EL HOMBRE QUE ODIABA A LOS ANIMALES
Sergio Gaut vel Hartman
-¡Fundamentalista! -le soltó a Lauría la dama del perrito como respuesta a la piedra que éste, sin esconder la mano, le arrojó al animal tras descubrirlo defecando en el umbral de la puerta de su casa. Lauría no se inmutó; le habían dicho cosas peores, y en definitiva, aborrecer a los animales no era un hábito más condenable que odiar a los chinos o incordiar a los ancianos en las plazas. Por toda respuesta cubrió con tres zancadas la distancia que lo separaba de la mujer y su Yorkshire, y sin detenerse a apuntar arrojó una patada formidable que tomó al animalito de lleno y lo estrelló contra el semáforo, que en ese momento estaba en rojo. El animal, huelga decirlo, ya estaba muerto en el momento de tocar tierra (semáforo en verde). La mujer, presa de un comprensible ataque de histeria, se rasguñó las mejillas y se orinó, pero el grito insalubre que debía brotar de su garganta tropezó con la glotis y cayó de bruces sobre el velo del paladar, en abierto desafío a la ley de la gravedad.
-Lauría, ¿qué hizo? -exclamó Becerra llegando a la carrera, demudado, atónito por la escena que acababa de presenciar-. ¡Lo mató, mató al perro de la escribana Henríquez!
-¿Qué quería que hiciera? ¿Que lo llevara a la ópera? ¿Que lo mandara a Oxford a estudiar dirección de empresas? ¿Que lo premiara con un trozo de lomo asado? El perro de la escribana Henríquez estaba defecando en el umbral de la puerta mi casa.
-Sí, sí, pero usted es una bestia -dijo Becerra-. Eso no es motivo para matarlo. No hay absolutamente ninguna relación entre el delito y el castigo. -Se aproximó a la mujer, quien permanecía con la boca abierta, congelada en un rictus indescriptible, mirando sucesiva y alternativamente a Lauría y a la masa esponjosa de pelos grises y negros en que había sido convertido su amado Luismi. Al rato, tal vez inducida por la mano de Becerra, que le acariciaba el hombro desnudo, la mujer logró hipar unos gemidos discontinuos y luego evacuó un sollozo largo y desolado. En todo ese tiempo, Lauría no se había movido del lugar de la patada. -Me imagino que habrá pergeñado una excusa conveniente para explicar este acto sin nombre -concluyó Becerra.
Lauría se rascó la coronilla con el dedo; la punta del dedo era una uña larga y sucia.
-¿Necesito -dijo-, además de los excrementos en sí mismos, una razón más efectiva y rotunda que mi aversión a los animales en general, a los perros como especie y a los Yorkshire en particular?
-Aghhh -dijo la mujer. Era la primera palabra que pronunciaba desde fundamentalista, cuando Luismi todavía estaba vivo; no parecía ser una palabra que expresara mucho más que impotencia ante los hechos consumados. El animal ya estaba muerto, pero hasta donde ella sabía, no existen leyes que castiguen el asesinato de animales. ¿O sí?
-Contra lo que cree, Lauría -dijo Becerra-, matar a un animal es un delito. -Puso las manos en la cintura y permaneció impasible, en paz con su conciencia, sabedor de que Lauría, por una vez en la vida, no hallaría una respuesta salvadora. Pero Lauría no sólo tenía una respuesta, también tenía una excelente pregunta.
-¿Y cuando se mata a un animal para comer? ¿Está seguro de que en este lugar está vedada la caza de perros? ¿Es o no el Yorkshire una raza de perros guiseros?
-¿Perros guiseros? -Becerra no tenía palabras Y la mujer, que ya había transcurrido la mayor parte del catálogo Winston de gestos y muecas, se desmayó al descubrir que Yorkshire, la raza a la que había pertenecido su amado Luismi, era una raza guisera. Becerra osciló como un anillo de oro atado a un hilo que pende sobre la boca de un vaso lleno de agua. El recorrido de su mano, desde la cintura de la mujer al cuello de Lauría, pareció dibujarse en el aire como un circuito de placa.
