Tema de las sombras de las batallas

Tryno Maldonado

Como música de fondo la beligerante trompeta de Miles Davis desde uno de los Jazzmobile. Manu esperaba inmerso en uno de los espectros matutinos que el sol de estío proyectaba a lo largo de Central Park. A su alrededor, sobre una tirada de mesas que parecía no tener fin, se devanaban raudas partidas de ajedrez. A él sólo le interesaba involucrarse en una en particular que comenzaría al momento en que su contrincante arribara. Entre tanto, un ejemplar de Paradiso había venido haciendo las veces de abanico. Atento, con los ojos de carbón entornados, con el viejo rostro denunciando al ineludible tiempo como el asesino que es, Manu pasaba revista entre la muchedumbre. Su piel de abenuz comenzaba a transpirar, exteriorizando su incomodidad y sus ansias, cuando por fin... Allí estaba él. Podría distinguir a la milla la cabellera ensortijada de su contendiente. Evolucionaba entre una legión de afables saludos y buenos días que más admiración que simple formalidad encerraban. Como en cada sábado, en éste también había valido la pena esperar los quince o veinte minutos extras; el espectacular derroche ajedrecístico en manos de aquel prodigioso niño de diez años que se aproximaba a Manu bien merecía eso y mucho más.

Los conocimientos formales de Manu en el juego no estaban exentos de vicios y eran apenas tan amplios como su propia formación empírica se lo había permitido. Poseedor de un estilo grosero y poco heterodoxo ¾ pero flexible y de efectividad probada, en el que se movía con pasmosa soltura ante cualquier situación¾ , el viejo cubano sentía por el ajedrez el respeto atávico y casi votivo que su padre, iniciado en el mismo estilo rudimentario del hijo ¾ aunque empedernido admirador de José Raúl Capablanca¾ , había logrado inculcarle, muy a pesar suyo, durante las noches que sucedían a cada jornada de siega en el ingenio azucarero. Poco ¾ con excepción de encendidas apologías sobre la Revolución Cubana¾ recordaba de aquel hombre que no encajara en el atajo de lugares comunes de movimientos, estilos, aperturas, defensas y nombres de jugadores famosos sobre los que éste construía soliloquios noctámbulos al calor del ron.

Medio millón de campesinos a La Habana: rezó la propaganda posrevolucionaria para la concentración campesina del 26 de julio. Millaradas de sus paisanos fueron transportados como ganado en vehículos y trenes de carga que pronto atestaron las carreteras y ferrovías del país; lo hacían con orgullo, con la ruidosa intención de mostrar a todas luces que eso, ese tímido sacrificio, y mucho más, estaban dispuestos a entregar por la Revolución. La Habana, aunque, como el país entero, sumida en el caos y el encanto que toda novedad entrega, hechizó a Manu desde su llegada. Su padre moriría al poco, el mismo día en que al doctor Castro Ruz, haciendo alarde de sus tempranas facultades de histrión, le había bastado mandar un mensaje televisivo para que el pueblo se volcara a las calles, obligando a la sustitución del presidente provisional por "haberse alejado de la línea revolucionaria". Manu, como tantos otros, pronto se mostró deslumbrado por aquel hombre y su carismática aura. Comenzó a soñar como nunca antes: olvidó el ajedrez; portó el machete ¾ símbolo del mambís¾ con optimismo y presunción; lanzó al aire su sombrero de yarey ese 26 de julio en la nueva Plaza de la Revolución tras el ardoroso discurso del doctor Castro ¾ ignorando que su padre agonizaba en ese justo momento¾ ; recibió un exiguo pago por las tierras de su familia de parte del INRA; decidió luego que era tiempo de casarse, de tener hijos; más tarde, obligado por los suyos a embarcarse en el Mariel, de abandonar su tierra, con el alma y el orgullo resquebrajados.

Cuando arribó a la mesa de costumbre, el niño sostuvo un gesto de asentimiento como saludo, pues era el más asequible recurso ¾ la mímica, las señas universales¾ para que ambos partieran de un primer nivel de articulación común. Manu, a pesar del tiempo que llevaba viviendo en Nueva York, se mostraba siempre renuente ¾ embargado por la nostalgia o algún otro sentimiento dentro del mismo registro¾ para aprender el inglés. ¡A la mierda con el idioma de los yankis!, le vociferaba a su hija cuando ésta lo exhortaba a solicitar por fin el examen de ciudadanía. Elliot (Manu supo su nombre cuando le permitió al niño escribirlo sobre la cuarta de forros de su edición de Paradiso) diseminó con cuidado, sobre el tablero de piedra, un gastadísimo juego de piezas Fierce Knight, donde resaltaba, con gracia para unos y patetismo para otros, un malogrado alfil negro de plástico. (Manu moría de curiosidad por interrogarle al joven dueño sobre el destino del alfil original, pero tuvo que contentarse, detrás de la infranqueable barrera impuesta por la diferencia de idiomas, con advertir que el remplazo cumplía al dedillo los juramentos de su antecesor.)

