San Martín
Noel Unk
En San Martín no había santo. No había misas, ni fiestas, ni días de guardar. El pueblo era el hijo único y flaco del olvido. Los ojos sumidos, los pómulos filosos como un pedazo de ira. Las calles envejecían sin nombre. De no ser porque se veían las caras a diario, ni los niños ni los viejos se reconocerían. Evitaban mirarse a los ojos; ahí podía habitar un algo de pasado, un algo de culpa. Las sombras crecían y los meses pasaban con un ánimo de luto sin lágrimas, con un palpar ciego, con un manco aferrarse a la vida.
De la iglesia nada quedaba tras el incendio. La sacristía y el altar deshechos, cubiertos por la maleza, parecían un demonio de mármol y hierro. La cabeza blanca de una virgen rodaba de vez en vez empujada por la tierra y sus brazos verdes y firmes. De las cuencas y la boca salían las hojas y los insectos. En las noches se oían crujir las paredes caídas, los ídolos rotos, las Sagradas Escrituras con sus páginas rancias e ilegibles. Algunos decían que también se podía oír el último lamento confundido del cura y olerse su carne negra y salada. El moho recordaba que el mundo latía vida y que ahí, en la iglesia derruida, se acababa.
"Al cabo que nunca fue nuestra iglesia, era suya, y si se murió que la iglesia se muera con él, que se la lleve piedra por piedra".
Era julio. El sudor empapaba la vista y los llevaba a todos de la mano al sueño. Un silencio pesado viajaba en la brisa podrida y vieja. La humedad ensanchaba las paredes de madera y las casas parecían querer engullir a sus habitantes. Los viejos morían sofocados por el calor. Entre los niños se expandían epidemias de diarrea y vómito. Nunca nadie se acordaba de San Martín, el pueblo paria, ni de sus muertos, ni de sus vivos que caminaban vaciándose en el suelo y hablaban.
"Ya ves, no mandaron a un cura nuevo, capaz que lo matamos como al otro. Maldito cura, traía el alma podrida y nos pudrió a nosotros también. Traía el alma llena de hoyos y larvas. Tan santo que se decía y tanto pesar que trajo. Dios se olvidó de nosotros cuando lo matamos. A lo mejor por eso el calor húmedo, porque Dios se olvidó de apagarlo, se olvidó que los niños se mueren de tanto llorar en la noche y las muchachas sangran meses enteros".
Era julio y los frutos se consumían en vida, caían muertos de los árboles y nadaban en su propia corrupción. Las mujeres salían en las mañanas a lavar ropa en el arroyo. Sin decirlo, se preguntaban quién se había acostado con el marido de quién, quién había robado la última gallina del corral de Meche, quién andaba causando sueños de fiebre en las alcobas matrimoniales. Tallaban y reían al unísono. Reían con el corazón hueco y la piel de la cara marchita y triste. Reían con el estómago vacío y la boca seca, pastosa de suplicio.
Envuelto en una cobija, desde su ventana, Don Isauro las veía y pensaba.
Nadie vive en gracia desde el incendio, desde que linchamos al cura ese. Ya hasta Dios se olvidó de nosotros, ya hasta nosotros nos olvidamos de Dios, por eso no nos queremos.
Pocos se acordaban de él, del viejo que caminaba solo con sus cajas de pájaros en las ferias y sonreía repartiendo destinos. Saca la tarjetita roja que es la del amor, saca la azul que es la del dinero. Ahora veía al pueblo agonizar desde su ventana: cómo los ojos intentaban cerrarse al fin en un eterno parpadeo, cómo los muchachos se iban y nunca regresaban, cómo las madres primerizas morían de parto y se desangraban solas sobre la tierra, gritando a la nada su último desahogo.
Los pájaros habían muerto e Isauro guardaba sus esqueletos pequeños y finos en la misma caja de madera. Se negaba a que se fueran, a que dejaran de mover sus picos puntiagudos y a piar de esa forma tan terca y dulce. En las noches podía jurar oír su canto. Dígale al pajarito que saque la morada, que es la de la salud, señito.