-Lauría: usted está loco, rematadamente loco. ¿Cuánta carne cree que se puede aprovechar en un Yorkshire? Cien gramos de jamón en una feta gruesa o una butifarra, comprados en cualquier fiambrería, proporcionarían una mayor satisfacción, hablando, se entiende, desde un punto de vista estrictamente gastronómico, que la que se puede obtener guisando a este bicharraco.
Al oír la palabra bicharraco la mujer abrió los ojos.
-Usted no sabe lo que dice, Becerra -protestó Lauría-, ha vomitado esa estupidez porque nunca comió estofado de Yorkshire. Le paso la receta: se lo despelleja a conciencia, se lo vacía de vísceras, que no son aprovechables, se lo troza en ocho y se lo pone a cocinar en una cazuela de barro en la que previamente se han saltado en aceite y ajo un pimiento rojo y un ají picante...
Al oír las palabras pimiento rojo y ají picante la mujer cerró los ojos, perdida de nuevo en los laberintos de la inconsciencia.
-No tengo elementos para anotar la receta -dijo Becerra con los ojos húmedos y la saliva inundándole la boca por la excitación. Depositó a la escribana Henríquez en un banco sólido, de piedra (el Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte, para más datos) y firmó el documento que comprometía al banco a devolver a la escribana Henríquez al cabo de cuarenta años. La operación (interés compuesto mediante) devengaría para entonces un duplicado clónico flamante de la escribana Henríquez. Pero esa es otra historia y la narraré otro día, lo prometo-. No obstante, y sin pretensiones de discutir su talento culinario, ¿no le parece que sus métodos para cazar Yorkshires son un tanto... rústicos?
-¿Rústicos? -Una vez que Lauría hincaba el diente se comportaba como un Mastín Napolitano. -¿Le parece rústico cazar a las patadas? ¿Más rústico que disparar una escopeta, rociando la atmósfera de perdigones del tamaño de una semilla de cáñamo, docenas de los cuales quedarán en los tejidos y cinco o seis irán a parar a las muelas del comensal, partiéndoselas?
Becerra pareció perder el dominio de la situación por primera vez desde el óbito de Luismi. -Mirado desde ese punto de vista... -La escribana Henríquez observó consternada que varios empleados del Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte la estaban tasando. Aunque bastante recuperada de la conmoción sufrida tras la muerte de su mascota, se golpeaba continuamente la sien con la palma de la mano mientras cerraba los ojos y fruncía el ceño, incapaz de entender la transacción que había consumado Becerra.
-¿No le ocurrió con las perdices y otras gallináceas?
-¡Exacto! -exclamó Becerra-. Una amigo de la familia, don Tomás Suárez Piris, gaucho de Madariaga, iba a cazar copetonas a Henderson cada dos por tres, y nos las regalaba escabechadas. ¡Si me habré partido muelas y dientes con los benditos perdigones!
-¿Se da cuenta ahora por qué prefiero cazar perros a las patadas?
-Más o menos. ¿La carne no queda amoratada? ¿Acalambrada? ¿Desgarrada?
-¡No diga zonceras, hombre! El animal ni siquiera se da cuenta de que se muere. La patada le parte el espinazo antes de que vea llegar la punta del zapato. La interrupción del flujo nervioso, por estrangulamiento medular lo manda del otro lado al instante.
Becerra demandó silencio de Lauría y lo instó a observar la partida de la escribana Henríquez, quien viajaba a Suiza por asuntos de negocios casi sin tocar el suelo.
-Si no fuera porque veo a los dos fornidos agentes del Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte -comentó Becerra-, diría que la escribana Henríquez levita.
-Tal vez levita -dijo Lauría reflexivo, rascándose la barbilla con el dedo de la uña larga y sucia-. Tal vez levita porque finalmente comprendió que el sacrificio de Luismi fue realizado para alabar a Jehová.