Si Manu creía en Dios era sólo porque ante él se había formado un hueco en su materia divina: Elliot. A través de él le era dado atisbar las infinitas posibilidades del universo y sus inenarrables maravillas, concentradas en un mismo punto, como en una especie de aleph borgeano que aun el más poderoso y el más sabio envidiarían. Sin embargo, el viejo lamentaba sobremanera no lograr comprender aquel resquicio de Dios, no poder entablar siquiera comunicación con él. Elliot, le pesaba reconocerlo, era un error en la secreta fragua de la creación, un error encarnado en una mente abrumadora, en una biomaquinaria contundente. Ese niño, llegó alguna vez a concluir Manu ¾ no sin un disimulado terror abrasándole el vientre¾ , estaba moldeado con la materia de la que el mal dispone para su rapiña y su oscuro artificio. Bendito fuera el Cielo si Elliot jamás llegara a descubrirlo, pensó alguna vez el anciano, más por el egoísmo que por desprendimiento humanitario.

¿Se atrevería alguna vez a enfrentar a Elliot sobre el tablero? Desde el primer encuentro habían dejado bien en claro, de manera implícita, las condiciones de su amistad. El viejo se vanagloriaba en cada oportunidad de ser el adversario habitual del niño prodigio, pero lo cierto es que nunca sostuvieron una sola partida; nadie, jamás, vio a Elliot enfrentarse a alguien que no fuera consigo mismo desde que las mesas del Central Park lo recibieron por vez primera. La fascinación para Manu, por extravagante que pudiera resultar, poblaba el mero acto de observar cómo Elliot montaba un sinnúmero de estilizados juegos históricos; el reto era nombrar la fecha, el torneo y los artífices originales de la partida fantasma que el niño recreaba con velocidad asombrosa; cada sábado, Manu lograba identificar a lo sumo treinta o cuarenta, mientras que la mitad restante quedaba hundida en el misterio que les otorgaba el ser despojadas de un nombre. ¿Cuántas partidas había venido rehaciendo Elliot sin repetir una sola? Tres mil... cuatro mil quizá. El espectáculo era exclusivo del orgulloso anciano; lo cuidaba con recelo y se ufanaba como si fuera él mismo el genio capaz de semejantes hazañas mnemotécnicas. Mucho de comparable con Bobby Fischer hay en ese talento, sin duda: le contó el viejo en cierta oportunidad a su hija.

En el día que está aquí referido, no obstante, ocurrió algo que lo dotó de un cariz más extraordinario que el de costumbre. En esa ocasión, Elliot, una vez escaqueadas todas las piezas por las manos del cubano, inició el primer juego valiéndose de una apertura de caballo a la casilla del alfil del rey y, él mismo, la repitió como en un espejo con las negras. Manu leyó una probable defensa Grünfeld, pero era imposible identificar tan temprano una batalla. Aguardó con los ojos enclavados en el blanco-negro. Sucedieron cuatro jugadas más que confirmaron sus inferencias cuando, tras el enroque de las negras, se cumplió lo que el anciano había venido temiendo desde el día en que conoció al niño prodigio: Elliot detuvo la vertiginosa demostración de genialidad para invitarlo, con un elocuente ademán, a tomar las riendas de las piezas negras. El cubano quedó petrificado. Un terror indescriptible comenzó a reptarle por la espina dorsal y tomó gobierno de su cuerpo. Volvió la mirada al niño; éste lo esperaba con un destello involuntario de malicia en sus ojos, como quien blande un arma ya por simples reflejos. ¿Estaba permitido que un mortal trasgrediera, que alterara ese orden supra-divino? Ocasión semejante, bien lo sabía, se repetiría jamás.

A la cuarta jugada Manu había reconocido la partida: Torneo de Nueva York de 1956; Byrne las blancas, y el prodigio de escasos trece años, Robert Fischer, las negras. Sobre la mesa, sin embargo, los papeles fueron invertidos: el anciano tendría las ventajas de la agudeza de Fischer, pues así lo dictaba la partitura invisible que debería regir el encuentro. Elliot le estaba ofrendando un regalo conmovedor, sin duda, pensó Manu arrobado al contener las lágrimas y ahogar la sonrisa. El obsequio consistía no sólo en permitirle al viejo jugar con él por primera vez, sino, además, conforme la partida original, la oportunidad de darle jaque mate a un pequeño virtuoso, pues las piezas de Fischer, que movía él en la impostura de la obra que estaban a punto de interpretar, habían salido victoriosas en el torneo del cincuenta y seis.

Sin embargo, Elliot tenía otros planes. En la jugada diecisiete, siéndole fiel a su papel de Byrne, debió haber tomado la reina negra. No lo hizo. Ésa era la señal. El decurso del paralelo histórico había sido roto. El fantasma que se hilaba en el tablero de súbito encarnó en una abierta declaración de guerra que estremeció al anciano, bañándolo en sudor frío. Ante a él, en una alegoría, se abrió de nuevo el mítico aleph. Esta vez la imagen lo aterró. Al fin podía observarlo con claridad, muy de cerca.

Todo ese tiempo, como un ave rapaz que trama y acecha furtiva, Elliot había ido acorralando a su inocente víctima, arropándola de una confianza y una amistad que no iban más allá de la farsa.

Comenzó el verdadero juego.

Manu moriría unas semanas después, humillado, hundido en la más profunda de las tristezas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01