Los espejos de la carne

Roberto López Moreno

Me asomo al espejo y no es yo lo que veo reflejándose en fondos del plano vitrio. No es mi rostro el que recupero de la superficie reproductora, no, lo que miro en esa profundidad son sus cejas pobladas de un oscuro denso, de gravedad wagneriana, sus cejas vitales enmarcando esa atisbadura tan de ella, tan distintiva, tan sello, tan marca, tan definición... Veo su rostro y no el mío, contemplo esa efigie que tanto me atrae y que me fuerza a verla a ella en vez de mi cara. No son mis gestos, son los de ella los que recupero y desde el fondo de mi composición química y biológica me vuelve a mordisquear la inquietud. Sonrío frente al espejo y es ella la que sonríe frente a mí, entonces recurro a visajes sin fin y el espejo me los devuelve pero con el rostro de ella. ¡Cuánto puede el deseo! Hay dos sentires que me invaden en estos momentos: primero, me domina una infinita felicidad al saber que la tengo y la tendré frente de mí con sólo asomarme a la revérbera del azogue; después, me aflige el no poderme desprender de su imagen, el estar atado permanentemente a ella a través de la luna reflectora. Pero al final, lo que triunfa en mi ánimo es su permanencia omnipresente que me convierte en materia ustible a cada instante. Pero hay más en el hondo del espejo... no sólo es su rostro suplantando el mío. Hay, más atrás de eso, hay la historia que me repite los maravillosos instantes que me ha hecho sentir con sus ardores, con sus fogosidades que queman de piel a piel, de latido a latido. Ahora la veo en aquel primer momento cuando nos tocamos sin querer (¿o queriendo?) alejados de cualquier inclinación previa a aspiraciones epicúreas (¿o no?). Un pequeño roce sin intenciones (¿o sí?) y la chispa, iskra de luminosidad intensa brotando desde el más insospechado rincón del cerebro. Fue un pequeño roce y los dos desatamos en nuestros seres toda esa fuerza lujuriosa que nos latía por adentro quién sabe desde cuando y que nos lanzaba irremediablemente el uno hacia el otro. Nos encontrábamos, solos, en el interior de esta biblioteca, descomunal universo cargado de tomos antiquísimos de ensombrecidas portadas y de coloridos libros modernos, de pastas relumbrantes. Biblioteca de hombre abierto al mundo, de mente desprejuiciada -mi padre es un ser de conocimientos vastos y de cultura que puede abordar sin complejos cualquier tema- biblioteca de maravillas sin reluctancias ni mojigaterías es esta en cuyo interior nos habíamos refugiado. Existe quizá, en los estantes, una buena cantidad de tomos integrados con el tema del erotismo, desde novelas sicalípticas y poemas excitantes, hasta muy científicos tratados sicológicos y sexuales, quizá, pero nos tocó en suerte que aquella vez estuviera yo hojeando El Cálculo con Geometría Analítica de Louis Leithold (Sexta edición); abierto el libro en la página 250, una página antes del apartado 3.7 Derivada de la Función Potencia con Exponentes Racionales; ella se acercó a mí con actitud aparentemente curiosa y al señalar con sus dedos tersos el número de la página se dio el primer contacto de nuestra piel. Esa fue la ábrara descarga eléctrica que sufrió este inerme mortal en tales momentos. De inmediato me percaté de que se había alterado mi respiración y sentí vergüenza de que ella pudiera notar mi nuevo estado de ánimo. No, ella no se daba cuenta de nada o quién sabe, pero el caso es que de pie, a mi lado, se acercó más al libro y entonces, advertí con todos mis sentidos en alerta, su blando vientre bajo, reposado ¿o tallándose? sobre mi hombro derecho. Los dos fingimos, como que entendíamos de las ecuaciones que presumía la página, como que realmente estuviéramos interesados en ellas, pero nuestros cerebros hablaban con otro idioma, con el de las sensualidades desatadas. No sé cuánto tiempo habremos pasado así, pero para mí que fue toda una eternidad, porque en aquel deseo desbocado seguramente habían despertado nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, tatatatatatatatarabuelos, unidos todos por la vía del fuego que desde el principio de los siglos vienen cargando los seres adentro de las entrañas. Y tuve valor en aquel momento, el valor que proporciona el deseo incontenible, el deseo que pasa por encima de cualquier tranca, de cualquier freno racional, y sin medir consecuencia alguna, dejé deslizar mi mano derecha sobre uno de sus muslos; no la podía subir mucho por la situación incómoda en la que me encontraba para adelantar el tacto, pero con lo que adivinaba más arriba bastaba para que mi pecho se inflara y desinflara como poderoso fuelle incontrolable; ella callaba y seguía viendo hacia el libro, como si estuviera leyendo las ecuaciones mientras se dejaba hacer, como si nada estuviera pasando. La pierna se hacía más gruesa hacia arriba, y yo adivinaba centímetros más arriba aún, hasta donde la mano ya no podía llegar por el torcimiento del brazo. Ahí estaba, con nosotros, el instinto libídino que había viajado los siglos de los siglos para llegar puntual hasta el centro de la biblioteca. Dejé que siguiera leyendo el sensual capítulo de las cachondas ecuaciones y giré mi cuerpo hacia su frente corporal, entonces pudo actuar mi otra mano, ya habiendo aceptados ambos, sin decir palabra, la reciente invitación lasciva. Entonces mi mano izquierda pudo entrar en acción (siempre me asumí izquierdista). Y pude tocar el grosor de las dos piernas que se me daban así nomás, a unos cuantos centímetros de donde regurgitaba la geometría analítica de Louis Leithold. La verdadera geometría, supe entonces, era ésta, la de dos troncos ardientes que se juntaban arriba, blandamente y que ahora podía acariciar por debajo de la tela del vestido. Qué calor aromado aquel en el que navegaba mi mano; qué suave y fresca es la carne en esos parajes "geográficos". Y llegué, goloso imparable, centímetros más arriba todavía, hasta donde empieza la piel de seda de las pantaletas (¿rojas?, ¿azules?, ¿verdes?, ¿amarillas?, ¿negras?, ¿blancas?), triangulito de tela humedecida que guarda el gozo y que es gozo en sí misma (y regozo) al ser alcanzada con la yema de los dedos, tela íntima, cómplice que comparte los secretos de aquellos resquicios de la lumbre. Mis dedos nunca conformes, desatados ya en sus empeños, empezaron a forzar el elástico, ¿rojo?, ¿azul?, ¿verde?, ceñido guardián sobre las ingles; querían más, más, acicateados por los primeros vellos púbicos; oprimidos los dedos, luchando contra esa opresión, se empezaban a pasear ya sobre el pubis sudoroso cuando se escucharon voces que venían de la sala; unos pasos se dirigían claramente a la biblioteca y había que volver de inmediato a la compostura. Esa fue la primera e irrebatible confesión de nuestros mutuos deseos. Después se volvió costumbre buscar la soledad de la biblioteca para consumar la fricción de nuestros talles aunque fuera por encima de las ropas. Pero aprendimos a besar, a besarnos, a besarnos ardientemente, a besarnos ardientemente no solo en la boca, a besarnos ardientemente no solo en la boca sino en toda la extensión de nuestros entendimientos sexuales. El rito se iniciaba abriendo sobre la mesa el enorme libro que nos unía, El Cálculo con Geometría Analítica de ese Leithold, y luego pasábamos al encuentro de las carnes, de manera fugaz, vertiginosa, desesperada, con el excitante sobresalto de que nos pudieran descubrir en aquellos trances. Pero tales prisas no evitaban que acariciara con delectación por adentro de su escote, y que de éste brincaran dos chichitas blancas como un par de nerviosos conejitos y que ella me diera de mamar blandamente y después cayera de rodillas, corriera el cierre de la bragueta y sacará a la atmósfera de este templo del saber mi erguida masculinidad expresada en dimensiones de longitud y grosor, analítica geometría de las turgencias. Su boca sabia sabía y se aplicaba con ansia a aquel vergaste hinchado; ¡ah!, su boca, cueva del conocimiento, cavidad