El santo señor de los milagros

A José Saramago, portugués universal.

"¿Dó están agora aquellos ojos claros,
que llevaban tras sí como colgada
mi alma doquier que ellos se volvían....
...¿Adónde están? ¿Adónde el blanco pecho?
¿Dó la coluna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se cierra,
Por desventura mía,
en la fría, desierta y dura tierra".
Garcilaso de la Vega

Alejandro Ordoñez

¿Quién, santo yo? Por los clavos de Jesucristo, mujer, mirad si no estáis loca de remate. Santo, santo, santo señor de los oficios y de los milagros, cómo podéis creer tal tontería. Y una cosa sí os digo: si vais a resultar tan mala para adivinar el pasado, como lo has sido para predecir el futuro, por mí podríais iros despidiendo. Aunque aguardad, no me hagáis caso, es noche cerrada ya y afuera debe estar nevando, con lo frágiles y delicadas que sois vosotras las mujeres, no quisiera que enfermarais.

Pero por piedad, deja de verme así, mujer, y suelta ya esa trenza que oculta tus orejas que me recuerdas a... aunque no, ni punto de comparación, por más que tu ovalado rostro sea agraciado, tus ojos almendrados y tus labios carnosos sean sensuales, no. Ah, y tápate los senos, ¿no ves que me incomodas? Puede ser que más tarde te pida que me beses, acaso que me acaricies o que me dejes perder en la blancura de tu pecho, pero por de pronto cubre con una manta ese vestido azul que por ligero no parece apropiado para esta hora, ni este tiempo.

No mujer, si he cambiado el fuego de las hogueras por el humo de los altares no ha sido por amor o por temor a Dios, sino para adorar su imagen. Y aunque la locura sea la hermana desprestigiada de la santidad no quiero volver a escucharlo, pues más cierto estaría yo de ser preso del santo oficio, por mis pecados y pasiones, que miembro de la corte celestial; aunque eso sí te lo digo de una vez: podrían arrancarme los ojos, que la vería, ciego; podrían cortarme la lengua, que le hablaría, mudo; podrían quemarme en la hoguera, que la amaría, yerto; que si he traicionado la confianza de mi señor, que si he cortado de un tajo la inocencia y la pureza de mi señora, que si en la noche incendiado por la pasión y la locura he repetido su nombre, si he soñado con sus labios sensuales y su cuerpo, si he manchado el honor de mis padres y me he cubierto de oprobio ha sido por amor, que quede claro. Ese amor que sentí cuando por vez primera descubrí en sus ojos... ¿Pero qué tiene qué ver mujer?, hubiera podido ser verde o amarillo, aunque no, tal vez tengas razón debió ser azul, porque el cielo parecía envolver todo su cuerpo. No, no sé, y no me preguntes si era organdí o seda de las Indias, que sé poco de géneros, ¿acaso terciopelo? Quizás tengas razón, debió ser azul, como este tu vestido y sí, se asomaban sus senos indiscretos por entre el escote. ¿Joyas?, qué más joyas querrías que sus ojos almendrados. No, no te diré quién era, aunque su nombre se me caiga a sílabas, o sus letras escurran por mi boca y hagan, a fuerzas de tanto repetirlas, que exploten mis sentidos. Aunque su nombre haya sido grabado con fuego aquí en mi frente, como hacen con los esclavos y el ganado, no lo diré; además, qué me quedaba sino amarla en silencio, si habría de ser del rey, como correspondía a su nobleza y a su augusta majestad. De un emperador cuya grandeza no habíase visto nunca, pues fueron de él los mundos todos, su gracia entera y el amor que le entregó. Una felicidad propia sólo de un cuento, aunque terrenalmente se hiciera cargo de la administración del reino, mientras el emperador multiplicaba sus viajes de conquista.

