseras paredes. Flameaban cientos de banderas en el pueblo. Minutos después, él se vio en retirada, caminando a ritmo acelerado con los otros hombres, perdiéndose finalmente por entre algunas callejuelas de tierra y piedra.

La voz lanzaba llamaradas contra el hombre de la silla, quien se impacientaba. En esos instantes, la balsa era agitada por una feroz tormenta, que intentaba hundirla, destrozarla, pero ella continuaba bregando, montando las torrentosas aguas.

Se vio desnudo, en un cuarto oscuro y pestilente. Sentía golpes, agua helada, corriente, golpes. Injurias, gritos, más golpes. Su voz se apagó, sólo brotó el silencio, el silencio. Le pedían nombres, lugares, planes. Y como una hermosa enredadera que germina y crece sobre los muros de la lealtad, nació el mutismo, un largo y prolongado mutismo.

Ya no escuchaba, ya no sentía los golpes que le horadaban la carne y pretendían arrancarle el alma.

La balsa superó la revuelta de las aguas, una transitoria calma reinaba en el río.

Se volvió a escuchar la rabiosa voz, que esgrimía una sentencia de por vida.

Pasaron los días y se veía al primer hombre con el segundo, pero sin portafolios, compartiendo una habitación fría, tenebrosa y con barrotes.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01