Caía la obscuridad. Isauro la desafiaba con el segundo cigarro del último paquete. El humo lo hacía lagrimear. Aquella noche, la última noche de Dios, el humo le había atravesado la mirada y se había acumulado, negro y odioso, en su vientre. Esa noche lo devoró un odio insalvable y por un solo momento fue hermano de todos los demás.
"Échele más leña, Isauro, pa que amarre bien el fuego. Pa que se muera el cura con su maldita estatua negra, pa que no vuelva más, nunca más".
Isauro se alejó de la ventana y se sentó lentamente en la silla de mimbre. Volvió a aspirar el hedor único del pelo quemado del cura y de la estatua.
Recordó.
El cura Francisco había llegado de tierras extrañas hace poco más de un año, cargado de esperanza, cálices y una estatua enorme de San Martín de Porres. El cura era moreno como el santo, parecía tener una mirada así de pía, así de Dios.
Apenas llegado, las mujeres ya se lamentaban de sus votos de castidad y los hombres lo saludaban admirados. Había en él un aire de mar y tormenta, un agua de vida. Francisco se instaló en la vieja choza que ocupaba antes el viejo cura que únicamente celebraba misas en latín.
Convocó a una reunión y convenció a todos de construir una nueva iglesia. Se vendió la mitad del ganado para comprar los materiales. Una parte de las cosechas se donó también a la santa causa y los sábados, de sol a sol, fueron consagrados a la construcción. Con los ahorros de todos se mandaron traer imágenes de mármol, entre ellas una Virgen que algunos aseguraron ver llorar al ser recibida con gritos y aplausos. Francisco dijo haber hablado en sueños con San Martín, dijo ser mensajero.
"San Martín, el santo del Perú, vino desde lejos para bautizar al pueblo. Ayer mismo, en la noche, me lo dijo, que bautizara al pueblo con su nombre y quitara de sus bocas, hijos míos, ese nombre sucio y profano que tiene ahora su tierra. Esta es tierra del Padre, no tierra de dioses falsos del trueno y el mar".
Un día nublado y caliente, cuando apenas se habían celebrado tres misas en la nueva Casa de Dios, el cura enfermó. Sus noches se convirtieron en tercas batallas contra la temperatura y el delirio. Afuera, una pestilencia oxidada parecía salir de las viejas raíces de las ceibas, enlazadas en formas salvajes y morbosas. Decía ver demonios verdes montados en caballos rojos y salvajes correr por el terreno lodoso frente a su ventana, entre las intrincadas ramas de las jacarandas. Su piel se arrugó y sus ojos se sumieron en dos interminables abismos negros.
Comenzó a presentar llagas en las manos y en los pies. Algunos pensaron que eran los estigmas del Señor, pero se negó la posibilidad al llagarse también los brazos, el pecho y, sobretodo, la espalda. Francisco murmuraba oraciones inconclusas y se daba recios golpes de pecho, haciendo sangrar las llagas aún más.
Las heridas miraban como decenas de ojos sangrantes. Supuraban una pus amarilla y espesa que apestaba a carbón quemado. Ningún doctor quiso venir a esa tierra sin dueño: tierra perdida tras una fila interminable de montañas que se extendían entre espectros, marchando un son fúnebre, lejos de los dedos cálidos del sol.
Francisco adquirió una mórbida complexión: adelgazó de manera tal que parecía que una fuerza oculta lo comía por dentro, que algo iba devorando vísceras y bebiendo sangre. En más de una ocasión, las dos muchachas que pasaban las noches en vela cuidándolo corrieron despavoridas al ver como la carne de las llagas se hundía de repente, como si un animal subterráneo muriera de hambre y saliera a robar carne al mundo.
No había quien pudiera darle la unción. Francisco parecía aguardar algo o a alguien antes de morir. A pesar de su estado, nadie esperaba su muerte. Había algo en la enfermedad que hacía suponer que se trataba de un largo martirio, que el sangrado duraría años y el cuerpo deambularía entre la vida y la muerte por más de una estación.
