El nadador

Roberto Bravo

Aprendí a nadar pequeño; cuenta mi madre que al llevarme por primera vez al mar, me deslicé en él y perdido entre los bañistas, salía únicamente para tomar aire. Desde entonces el olor salobre y el rumor de la bahía hacen que olvide la necesidad de llorar que siento desde que vine al mundo.

Todos los días nado una y otra vez. Compito contra deportistas de otras partes durante las fiestas y siempre gano. Soy el símbolo del Puerto. Mi afán por ofrecer algo más que cruzar canales y bahías, me hizo probar mi velocidad con la de los peces. Todas las mañanas me amarraba un hígado de res a la cintura para que las especies mayores trataran de alcanzarme; pero sólo los tiburones me perseguían hasta agotarse.

Esa vez, llevaba tras de mí una cornuda hambrienta. Nadando de pecho, como los delfines, la mantenía alejada; en el rompeolas había pescadores y fuera de la bocana, en los yates, también; pasaba entre ellos cuando un anzuelo me atrapó por la oreja. Sentí un tirón y dolor en el oído derecho. Fui remolcado por el carrete de una caña y con él me sacaron del mar y me depositaron en la cubierta del bote. Al verme, el pescador olvidó apagar el motor del winch y fui elevado otra vez. Estuve suspendido en el aire hasta desprendérseme el oído con todo y oreja y caí en la duela.

Un mes en el hospital, dos cirugías plásticas reconstructivas me pusieron en circulación a condición de olvidar el agua tres meses y no escuchar con el oído derecho: había quedado inservible.

Llegado el día de reincorporarme al mar empecé a nadar sin carnada, poco a poco, para aflojar los músculos y sacar la tensión. Al avanzar en el océano fui trazando una parábola hacia la izquierda que me volvió al sitio del que había partido. Intenté nadar otra vez en línea recta y obtuve el mismo resultado.

El médico me dijo que el desprendimiento del oído había alterado mi equilibrio por lo que inconscientemente siempre iba a tirar hacia la izquierda. "Eso hará al mar una pecera redonda donde dará vueltas nada más", concluyó.

Al salir del consultorio, compré hilo plástico del más fuerte en una tlapalería; después fui a los muelles y pedí a "Punto Fuerte", quien andaba en la cubierta del "Monrovia", que amarrara el hilo a la popa del barco. Lo demás fue esperar a que el carguero saliera de la bahía y alcanzado el mar abierto, en la parte más profunda del golfo, corté el hilo. Comencé a nadar. Continúo nadando, los tiburones me siguen, pero ya se dieron cuenta de mi limitación; se han detenido, me esperan en el punto al que regresaré inevitablemente.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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