-¿Lo dice en serio? ¿Por qué no me lo advirtió antes? -Becerra dio un paso atrás para contemplar a Lauría en toda su magnificencia. Si hubiera sabido que se trataba de una patada religiosa... -¿Usted es una persona de fe, Lauría?
-¿Qué otra cosa podría ser? -respondió éste, mosqueado por la duda-. He seguido las normativas de Abraham y Aarón toda mi vida.
-¿Eso significa que si yo en lugar de Becerra fuera Becerro me degollaría en presencia de Jehová y ofrecería mi sangre y la rociaría alrededor del altar?
-En efecto. -Lauría hizo una mueca, más que nada para marcar el fin de la sección religiosa de la charla. -¿Guisamos el Yorkshire antes de que entre en estado de descomposición?
-Si, en efecto, tiene razón. Hagamos ese estofado antes de que se pudra -dijo Becerra-. Voy a comprar zanahorias y arvejas y pimientos. Pero lo prepararemos como si fuera un conejo, ¿de acuerdo? Prefiero mi receta; no confío en la suya. Usted tiene el gusto salvaje de un kalmuco.
-De acuerdo -dijo Lauría, indiferente al insulto de Becerra, y se agachó a recoger los restos de Luismi. No llegó a completar el movimiento porque una voz atronadora descendió desde lo alto.
-¡Ni se le ocurra!
-¿Qué pasa, Becerra?
-Yo no dije nada -se defendió el acusado.
-Dijo: "ni se le ocurra".
-No fui yo.
-Fui yo -aclaró la misma voz potente. Sonaba como un dios, parecía un dios, a todas luces, pero no lo era. Era un extraterrestre que pasaba por el lugar y tras presenciar lo ocurrido, desde "fundamentalista" en adelante, había decidido intervenir a pesar de las severas restricciones impuestas por el Código Galáctico para inmiscuirse en los asuntos privados de los terrestres. Está de más decirlo, pero el asesinato del Yorkshire de la escribana Henríquez era un asunto estrictamente privado desde el punto de vista del Derecho Galáctico, pero un tema que hería profundamente el desarrolladísimo sentido ético de la mayoría de las especies extraterrestres.
-¿Y usted quién es? -dijo Lauría-. ¡Muéstrese, carajo!
-Soy poco más que una voz -dijo el extraterrestre-. Si me mostrara con toda mi magnificencia ustedes podrían sufrir choques psíquicos irreversibles, traumas de gran magnitud.
-Déjenos correr el riesgo -dijo Lauría-. ¿Con qué autoridad se arroga el derecho de manipular nuestros deseos, aún los más destructivos?
-Con una autoridad semejante a la que usted utilizó para destrozar al perro de la escribana Henríquez.
-Tocado -dijo Lauría.
-Hundido -completó Becerra.
-De acuerdo -dijo Lauría, burlón-; acepto mi culpabilidad. ¿Puedo conocer la pena que me corresponde?
El extraterrestre, que medía poco más de trece centímetros, hizo una pausa significativa, que sonó como si estuviera consultando el tomo CCXVIII del Código Penal Galáctico. -Aquí está -dijo finalmente-. Ataque seguido de muerte de una criatura inferior en el ecosistema común.
-¿Este es un ecosistema común? -dijo Becerra-. ¡Quién lo hubiera dicho!
-Común a ambos -aclaró Lauría-, pedazo de imbécil.
-¿Qué pena le corresponde? -dijo Becerra aprovechando la volada para herir a Lauría.
-Doce años de trabajos forzados, sin posibilidad de conmutación, en el planetoide HJ-908-B -dijo el extraterrestre.
-¿Quién paga el viaje? -quiso saber Lauría.
-Viaje de ida a cargo de la Autoridad Galáctica para la Igualdad y la Justicia.
-¿Viaje de vuelta? -El asunto se complica, pensó Becerra.
-A cargo del liberado. Se supone que en doce años habrá amasado una pequeña fortuna.