El viejo Isauro recordó como los hombres se turnaron después para vigilar al padre y sus pesadillas. Era ya demasiado para las mujeres; las sábanas terminaban amarillas y viscosas, rojas y líquidas. Francisco gritaba injurias y golpeaba a la nada, jurando ver cada vez más de cerca a esos demonios verdes y sus caballos briosos. Gemía el nombre de San Martín de Porres y exigía que le acercaran la estatua negra. Sólo eso lo calmaba.
Isauro fumaba observando a las mujeres retirarse y reír así de huecas, así de impías. El sol se ponía y tras el atiborrado olor a tabaco podía escuchar de nuevo el grito punzante de las mujeres y la desesperación que viajó como una piedra roja por la noche: José, bebé recién nacido de Cándido y Rosa, presentaba llagas por todo el cuerpo y sudaba. Respiraba agitado, turbio. Las llagas eran idénticas a las del padre Francisco. Olían a carbón quemado.
La piedra roja cruzó veloz el pueblo y los gritos se extendieron como un resignado cantar a la muerte. Por acá un viejo lloraba solo, por allá el vientre de una embarazada supuraba pus, cerca del acantilado una familia de cinco yacía moribunda, con los ojos vacíos como un par de frutas secas. A la mañana siguiente más de la mitad de los habitantes luchaba ya por respirar. Los esposos se repartieron adioses, los novios se juraron amor eterno y las madres evitaban besar a los niños para no contagiarles y extender la sagaz epidemia.
A los dos días todos los cuerpos apestaban; el calor coloreaba las heridas de un verde putrefacto. Una parvada de zopilotes rondaba tanto a vivos como a muertos. Los niños los miraban y apuntaban con el dedo asustados: "así es la muerte, les decían los mayores, un animal grande de alas negras que ni se espera a que uno ponga sus asuntos en orden y se despida, luego luego se lo jala a uno". El cura Francisco continuaba encerrado en su habitación, delirante. Había pedido que ya nadie lo acompañara en su doloroso desvarío. Se colocaron dos baldes de agua y la estatua del santo negro junto a su cama. Después, a petición suya, se atrancó la puerta para siempre.
Isauro era uno de los sobrevivientes a la enfermedad. Apagó el cigarro y miró sus manos enjutas: había tres heridas, tres líneas blancas por donde la muerte se le había metido y luego salido del cuerpo. Dirigió después la mirada a la caja de los pájaros, roída por los ratones. Ahí dentro se encontraban aún los esqueletos, las aves que solían cantarle suerte al pueblo. Ya ve, mijo, el pajarito dice que la señorita se va a casar con usted y le va dar muchos hijos, no se me ponga roja que es la mera verda señorita.
Lloró en silencio, de ansia y enojo. Pudo sentir la carne fresca sobre sus manos, la condena y el hambre de todos refrescarle de nuevo la piel. Quién iba a pensar que tal sería la solución final. Se intentó todo para detener la epidemia: incansables rezos, plegarias, peregrinaciones, cientos de veladoras y rosarios. La cera, obstinada y amarilla, cubría ya el suelo de la iglesia recién inaugurada, recién cubierta de flores, de bendiciones, de lágrimas alegres.
Era cierto: Dios se había olvidado de San Martín, se lo había regalado a la muerte en cruel sacrificio, como se encamina a un buey manso en el matadero.
Se intento todo, todo. Todo hasta que un día la viuda Efigia, diestra en leer las cartas, pidió que se matara al resto del ganado y se extendieran trozos de carne sobre los cuerpos en agonía.
Se hizo lo que pidió. La carne fresca de res comenzó a moverse lentamente sobre las pieles, ondulándose en espasmos. Los enfermos soltaban gritos de alegría al saberse liberados de aquella terrible opresión. Gemían gustosos, como al final de un éxtasis. Sobre las llagas se abultaron pequeñas larvas blancas que devoraban prestas los cortes de res. Miles de ellas, millones que salían en tumulto de las espaldas y los brazos y las piernas deshechas. Sí: lo que tantas vidas había arrancado era un puñado de animales de estirpe maldita, larvas pequeñas, pálidas, anónimas. Las había traído el cura ese, las había traído pegadas en las entrañas, como un designio.