Nombrado su secretario, a ruego de mi señora y por disposición del rey, pude estar cerca y conocer de manera más íntima sus emociones. Mil veces sufrí al escribir sus pensamientos, antes de escuchar, invariablemente, con su voz dulce y su acento lusitano su tierna despedida: "beijo as maos de vosa majestade. La Reyna". Cuánto empeño, cuánto tesón, cuánta paciencia hizo falta para vencer sus miedos, sus temores, la reserva y la prudencia propias de una soberana; cuánto hube de sufrir antes de que sintiera como algo natural mi proximidad y se acostumbrara a mi presencia. Llegó a ser tan grande mi influencia sobre ella, que hasta en los detalles más insignificantes seguía mis consejos. Así, una noche sugerí, para la recepción que habría de dar a los embajadores ingleses: el vestido azul, su majestad, ese que os ciñe el talle y realza vuestra belleza. Todo pareció ir bien; sin embargo, cuando la fiesta terminaba, algo debió notar en mi mirada o algún rumor malévolo debió llegar hasta su oído, que la llenó de miedo y sobresalto, pues a partir de ese momento empezó a rehuirme y a recibirme sólo ante la presencia de sus damas más allegadas. Jamás volvió a solicitar mi opinión o mi consejo y cuando algún día sugerí atrevidamente usara nuevamente su vestido azul, me ignoró y pareció no escucharme.

Extraviado el afecto, perdida la confianza y la proximidad con mi ama y señora, me fue venciendo la tristeza y a poco fui presa de una peligrosa terciana. De nada sirvieron compresas e infusiones, purgas o sangrías. El diagnóstico de los médicos hacía pensar que pocas esperanzas quedaban ya de vida. Una noche, cuando mi cuerpo entero temblaba con la fiebre, la mirada de respeto de los médicos y un inmediato ponerse de pie me hizo pensar que alguna persona importante había entrado al aposento. Después, sus apresurados pasos al abandonar el cuarto y el leve eco de puertas que se cerraban tras de ellos, me hizo creer que me encontraba a solas, luego la fresca humedad de una compresa que bajaba por mi frente hasta las mejillas me hizo abrir los ojos para encontrarme con sus labios que ansiosos buscaban ya mi boca. Rodó el vestido azul por el suelo, rodaron también sus zapatillas y el resto de sus ropas, dejando al descubierto toda su belleza. Pronto el cuarto se fue llenando de gemidos, de murmullos, de suspiros...de un amor largamente contenido que no admitía tregua ni descanso.

Al día siguiente, de no ser por su pañuelo perfumado, perdido entre los pliegues de las sábanas, cualquiera creería que aquel encuentro había sido producto del delirio. Tardes después el regreso largamente esperado del rey, luego la preñez de la reina recibida con júbilo desbordado por su marido y los notables del reino. A poco, la lúgubre tristeza que va corriendo de villa en villa, de pueblo en pueblo, anunciando el desgraciado acontecimiento de un primogénito nacido muerto. Más tarde las campanas en duelo repicarían por ella, por mi amada, por mi reina, mi dueña, mi señora. Y el rey incapaz de controlar su dolor te pide, te ruega, te ordena que tú que la quisiste tanto seas el responsable de atender todo lo relativo al duelo. Dispones que lleve por sudario el vestido azul, aquél que le ceñía el talle y realzaba su majestuoso porte, y vas, por todo el reino, en mortuoria procesión, como lo hiciera Juana. Semanas después, acaso meses, colocado ya el féretro junto a la fosa, tienes que identificar el cuerpo. Abres el catafalco, percibes el nauseabundo olor que produce un pésimo embalsamamiento. La carne corrompida y putrefacta de su rostro, los cuencos, donde una vez brillaron sus ojos, llenos de gusanos te perturban.

Aguardad, no os vayais, os lo ruego, que es noche cerrada ya y afuera debe estar nevando, no quisiera que enfermarais, sois tan frágiles y delicadas vosotras las mujeres... Déjame recostar sobre tu cuerpo que huele a tierra húmeda, imagina que soy el náufrago de una tormenta, dame el aliento bendito de tu boca, permíteme enredarme entre los sargazos y corales de tu pubis, ahogarme en el almendrado océano de tus ojos y por favor, quita esa manta, déjame ver tu vestido azul, ese que te ciñe el talle y que hace resaltar toda la belleza de tu cadera y de tus senos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01