-¿De dónde sale esa certeza? -dijo Lauría.
-De que el planetoide HJ-908-B es básicamente de arcilla y los internos se dedican a modelar y pintar cacharros. Pero como no hay casi nada más que hacer, el resultado suele ser bastante positivo.
Lauría le hizo una seña a Becerra y ambos cayeron sobre el extraterrestre al unísono y lo atraparon de algo que se parecía bastante a un cogote.
-¡Jamás vi a un extraterrestre tan insignificante! -exclamó Becerra.
-Jamás en su vida vio a un extraterrestre -rectificó Lauría.
-¡Suéltenme, desgraciados! -chilló el extraterrestre al borde de la histeria, lo que a pesar de las diferencias morfológicas lo hacía bastante parecido a la escribana Henríquez. Movió algo que se parecía a una trompa de elefante enano alrededor de un disco córneo que se parecía a una esclusa de submarino de bolsillo-. Daré parte a la Brigada de Represión Galáctica que procederá a clausurar este planeta por ciento veinte días.
-¡Eso sí que es una pena! -se lamentó Becerra sacudiendo los dedos como si tuviera las uñas recién pintadas.
-¿Le dije, Becerra, que siento una profunda aversión por los extraterrestres en general, hacia los sorpros como especie y a este hábil pillo llamado Erihs’kroihs en particular?
-¿Como sabe mi nombre secreto? -se espantó Erihs’kroihs moviendo alocadamente un embudo estriado que se parecía bastante al hocico de un oso hormiguero.
-Sé todo lo que necesita una persona creativa para sobrevivir en este universo hostil. -Mientras exponía su ideario, Lauría colocó al extraterrestre en una jofaina y lo envolvió con cinta adhesiva hasta inmovilizarlo por completo. Así amortajado, Erihs’kroihs se parecía bastante a una estatuilla hicsa de la XIII Dinastía.
-No creo que en estas condiciones -dijo Becerra- el amigo Erihs’kroihs pueda poner las transgresiones por usted cometidas en conocimiento de la Unidad de Represalias Galácticas.
-Brigada de Represión Galáctica, Becerra. No sea impreciso en su apreciaciones. -Sin embargo, Lauría reflexionó en profundidad acerca de los peligros potenciales que entrañaba mantener prisionero a un extraterrestre. -¿Sabe una cosa, Becerra -dijo finalmente-: he reflexionado en profundidad acerca de los peligros potenciales que entraña mantener prisionero a un extraterrestre.
-¿Sí?
-Sí. Erihs’kroihs podría ser híper telépata, o poseer el don de disolver la cinta adhesiva, o de matar con ultrasonidos emitidos por un órgano bastante parecido a un silbato para perros que lleva escondido debajo de los pliegues que le cuelgan encima de los bordes del zócalo de esa protuberancia tan parecida a una teta.
-No se me había ocurrido -dijo Becerra-. ¿Qué vamos a hacer?
Lauría no contestó. Se rascó el costado de la cabeza con la uña larga y sucia y sin dar mayores explicaciones sacó al extraterrestre de la jofaina, lo puso en el suelo y lo pisó con el taco de su bota hasta convertirlo en una pasta irreconocible.
-¿Le parece que será comestible? -dijo Becerra.
-¡No sea asqueroso, Becerra! -replicó Lauría haciendo una mueca muy desagradable.
-Si le despegamos con cuidado toda la cinta adhesiva que usted le puso tal vez podamos...
-¡Por favor! -Lauría se acercó al coqueto recipiente destinado a los desperdicios que el gobierno local había colocado junto a las unidades de restauración moral y arrojó adentro a Erihs’kroihs, o por lo menos lo que quedaba de Erihs’kroihs. -Despellejemos, trocemos, guisemos y comamos a Luismi antes de que la escribana Henríquez logre escapar de las garras de los esbirros del Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte.
-No escapará, Lauría. ¡Es un banco suizo! No entiendo cómo puede ser tan descreído y desconfiado.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06