Isauro recordó la forma en que esos ínfimos demonios, habían salido de su cuerpo. Efigia le colocó un delgadísimo filete sobre las manos. El filete comenzó a moverse. Isauro sintió cuando la fuerza opresora escapaba de sus músculos, como sonreía liberada su alma. Las larvas salieron impulsadas por un chorro de agua y sangre; las manos se deshincharon.
Recordó también los reclamos y la rabia que los cubrió a todos como un velo. No se pronunció oración alguna, los que dirigían la palabra a Dios lo hacían severos, culpando. No había a quién enterrar: los cuerpos tuvieron que ser incinerados junto con la iglesia, el cura y cientos de gusanos.
"Siempre la flor más bella es la venenosa, hija, eso lo tienes que aprender. El padre Francisco, con su cara de niño, nos engañó a todos, nos prometió la gloria, el cielo en tierra, la salvación en vida. Y mira ahora, gastamos nuestros ahorros en su templo sucio, matamos nuestro ganado por él, para curarnos de la peste que trajo. Lo dice claro la Biblia, hija, que iban a venir unos jinetes en sus caballos, con la muerte entre los dedos. Eso es lo que trajo el cura: la muerte. Y prometió traer a Dios y a la salvación. ¿Te acuerdas? Se atrevió a decir que la salvación era como una muchacha blanca y virgen, linda, así como tú, que nos sonreía a todos, que a todos nos tendía la mano. Hasta una Virgen blanca nos hizo comprar, hasta un relicario enorme. Y mira ahora. El muy digno está ahí encerrado con su estatua negra como él, de seguro chamuscada de pecado. Como él. Negro".
Isauro detestaba la noche y su brisa secreta; todo era más real de noche, la verdad asomaba sus ojos brillantes, húmedos, en cualquier rincón, tras cualquier planta, la verdad miraba con sus facciones rígidas de muerte, con sus facciones negras como San Martín, como la estatua negra, dadora de perdición, de sepultura sin resucitados, de falsas esperanzas, feroz como un puñado de sal en los ojos.
En la noche, ya muy de madrugada, las mujeres habían urgido a los hombres para matar al cura. Las mujeres exigieron venganza y colmaron de cólera el corazón de sus esposos, como un cáliz desbordado en vinagre. No hay ser más peligroso que una madre herida, pensó Isauro, las mujeres del pueblo estaban heridas y les contagiaron el odio a sus machos, de seguro en la cama, amándose descarnados para apagar la tristeza.
Isauro tomó la caja de los pájaros y la levantó. Los esqueletos sollozaron delicados y afligidos en el interior. A veces, exiliándose del insomnio, Isauro salía a caminar con la caja por el pueblo. La caja significaba todo aquello que había sido importante para él, que lo había investido de profeta y regalado una vida.
La luna en Cuarto Creciente se asomaba por una rendija en el horizonte, entre un sembradío de nubes grises y rígidas como un páramo de rocas. Había algo extraño en el aire esa noche. El polvo del crimen. El polvo de la culpa. Un tufo amargo que le impedía cerrar los ojos y dormir. Profecías como agujas heladas y verdes. Pasos con eco de voces pasadas y dolidas. Isauró se dirigió a la Iglesia sin pensarlo. Lo que nos falta es algo en qué creer, o alguien de quien agarrarnos, meditó, estamos hambrientos de fe, por eso no nos queremos y el Señor se olvidó de nosotros, porque no creemos en nada, ni en los ojos ni en las manos del hermano.
Odiaba la noche y el aire sólido que aún guardaba la iglesia. Después del crimen nadie quiso averiguar nada: ni los demás curas, ni los pueblos aledaños, nadie, ni siquiera Dios. Era como si el mundo hubiera cerrado los ojos para dormir y de la cera y las lagañas se erigiera el pueblo recién bautizado como San Martín, una raíz que roe y desgrana las paredes de casas familiares y templos arcaicos, que crece severa, que hace temblar el suelo bajo los pies de las madres y los pies descalzos de los recién nacidos. Raíz de odio, San Martín, la estatua negra.