erudita, de saliva doctora que supo enervar una y otra vez la fuerza del macho, fuerza que venció tantas veces, que convertía a los finales, en sólo una fláccida manguerita agradecida. Después cerrábamos el enorme libro de Leithold y nuestros rostros tomaban ambos el mismo hipócrita aire de inocencia. Quién sabe en qué momento empezaron a sospechar algo, el caso es que nos fueron separando cada vez más, hasta que por fin la familia decidió enviar a mi... enviarla con la tía Constitución a su hacienda de Guadalajara. Quizá consideraron nuestros parientes que entre hermanos no era saludable tanta cercanía. Para mí sí que lo era, pues nunca antes había querido tanto a mi hermana como en el momento aquel en el que descubrimos la magia erotizante del libro de cálculo. Calculo que algo llegaron a recelar. Ahora, ella en Guadalajara, yo acá, estamos, sin embargo, tan cerca como siempre, o más. Ahora mismo, a hora misma, vamos a realizar nuestro máximo rito de fusión, pues hemos convenido por línea telefónica hacer, por fin, el complemento de lo que nunca llegamos a consumar aquí; nunca realizamos el coito mi adorada y yo, pero hoy lo realizaremos con la ayuda del avance de la tecnología. ¿Qué no somos seres de nuestro tiempo?, ¿por qué no aprovechar entonces lo que la ciencia nos da, para darle curso a lo que nos latiguea a ambos entre las piernas? El hecho es que en minuto y medio más el reloj en Guadalajara y el reloj aquí, nos lanzarán por los caminos del más intenso placer. Hemos convenido en que a la misma hora, ella allá, yo aquí, nos masturbaremos pensando el uno en el otro; así, a la hora del clímax alcanzado, será como si nos hubiéramos acostado, como si por fin hubiéramos dado cúlmine a lo que aquí no logramos hacer nunca. Veo el reloj, ya sólo falta medio minuto. Hermana, hermanita linda, hermanita santa... pero cachonda... yo se que estás en este momento esperando que el reloj cumpla con la hora exacta para que iniciemos el rito y el uno se convierta en el otro... Ya sólo faltan quince segundos... Piensa intensamente en mí como yo pienso en ti, mi otro yo, mis mismas cejas, mis mismos gestos, mis mismos deseos... Es la hora, hermana carnal. Veo hacia abajo, hacia la boca de la bragueta abierta, nunca antes había alcanzado la vergueta tal tamaño, la tomo y la aprieto lúbricamente, como si yo fuera tú, tus ganas, ¿qué estás haciendo tú?, ¿cómo estás cumpliendo tu parte? ya sé qué estás haciendo, porque lo estás haciendo, ¿verdad?; te amo tú, te amo a ti, te amo hermana. Me asomo al espejo, me veo mientras me froto el miembro crecido como nunca. Veo hacia el fondo del espejo: mis mismas cejas, mis mismos gestos, ¡qué manera de ser tú!, de sentir tú. Me froto enardecidamente, más, más, más, pienso en las veces que he mordido tus chichitas blancas, en las veces que has deslizado tus deditos nerviosos en la base de mis testículos urgidos. Hermana carne, hermanita, hermanita linda, más, más, veo de nuevo el espejo, te veo, siento tus estremecimientos como cuando bajaban mis dedos a tu geometría anal, a tus ranuras analíticas. Te beso desesperadamente mientras bajo mis dedos hacia tus ranuras, avanzan mis yemas entre tus vellosidades, abriendo tu exuberante selva negra. Alcanzo las márgenes húmedas de tu carne, tu elástica piel secreta; penetro, penetro en la distancia, por fin penetro en esta enloquecida cercanía. Te siento estremecer en el centro de nuestro acto concoide, gobernada por la geometría hecha verdad y fuego en nuestros cuerpos. Abierta hermana, caliente emputecida, santita hermanita mía. ¡Vente ya!, ¡vente hermana amante!, ¡vente ahora hermana carne! ¡Ahora! Estremecimiento. El espejo. El libro abierto. Mi mano está mojada, invadida de líquidos internos. Mi mano está empapada de ti. El reloj. Tu fuiste yo en este instante (en todos) y tu vagina se acaba de hacer agua entre mis dedos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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