Nada crece sin Dios, nada se alimenta, pensó Isauro. Observó las ruinas de la iglesia. Allá estaba el cuarto del cura, lleno de rencor y larvas. Los esqueletos de pájaro en la caja. No quedó nada, ni los metales, se robaron el cáliz, la cruz de plata, el sagrario de oro. Un piar se escuchó leve, como una gota deslizándose en las enredaderas. El olor les llegó a todos pa que no se les fuera a olvidar, el olor a perro quemado. La caja de madera se estremeció levemente y un sonido limpio de aleteo se escucho primero leve y después en repeticiones, hasta pintar el cielo con un sonoro juego de espejos. Se aseguraron que no quedara nada del cadáver, que fuera pura ceniza y se confundiera con el polvo negro. Isauro se detuvo, sintió su mano temblar y soltó la caja. El hombre es hombre, Dios es Dios. La caja rompió en el suelo, las astillas se enterraron en la ceniza, semillas delgadas y puntiagudas, Dios es Dios, los pájaros volaron súbitos y bajo, el hombre es el hombre, las plumas eran verdes, añil y amarillo, las aves eran el amor, el dinero, la esperanza moviendo alas, abriendo picos, volando hacia el antes cuarto del cura, el cura no era Dios, era el hombre, posándose en el cuerpo ajado de San Martín, las manos morenas, la faz esbozando una sonrisa de piedad, un gesto divino, San Martín es hijo de Dios y da vida, salve San Martín, los tres pájaros picotearon la madera agusanada, aparecieron los ojos, el cabello rizado y las diminutas cuentas del rosario, también un perro y un gato a los pies, el santo del Perú, el santo de piel calada, se erigió la estatua en medio del pelambre húmedo del estío, San Martín hace milagros, el cura no es San Martín, apareció una escoba, Isauro se hincó sobre las rocas, sus rodillas se abrieron y sangraron, las aves bebieron la sangre y se posaron en los hombros del antiguo pajarero, del repartidor de destinos, dígale a la pajarita que saque esa tarjeta de en medio, que es la de la eterna felicidad, Isauro, como todo el pueblo, se había olvidado de cómo rezar, ¿A quién rezarle, a quién?,, Dios no nos oye ya, el viejo cerró los ojos, se mordió la lengua en asombro y se persigno al ver, con la mirada nublada por las lágrimas, cómo el San Martín le sonreía y lloraba también densas gotas azules, amarillas y añil, gotas pluma de pájaro, Salve San Martín la estatua negra, el piar cesó, San Martín abrió la boca, devoró a los pájaros, sonrió y bendijo a Isauro, la mano morena en alto, las raíces y las ramas del mundo trepándose por las piernas y tatuando los pies con los colores de la tierra, moreno como el lodo, moreno como la tierra y las cenizas del fin, del origen, San Martín es la fe de San Martín, tengo que llevar la estatua al pueblo, que la adoren, que adoren al verdadero nombre de su tierra, tierra cristiana, un aura diáfana cubrió a San Martín, los insectos se congregaron en la nariz y las orejas, hijos del santo, hijos del lodo, el cura Francisco era el enemigo del santo por eso lo hizo matar para que viviéramos en pecado eterno para que el Padre no nos tocara nunca, San Martín dedo moreno de Dios, San Martín se consumió ante Isauro estupefacto, la santidad se deshizo de nuevo en el lodo, las ceibas dibujaron sonrisas con sus troncos deshebrados, lombrices hambrientas, sólo quedó el corazón ardiendo, sangrante, el corazón se perdió en las raíces y de él brotaron los pájaros, los tres pájaros, son el Espíritu Santo, son la encarnación verdadera de Dios, los pájaros subieron a las ramas de las ceibas, se convirtieron en frutos redondos, jugosos. Isauro extendió la mano y comió. Sintió un estremecimiento en las entrañas, un hambre terrible que se sació cuando los jugos cubrieron su estómago, ardieron y lo hicieron temblar de frío.
Regresó a casa. El amanecer le hablaba en un lenguaje de luces y sombras. No controlaba su actuar ni las palabras en latín que ahora salían de su boca. Cortó un tronco ancho, tomó sus herramientas de tallar madera y se encerró. Durante tres días y noches labró un nuevo santo, un San Martín de la selva, del pueblo de San Martín. El perfil era tosco, las manos rudas. Piernas anchas, sotana de vetas cafés. Rosario colgando del cuello y escoba firme en las manos, así va a limpiar los pecados, se va a llevar el mal. No comió, los frutos pájaro le habían hinchado el vientre de manera tal que tuvo que desnudar su torso y guardar ayuno. Ni sed, ni agua. Terminó.
Durmió profundo por tres días, sin soñar. Después se levantó con un apetito colosal y devoró dos gallinas enteras. La estatua sin pintar resplandecía recubierta por un sol severo. Un aroma de flores emanaba de su sudor sacro. Isauro la besó en la frente, la envolvió en una manta de mimbre y salió.
La gente caminaba con pasos obstinados, arrastrando las suelas, respiraba la pereza impregnada en las paredes carcomidas y decoloradas. Eran las ocho de la mañana. Nadie caminaba erguido. Las manos caídas querían evidenciar un cansancio de años y sudaban copiosamente. Isauro andaba entre ellos sin revelar lo que cargaba con un cariño de padre, eso que se balanceaba dentro de sus brazos como un objeto precioso de cristal. Ni un alma lo saludó.
La pequeña plaza del pueblo estaba igualmente oxidada, lúgubre. El viejo Isauro caminaba seguido por un gato y un perro café. Las pupilas dilatadas en fe hacían que apretara las manos sobre la estatua de madera, toscamente labrada. En el centro de la plaza colocó al santo sobre el piso, rodeándolo después de veladoras rojas que olían a canela. Al caer la noche, un grupo de niños formó un círculo alrededor del viejo y su estatua, parecida a ese objeto maldito que, según habían narrado sus padres, trajo catástrofe y peste al pueblo. Interrumpieron los juegos y miraron con extrañeza a ese par de predicadores, uno inerte, el otro mirándolos de regreso y pregonando palabras en un lenguaje que los infantes no lograban descifrar. Así me rodeaban en las ferias, así repartía destinos, ahora tengo el destino del pueblo en las manos, lo labré solo, comulgarán todos de él.
Se escucharon gritos sordos de las madres buscando a sus hijos. Todas se congregaron en la plaza, donde los niños estaban ya sentados en una media luna. Isauro hablaba claro. Les decía que una nueva iglesia se debía erigir con ellos, con los nuevos soldados de Dios, que ahí, piedra por piedra, se levantaría un nuevo templo a San Martín y que se haría honor al nombre del pueblo, que las autoridades mandarían a otro cura cuya santidad se pudiera celebrar y las misas se colmarían de fieles de toda la región, que el pueblo sería bendito por los Cielos, "habrá milagros, saldrá pan de las piedras y vino de los manantiales, el que no crea, tendrá que bañarse en sangre, los ciegos verán, los pecadores se descubrirán llorando por una confesión, de todas partes vendrán de rodillas a rezar aquí, a dejar sus escapularios y sus reliquias a los pies de nuestro San Martín, que desde el Perú vino a resucitar nuestro espíritu, los muertos se levantarán de entre las cenizas y las madres volverán a amamantar a sus hijos, los padres ocuparán de nuevo el lecho de matrimonio, los viejos esperarán en calma una muerte menos trágica, se olvidará la peste y el Francisco ese que murió a mano nuestra. Lo único que necesitan es fe, y son ustedes semillas frescas, semillas esperando a ser regadas con el agua de la salvación, con el agua de la fe. Saldrán los muertos de la tierra como plantas, sólo tengan fe y se estremecerá el mundo".
Al escuchar esto, las madres levantaron a sus hijos a empujones del suelo. Poco caso hacía Isauro. Seguía predicando, movía las manos violentamente. Las madres y sus hijos se retiraron sin decir palabra. Oscurecía. Las veladoras fulguraban como pequeños astros clavados en el barro. Se oían ruidos silvestres, murmullos de aves, crujir de hojas y troncos.
Rato después Isauro divisó una caravana de antorchas que venía cruzando el poblado desde el norte. Avanzaba con un ritmo acelerado. Las llamas latían acompasadas e infalibles. El golpetear de los pies acallaba los ruidos de la noche. Voces dispersas se repetían en un eco de tono profético. Isauro sintió temor. Un líquido amargo le trepó la garganta como una falta, como un bocado de remordimiento. Se persignó, es el temor de Dios, ese temor que sólo sentimos los profetas.
Las voces se oían más cerca, más violentas. Se multiplicaban fatales como gotas en un río de sangre, "ven, hijo, mira como arde el anciano este, mira como Satanás no dejó que tuviera una muerte serena, a todos nos llega el diablo y la tentación".
El río avanzaba e Isauro elevaba su canto, gritaba ahora, "salve San Martín, salve sus almas adulteras". El canto se entrometió por las grietas de las ceibas, escapó por las hojas, brilló con un verde bilis junto a la luna. Saque la tarjetita blanca, joven, que es la de la fortuna, la de la salud para que viva usted muchos años.
Estaban ahí: las sombras que corrían dispersas, maníacas, las bocas cubiertas por espuma de odio, los arroyos de espuma que secaban flores a su paso. Lo rodearon. Los rostros sorprendidos de niño, las pétreas faces de adulto.
"Eres el diablo, no te bastaron las lágrimas, no te bastó el sufrimiento, maldito", le recriminaban.
Los gritos de Isauro eran más recios, el cielo se cubría de bilis, la luna casi no se podía ver. Cielo espejo de la selva: verde y tupido.
"No cometan el mismo error que con el cura", gritaba el viejo, la cara iluminada peligrosamente por las antorchas, "traigo la salvación de todos, la prosperidad".
La llama llegó primero a los párpados, los unió a los ojos en una hostia de carne hirviente. Isauro siguió rezando: un puño le cruzó la cara, después decenas de ellos en cruel flagelación, el músculo arrugado se estremecía, la garganta contenía el llanto, la sangre hervía y salía a borbotones en rezos y súplicas, los oídos reventaron, el sonido de los cohetes, cohetes de feria, pájaros blancos que sacan tarjetas, muchachos delgados que pagan por mostrarle a la dama que serán buenos esposos, sacó la del amor, la de la fidelidad por siempre, este joven nunca le faltará en nada, ni al respeto, señorita, San Martín es rozado por el fuego, rociado de alcohol, alcohol del bueno, del que ataruga, el santo arde en llamas rojas, naranjas, azules como las del infierno, San Martín es Dios, pecadores, no lo maten que volverá, los profetas siempre vuelven y su pueblo trae el nombre de San Martín clavado en la frente, como estigmas purulentos en las manos y los pies.
Las mujeres traían sus propias veladoras: blancas. Observaban la muerte desde lejos, veladoras luciérnagas, los ojos como ojos de animal, brillantes y húmedos, certeros, Acógeme en tu reino, Señor, que no saben lo que hacen, los niños de mano de las madres viendo como Isauro escupe blanco y rojo, se agita en espasmos convalecientes, pronuncia el último amén.
San Martín despojos de un cadáver, Isauro ardiendo todavía con un soplo de vida por las venas, tengan fe, perdónalos, recíbeme en tu reino, Padre, el soplo que se escapa y sale en un quejido de estruendo y hela el corazón de algunos cuantos. Los hombres se aseguran que Isauro esté muerto, machetean el cuerpo irreconocible y le prenden fuego de nuevo.
Todos se retiran en silencio. No hablarán de esto: del viejo que comparte ahora tumba con el sacerdote, lápida olvidada de ceniza volando por los cielos, perdiéndose entre carnes de animal, ceniza y lodo.
San Martín, hijo del olvido, erige sus cimientos en el padre.
A las seis de la tarde del día siguiente una parvada de pájaros curiosos mira el escenario del linchamiento. La parvada se aleja. Algunas aves se adentran en los ramales naranjas de sol, otros buscan guarida más allá del horizonte. Pero tres pájaros de colores, bajando en espiral desde las nubes, picotean y engullen las cenizas.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02